Los libros – o los discos – se adquirían por puntos y, cada mes, llegaba por casa alguien que se llevaba la tarjeta de pedido y que regresaba con los artículos envueltos en plástico. A mi me gustaban las ediciones del Círculo y confieso que todavía las busco en librerías de viejo como pequeños tesoros. Durante años, el Círculo me proporcionó libros en tapa dura – clásicos modernos y contemporáneos – que yo llevaba en la cartera para leer a ratos perdidos en el metro o en la universidad. Comencé a desinteresarme cuando el sistema de puntos – bien económico – se vio sustituido por el pago en efectivo y el catálogo pasó a ser demasiado actual en vísperas de que las editoriales dejaran de tener fondo y se centraran casi exclusivamente en las novedades. A esas alturas, hacía mucho tiempo que me había desvinculado también de un Discolibro que siempre me gustó menos y que ya había cerrado. En los años siguientes, compré esporádicamente los nuevos libros del Círculo. A veces, las ediciones eran excelentes como las dedicadas a las obras de Nabokov, Lorca o Dostoyevsky, pero la magia se había perdido y no lo digo por el Círculo si no por la sociedad. ¿Cómo comparar la adquisición de estos nuevos volúmenes con la alegría que te producía que te llegara a casa alguien que te traía a Mika Waltari, a Ernest Hemingway, a Alejo Carpentier, a Harper Lee…? La época en que yo mismo no cogía el autobús para ahorrarme el precio del billete y comprarme una edición en rústica también era ya, para bien o para mal, cosa del pasado. Me entero de que el Círculo de lectores cierra como consecuencia de los cambios editoriales. No me sorprende, pero no he podido contener la pena brotada del corazón de un niño que, un día, gracias al Círculo conoció a Sinuhé el egipcio.