Estrenábamos ropa en Domingo de Ramos – por eso de que “el que no estrena se queda sin manos” – y en Navidades ya que los Reyes magos solían dejar jerseys o pantalones. Ni que decir tiene que las coderas y las rodilleras eran tan normales que incluso hasta presumíamos de llevarlas. Y había que dar gracias porque en no pocos casos las puertas de las casas se abrían caritativamente a señoras que aún estaban en peor situación y que se llevaban más que agradecidas la ropa usada para sus hijos. Por supuesto, no había teléfonos móviles porque en todo el bloque el único teléfono era el de nuestro piso y los ordenadores eran algo como la droga. Los veíamos en las películas, pero no había manera de entender qué eran exactamente. Los libros – como los tebeos – eran artículos de lujo que, no pocas veces, se cambiaban pagando una pequeña cantidad como garantía de renovación de la lectura. No sólo eso. El premio por haber sacado notas sobresalientes era, precisamente, un libro que era recibido por el estudiante como un regalo divino. Había televisión, sí, pero sólo tenía un canal y medio y en todo el edificio sólo existía la del carnicero y la de casa. Veranear sí veraneábamos, pero, por supuesto, en algún pueblo de la sierra que, en ocasiones, seguía anclado en los años treinta y sin visos de despegar. Salir de la provincia – salvo para aquellos que hubieran nacido en otra – era impensable. A decir verdad, ir algún verano a la playa era más que pasar ahora unas vacaciones en Samoa. Quizá los niños eran víctimas de traumas, de bullying, de acoso por ser transexuales – no, no lo creo, pero para que no se diga – pero no parece que se enteraran. No terminábamos de creernos el bienestar de las películas americanas y además había innumerables mendigos por las calles que estaban peor. Éramos pobres, pero no lo sabíamos. Quizá por eso éramos felices.