En el segundo milenio a. de C., se convirtió, según las fuentes hititas, en la ciudad más importante de Kizzuwatna, el nombre para Cilicia. Los pueblos del mar la arrasaron en torno al 1200 a. de C., pero no tardó en ser reconstruida. Durante los siglos siguientes, continuó desempeñando un papel de primer orden aunque, eventualmente, cayó bajo el dominio asirio en el 833 a. de C. con Salmanasar III y en el 698 a. de C. con Sennaquerib. Durante el imperio persa, Tarso fue, primero, la capital de un reino cliente y, con posterioridad, la de la satrapía de Cilicia.
La debilidad persa fue aprovechada por Tarso para conseguir una cierta autonomía muy cercana a la independencia total. En el siglo V a. de C., Tarso acuñaba su moneda propia y cuando en el 401 a. de C., Ciro el joven, al mando de los diez mil de los que formaba parte el griego Jenofonte, acampó en la ciudad de paso hacia oriente donde tenía intención de reclamar el trono persa, intercambió regalos con un rey Syennesis que poseía un palacio en Tarso [1]. En el año 333 a. de C., los persas intentaron arrasar la ciudad para no permitir que Alejandro se apoderara de sus posesiones. Afortunadamente, fracasaron en su propósito y el conquistador macedonio se hizo con ella.
Con los seleucidas, la ciudad tomó el nombre de Antioquia sobre el Cydno y, de hecho, el nombre aparece en una moneda acuñada por Antíoco IV con posterioridad al 171 d. de C. En el año 83 a, de C., Tarso pasó a depender de Tigranes I, el rey de Armenia. No estuvo mucho tiempo bajo ese control. Las victorias de Pompeyo – que había intervenido en esta parte del mundo para acabar con la amenaza que representaban los piratas – hicieron que Tarso pasara a manos romanas. Sin embargo, su destino distó mucho de ser negativo. No sólo se convirtió en la capital de la provincia de Cilicia, sino que además mantuvo su condición de ciudad libre (67 a. de C.).
Desde esa época no fueron pocos los romanos ilustres que residieron en algún momento u otro. Cicerón estuvo en Tarso mientras fue procónsul de Cilicia (51-50 a. de C.). Julio César la visitó en el 47 a. de C., y, sin duda, causó un cierto impacto en sus habitantes porque le dieron el nombre Juliópolis en su honor. Julio César cayó abatido por los puñales de una conjura tres años después y Tarso se convirtió en uno de los focos de atención del cesariano Marco Antonio. En el año 41 a. de C., Marco Antonio se encontró con Cleopatra en Tarso. El encuentro fue, como mínimo espectacular, porque la reina egipcia decidió pasar por el río Cydno ataviada como si fuera la diosa Afrodita. Durante los últimos tiempos de poder de Marco Antonio en Oriente, la administración de Tarso recayó en un personaje llamado Boeto. Al parecer, su administración fue pésima y no sería extraño que los habitantes de Tarso hubieran acogido con un cierto alivio la derrota de Marco Antonio y Cleopatra frente a Octavio. Lo cierto es que Octavio, el nuevo amo de Roma, puso un cuidado especial en no cometer los mismos errores que Antonio y dentro de esa perspectiva Tarso no resultó una excepción. La ciudad conservó sus privilegios y además se vio exenta de los impuestos imperiales. Por si fuera poco, la administración fue confiada a Atenodoro el estoico, uno natural de Tarso dotado de una talla verdaderamente notable.
Atenodoro fijó la cantidad de quinientos dracmas como la condición económica para acceder a la ciudadanía [1], pero, sobre todo, demostró un enorme interés por potenciar la cultura en Tarso. Su sucesor, Néstor el académico, prosiguió esa misma línea, algo anda extraño en una persona que ha pasado a la historia por haber sido el tutor de Marcelo, el sobrino de Octavio. Con todo, da la sensación de que tanto Atenodoro como Néstor siguieron en buena medida lo que era un sentir muy extendido entre los habitantes de Tarso. Estrabón, escribiendo precisamente durante los primeros años del s. I d. de C., señaló que la gente de Tarso sentía un extraordinario interés – verdadera avidez – por la cultura [1]. En cierta medida, Tarso recordaba considerablemente a lo que hoy sería una ciudad universitaria con numerosos centros de enseñanza a donde acudían los estudiantes de la ciudad. De manera bien significativa, no eran pocos los habitantes de Tarso que, tras cursar estudios en alguno de los centros de esta ciudad, se trasladaban a otra ciudad en la que continuar adquiriendo conocimientos. Aunque sabemos por Filostrato [1] que un siglo después la situación había cambiado y que aquel espíritu de búsqueda de la sabiduría había dejado paso a un consumismo, a un amor al lujo y a una soberbia que causaban la desilusión de algunos viajeros y que evitaba que algunos ilustres visitantes fijaran allí su residencia, la realidad que conoció Pablo fue todavía la descrita por Estrabón.
El afán por la cultura que sentían los ciudadanos de Tarso venía facilitado por algunas circunstancias económicas no desdeñables. En primer lugar, se encontraba esa menor presión fiscal a la que ya hemos hecho referencia y que se debió a una decisión personal de Octavio Augusto. En segundo – y no menos importante – estaba su capacidad para el comercio. La llanura en la que se asentaba Tarso era muy fértil, pero además la ciudad industrializaba un tejido especial realizado a partir del pelo de cabra y que los romanos denominaron cilicium. Ese cilicio, cuyo nombre derivaba obviamente de la región en la que estaba asentado Tarso, era un material extraordinariamente resistente a la humedad y al frío.
En realidad, todos estos datos nos permiten captar algunas de las circunstancias en las que nació Pablo. Ciertamente, había visto la primera luz en una ciudad “de no escasa importancia”, pero sabemos además que era ciudadano lo que indica que su familia pertenecía a un estamento acomodado de Tarso. Precisamente, la norma promulgada por Atenodoro a la que nos hemos referido antes pretendía que la ciudad estuviera gobernada únicamente por gente de ciertos medios económicos lo que debía garantizar una moderación en el ejercicio del poder político y una ausencia de inestabilidad creada por agitadores que utilizaran la demagogia para manipular a las masas. Entre esa gente se encontraba la familia de Pablo de Tarso.
La manera en que pudo haber alcanzado ese status no resulta difícil de establecer. El libro de los Hechos señala que Pablo era un skenopoios, una expresión que suele traducirse habitualmente por fabricante de tiendas y que, con seguridad, hace referencia a su relación con la elaboración del cilicio, un material también utilizado para ese menester.
Sin embargo, el pertenecer a una familia de cierta disponibilidad económica que le permitía acceder al derecho de ciudadanía en Tarso y que estaba relacionada con la elaboración de cilicio, a pesar de su importancia, no es la única circunstancia que nos permite formarnos un retrato del Pablo joven. A ello dedicaremos las próximas entregas.
CONTINUARÁ