Ocasionalmente, he recordado aquella historia acontecida a cuatro décadas de distancia como hoy, al descubrir una foto de aquella muchacha, ya más mayor y con dos hijos pequeños. Mi novia pertenecía a una familia apolítica a pesar de que el abuelo – que era el único que hablaba vascuence – había sido condenado a muerte por los vencedores de la guerra civil, viéndose luego indultado por una condena a trabajos forzados. Anticlericales y difusamente antifranquistas eran, pero nada más. En la época de la Transición – habíamos dejado de salir hacía tiempo – le dio por acudir a reuniones de nacionalistas vascos posiblemente en busca de la identidad política. Curiosamente, la acompañaba una amiga andaluza que – digo yo – iría a rendir homenaje a los vascos que, encuadrados en las tropas de Castilla, expulsaron a los musulmanes de Sevilla en la época de Fernando III el santo. Por aquel entonces, la todavía jovencísima muchacha era nacionalista y, seguramente, tenía sus ribetes de izquierda. Sin embargo, la vida, como es sabido, da muchas vueltas y, poco después, abandonó España para vivir en el extranjero. Había llovido mucho cuando volví a encontrarme con ella. El nacionalismo vasco había desaparecido de su horizonte para dar lugar a una visión cosmopolita, estética y tierna de la existencia. A ninguno de sus hijos se les hubiera pasado por la cabeza reivindicarse como hijos de Aitor. Si alguna vez, ha regresado a orillas del Bidasoa, tengo la sensación de que, más allá del chacolí y las cocochas, no ve mayor aliciente a las Vascongadas. Por supuesto, continúa viviendo fuera de España. Pero ¿y si no se hubiera ido? Pues de no haberse marchado, quizá ahora sería una funcionaria sometida a los nacionalistas para no perder la paga y la pensión; sus hijos andarían brujuleando por el independentismo convencidos de que España los oprime e incluso también aspirarían a entrar en alguno de los meandros de las administraciones locales. La diferencia es clara. El estado de las autonomías, tal y como se ha desarrollado, ha constituido un desastre de dimensiones colosales. Entre sus funestas consecuencias, está la de someter al lavado de cerebro nacionalista a millones de españoles. De él se han salvado los más pensantes o los que se fueron. Como aquella novia vasca.