Habacuc fue testigo de una grave crisis nacional. En apariencia, los días del reino de Judá estaban contados y, para remate, no parecía que a Dios le importara mucho todo aquello. ¿Cómo podía mantenerse indiferente cuando los caldeos estaban dispuestos a aniquilar lo que para buena parte de los judíos era la esencia de su vida desde la fe en Dios a la libertad como pueblo? La respuesta de Dios era que no debía caer en el desánimo ni en la desesperación. Por el contrario, debía intentar ver los tiempos y las épocas con los ojos de Dios. Ciertamente, si se observaban los datos presentes lo único que podía contemplarse era un enemigo rezumante de soberbia que se relamía con la perspectiva de aniquilar a sus adversarios. El que así fuera podía atribuirse en cierta medida incluso a la conducta de los propios correligionarios de Habacu. Sin embargo, la desaparición de ese mal acabaría produciéndose. Es cierto que podría parecer que tardaba, pero, al fin y a la postre, tendría lugar. ¿Y hasta entonces? Hasta entonces lo que se necesitaría de manera imperiosa sería la fe. Para poder ver el final del malvado, tan sólo habría que esperar sin perder la fe. Es esa fe la que daría vida – la que permitiría seguir viviendo – al justo.