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Miércoles, 13 de Noviembre de 2024

Los pobres en el Israel del siglo I

Domingo, 18 de Octubre de 2015
LOS PRIMEROS CRISTIANOS: LA COMPOSICIÓN ECONÓMICO-SOCIAL DEL JUDEO-CRISTIANISMO EN EL ISRAEL DEL SIGLO I (II): los pobres

Aunque buena parte de la población de Israel pertenecía a las clases medias a las que hemos hecho referencia, eso no implica que el número de pobres resultara reducido. En realidad, entre los que lo eran, pero se ganaban la vida mediante su trabajo y aquellos que subsistían, total o parcialmente, gracias a las ayudas que percibían de los demás, el número no debía de ser pequeño. En primer lugar estaban los jornaleros. Su salario venía a rondar el denario diario (Mt. 20, 2 y 9; Tob. 5, 15), comida incluida (B. M. 7, 1). Carentes de cualquier tipo de protección y construyendo el soporte económico de la familia, el hecho de que no encontraran trabajo —como le pasó a Hillel en Jerusalén— significaba un drama humano de dimensiones incalculables (Yoma 35b bar).

Viviendo de la ayuda que les proporcionaban los demás se hallaban, en primer lugar, los escribas (Eclo. 38, 24; 39, 11; P. A. 4, 5; 1, 13; Yoma 35b bar; Mt. 10, 8-10; Mc. 6, 8; Lc. 8, 1-3; 9, 3; 1 Co. 9, 14). Sin embargo, conocemos numerosos casos de rabinos que trabajaban para ganarse el sustento y estaban ubicados incluso en las clases medias. Tales fueron los ejemplos de Shammay (Shab. 31a), Hillel (Yoma 35b bar), Yohanan ben Zakkay (Sanh. 41 a; Sifre Dt. 34, 7; Gn. Rab. 100, 11 sobre 50, 14), R. Eleazar ben Sadoc (Tos. Besa 3, 8), Abbá Shaul ben Batnit (Tos. Besa 3, 8; Besa 29a bar) o Pablo (Hch. 18, 3), aunque este último caso no deberíamos forzarlo. Posiblemente en la decisión de trabajar debió de pesar no poco el deseo de salvaguardarse de la mendicidad, así como el de mantener sus acciones a salvo de la presión de la necesidad. En esta dirección parece apuntar el hecho de que sepamos que algunos fariseos aceptaron sobornos (Guerra I, 29, 2) o que se les acuse ocasionalmente de avaricia (Lc. 16, 14) e incluso de rapacidad (Mc. 12, 40; Lc. 20, 47).

Sin embargo, el sector que vivía de los demás de manera más dramática era el formado por los mendigos. Su número debió de ser muy alto, especialmente en una gran ciudad como Jerusalén. Al igual que ha sucedido en otras épocas, se daba el caso de personas que se fingían inválidas para obtener limosna (Pea. 8, 9; Ket. 67b-68a). Sin embargo, los enfermos auténticos —por ejemplo, leprosos o ciegos— que mendigaban en sus inmediaciones o en la misma ciudad eran considerablemente numerosos (Pes. 85b; San. 98a). Debe tenerse en cuenta que buen número de curaciones de Jesús y de sus discípulos aparecen relacionadas con Jerusalén y con lugares típicos de mendicidad (Mt. 21, 14; Jn. 9, 1 y 8; 8, 58-9; 5, 2-3). Por último, en el seno de este grupo de personas que vivían de los demás, habría que hacer referencia a aquellos aprovechados que se mantenían de colarse en las bodas y las circuncisiones (Sem. 12; Tos. Meg. 4, 15), una práctica picaresca a la que eran aficionados no pocos. Cuando se tiene en cuenta este panorama —especialmente en un medio urbano como Jerusalén— se comprende que durante la guerra del 66 d. J.C. se formaran con facilidad bandas de saqueadores, para cuyos componentes Josefo sólo tiene términos durísimos (Guerra 5, 10, 5). Muchos de ellos debían proceder del hampa y la hez de la sociedad, pero no pocos tuvieron también que surgir de segmentos sociales desamparados y desesperados en medio de la tormenta, por no citar a los que impulsaban la revolución social a la que, históricamente, siempre se suman delincuentes.

Finalmente nos encontramos con los esclavos, aunque desempeñaran escaso papel, por ejemplo, en las áreas rurales. Mejor tratados que sus compañeros del mundo no judío, su origen podía ser judío o gentil (B.M. 1, 5; M. Sh 4, 4). Los primeros obtenían la libertad legalmente al cabo de siete años, salvo que decidieran mantenerse en esa situación. En cuanto a los gentiles, era desacostumbrado que fueran circuncidados, tras un año de reflexión, convirtiéndose así en judíos.[ii] Por esta razón era muy común que los libertos fueran generalmente prosélitos salvo quizá en el caso de la corte.

De estos sectores de la población debió de haber abundantes muestras en el judeo-cristianismo. El mismo Jesús procedía de una familia legalmente pobre[iii](aunque posiblemente se acercaba más a la clase media como artesano), carecía de recursos (Mt. 8, 20; Lc. 9, 58), no llevaba dinero encima (Mt. 17, 24-7; Mc. 12, 13-17; Mt. 22, 15-22; Lc. 20, 24) y vivía de ayudas (Lc. 8, 1-3). Los paralelos, pues, con algunos escribas de su tiempo resultan notables al menos en este aspecto. Esa pobreza, libremente elegida, no se limitó a Jesús sino que se dio también en algunos miembros del judeo-cristianismo , según se desprende de otros datos consignados en las fuentes.[iv] Prueba de ello son las medidas económicas de la comunidad de Jerusalén, de las que nos ocuparemos en una futura entrega, de las que parece desprenderse que, al menos, una parte de sus componentes eran de condición económica muy humilde[v] y que resultaba excepcional que alguno poseyera inmuebles o bienes de cierto valor. De hecho, sólo nos consta la existencia de dos casos —el de Bernabé y el de Ananías y Safira— en que la venta tuviera cierta relevancia y en ambos el bien no pasó de ser un campo (Hch. 4, 36-37; 5, 1-2). De ahí podría desprenderse que las referencias a la enajenación de casas quizá no tuvo como resultado un gran producto (Hch. 4, 34). Finalmente, aboga en favor de la precariedad económica de buen número de los miembros el que la «asistencia económica» se centrara en la mera entrega de alimentos (Hch. 6, 1 y ss.) y que el frágil sistema de distribución pudiera verse desequilibrado por la entrada de nuevos conversos, hasta el punto de provocar variaciones en la estructura ministerial de la comunidad de Jerusalén, como tendremos ocasión de ver más adelante. Cuando Santiago escribió la carta que lleva su nombre parece que el número de pobres era si no elevado, por lo menos sí suficiente como para resultar inquietante. Algunos atravesaban una angustiosa situación de opresión económica (1, 6 y ss.) y otros no llegaban a percibir los jornales que se les adeudaban como pobres braceros (5, 4 y ss.). De hecho, la carga pudo ser tan grande para las limitadas fuerzas de la comunidad que en su seno se había despertado la insolidaridad incluso hacia los que pasaban hambre o frío (2, 15 y ss.). En este contexto, como ya indicamos, para muchos resultaba seductora la visita de algún personaje acaudalado a la comunidad (2, 1 y ss.) y los que poseían negocios mostraban una clara tendencia a autovalorarse en exceso perdiendo de vista el papel de la Providencia en su vida (4, 13 y ss.). Es lógico —y admirable— que, en un trasfondo de ese tipo, Santiago intentara mantener la cohesión de la comunidad desechando las alternativas violentas (2, 10 y ss.), proyectando la esperanza en la venida de Jesús (5, 7 y ss.) y enfocando la vida comunitaria hacia aspectos pneumáticos (5, 13 y ss.).

 

Excursus: pobres materiales y pobres espirituales[vi]

La carta de Santiago parece indicar que, junto a la pobreza de tipo material que caracterizaba a un cierto número de los que integraban el judeo-cristianismo jerosilimitano, también existía otro tipo de pobreza que podríamos encuadrar en términos más espirituales y que, quizá, podría ser traducida más correctamente como «humildad». Bernabé, que vendió su propiedad (4, 36-37), parece haber sido una persona que renunció voluntariamente a una parte de sus bienes y lo mismo cabe decir al menos de otros antiguos seguidores de Jesús. Ya hemos hablado de la situación de desahogo relacionada con Pedro y los hijos de Zebedeo. No es menos cierto que la misma fue sustituida por una especie de pobreza voluntaria al seguir a Jesús.[vii] El círculo de los más cercanos a éste, desde luego, parece haber tenido una bolsa común (Jn. 13, 29) cuyos fondos no sólo se empleaban en cubrir los gastos del grupo, sino que también se destinaban a dar limosnas a los pobres y, como veremos más adelante, es muy posible que ahí estuviera el núcleo inicial del sistema de comunidad de bienes de Jerusalén.

Esta pobreza no era algo identificable con la miseria, sino más bien con una sencillez de vida y una humildad de espíritu que no cuestionaba necesariamente las posesiones de cada uno aunque sí alimentaba la solidaridad y la ayuda a los demás, y ponía toda su fe en la intervención de Dios. Un ejemplo de ese tipo lo encontramos en la carta de Santiago y, en nuestra opinión, en Jesús, aunque este último tema excede los límites de nuestro estudio.

La comunidad no estaba tanto formada por «pobres» en un sentido material, cuanto por «humildes», entendiendo los mismos más como un concepto ideológico que como una categoría económica y social. Pero si el origen existencial de tal estructura arrancaba del tiempo que los primeros discípulos habían pasado con Jesús, no es menos cierto que la idea contaba con un rancio abolengo dentro del desarrollo teológico del pueblo judío.[viii] Dentro de ese marco de referencia, los «pobres anavim» no eran sino el colectivo que espera la liberación de Dios porque no cabía esperarla de ningún otro.

Gerd Theissen ha estudiado[ix] precisamente hasta qué punto se producía en la mentalidad judeo-cristiana una fusión entre la pobreza material y la pobreza considerada como un valor escatológico . Indirectamente esto nos sirve de explicación acerca de por qué no pueden considerarse aceptables la tesis de F. Engels,[x] K. Kautsky,[xi] Rosa Luxemburgo[xii] y, más modernamente, Y. A. Lientsman[xiii] o Gonzalo Puente Ojea,[xiv] en el sentido de contemplar el cristianismo como un movimiento cuyo contenido ideológico, en buena medida, es sólo una supraestructura falsa superpuesta a una situación de opresión social y que estaba formado fundamentalmente por los desposeídos de la sociedad. Ciertamente un planteamiento semejante ha gozado durante décadas de un considerable predicamento por razones que, más que históricas, habría que denominar metahistóricas, pero la misma no puede ser sostenida a la luz de las fuentes con que contamos a menos que accedamos a violentarlas injustificadamente o a eludir su examen.[xv]

La comunidad judeo-cristiana de Jerusalén contaba con miembros que podían ser calificados ciertamente de pobres en un sentido material, y es posible que tal fuera la suerte de no pocos de ellos. Parece incluso que en algún momento tal circunstancia llegó a provocar situaciones casi desesperadas, pero, no obstante, sus componentes no parecen haber otorgado valor a la pobreza material en sí, sino más bien a una cosmovisión que indicaba su pertenencia a la categoría escatológica de los anavim, aquellos pobres-humildes que esperaban la liberación procedente de Dios y únicamente de Dios. Por añadidura, el papel de los judeo-cristianos procedentes de clases medias parece haber sido muy relevante.

Todo esto explica quizá que el movimiento no se atribuyera —aunque su carga ideológica en este sentido es evidente— el título de pobres (anavim o ebionim)[xvi] y que tampoco quedara circunscrito —ni parece haber tenido ningún interés por ello— a los indigentes. También contribuye a ver por qué permitió a sus miembros entregar o no sus pertenencias (Hch. 5, 1 y ss.). Por ello, si alguien pretendía identificarlos con un simple movimiento social de clases oprimidas estaba equivocando totalmente su perspectiva. Ciertamente el colectivo parece haber contado con un cierto poder de atracción sobre los indigentes, pero, como veremos en la última parte de nuestro estudio, no bastaba con ser pobre para pertenecer al grupo y tampoco parece que tal circunstancia se considerara una recomendación especial. La integración en el mismo dependía más bien, como veremos, de una decisión vital no conectada directamente con el estatus social.

 

CONTINUARÁ

Pes. 113a indica cómo, de hecho, las gentes de Jerusalén se sentían orgullosas de su pobreza.

[ii] Generalmente, en caso de negarse, eran vendidos a amos gentiles. Al respecto, véase E. Riehm, Handworterbuch des biblischen Altertums, v. II, Leipzig, 1894, p. 1524a.

[iii] Tengamos en cuenta que el sacrificio de purificación de su madre es el de los pobres (Lc. 2, 24 y Lv. 12, 8).

[iv] Para un estudio de la relación entre pobreza y ubicación del ministerio jerosilimitano en Jesús, véase P. Fernández Uriel y C. Vidal Manzanares, «Anavim…», cap. cit.

[v] De hecho, la insistencia que encontramos en las fuentes acerca de la pobreza entre los fieles de Jerusalén parece indicar que se produjo de manera prácticamente endémica (1 Cor. 16, 1; Gál. 2, 10; Rom. 15, 26).

[vi] Aparte de la bibliografía sobre clases sociales mencionada al principio del capítulo, sobre este tema, véanse E. Jenni y C. Westermann, «Aebyon» y «Dal» en Diccionario teológico manual del Antiguo Testamento, Madrid, 1978,I, y, «Nh», en ibídem, II; W. E. Vine, «Poor», en Expository Dictionary of Old and New Testament Words, Old Tappan, 1981; C. Vidal Manzanares, «Riqueza», en DTR.

[vii] Mateo 8, 20; Mateo 10, 5 y ss. y par. (posiblemente una especie de manual de instrucciones para misioneros judeo-cristianos); Mateo 19, 16- 30 y par.

[viii] Específicamente, Isaías 61, 1 (los de corazón abatido), que buscan a Dios (Sal. 22, 27; 69, 33…), cuyo derecho es violentado (Am. 2, 7) pero a los que Dios escucha (Sal. 10, 17), enseña el camino (Sal. 25, 9), salva (Sal. 76, 10), etc. Todo ello provoca que los anavim alaben a Dios (Sal. 22, 27), se alegren en Él (Is. 29, 19; Sal. 34, 3; 69, 33), reciban sus dones (Sal. 22, 27; 37, 11), etc. Los anavim, pues, no son los pobres sin más, sino los pobres de Dios (Sof. 2, 3 y ss.). Véase en este sentido R. Martin- Achard, «Yahwé et les anawim», en ThZ 21, 1965, pp. 349-357. En los LXX, esta interpretación aparece tan asumida que «pobre» es traducido no sólo como ptojós y pénes, sino también por tapeinós («humilde») y prays («manso») o sus derivaciones. De hecho, el termino anav en el Antiguo Testamento tiene un significado ambivalente. Mientras en algunos casos sólo se refiere al necesitado (Is. 29, 19; 61, 1; Am. 2, 7…), en otros es equivalente de «humilde» (Nm. 12, 3; Sal. 25, 9; 34, 3; 37, 11; 69, 32…). Lo mismo puede decirse de ebion (Je. 20, 13) o de dal (Sof. 3, 12) cuyo significado puede ser tanto el de «necesitado» como el de «humilde» en algunos pasajes.

[ix] G. Theissen, Studiem…, ob. cit., c. 2.

[x] C. Marx y F. Engels, Sobre la religión, ob. cit., en especial pp. 313 y ss., 323 y ss. y 403 y ss.

[xi] K. Kautsky, Orígenes y fundamentos del cristianismo primitivo, Salamanca, 1974.

[xii] R. Luxemburgo, «El socialismo y las iglesias», en Obras escogidas, vol. I. Bogotá, 1976, pp. 167 y ss.

[xiii] Y. A. Lientsman, Proisjodjdieniye jristyanstba, Academia de Ciencias de la URSS, Moscú, 1958.

[xiv] G. Puente Ojea, Ideología e historia: la formación del cristianismo como fenómeno ideológico, Madrid, 1984. Este autor, que adolece de un desconocimiento grave de las fuentes coetáneas, ha caído con posterioridad en la formulación de hipótesis que, como mínimo, han de ser calificadas de novelescas, como la de atribuir al cristianismo, desde sus inicios, una conspiración destinada a dominar el mundo. Véase en este sentido G. Puente Ojea, Imperium Crucis, Madrid, 1989, pp. 41 y ss.

[xv] Críticas similares a la que aquí esbozamos en A. J. Malherbe, Social Aspects…, ob. cit.; D. J. Kyrtatas, The Social Structureof the Early Christian Communities, Londres, 1987; W. A. Meeks, Los primeros cristianos…, ob. cit., Salamanca, 1988.

[xvi] Tal denominación sólo la llevarían —quizá deseando reivindicar la justicia de su postura— los ebionitas, un grupo heterodoxo desgajado del mismo. En este sentido, véase J. Jocz, The Jewish People and Jesus Christ, Grand Rapids, 1979, pp. 194 y ss.

 

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