El año 52 d. de C., el gobierno de Judea recayó en Félix que lo ejercería hasta el año 60. Según Tácito (Historias V, 9), Félix ejerció los poderes de un rey con el alma de un esclavo, y, desde luego, no puede negarse que su corrupción resultó fatal para la estabilidad de esa zona del imperio. Enfrentado con aquellos a los que Josefo denomina “engañadores e impostores” (Guerra II, 259) o “bandoleros y charlatanes” (Ant XX, 160), tuvo que combatir al llamado “charlatán” egipcio (Guerra II, 261; Ant XX, 169 ss) - quizá un judío de origen egipcio - que, tras labrarse una reputación como profeta, reunió a varios millares de seguidores en el desierto, e intentó tomar Jerusalén. Félix lo venció con relativa facilidad y parece que para muchos judíos aquella experiencia dejó un amargo regusto a decepción. El gobierno de Félix fue tan desafortunado y cruel (Guerra II, 253; Ant XX, 160-1) que acabó ocasionando la protesta del sumo sacerdote Jonatán. Cuando como represalia el romano ordenó su muerte sólo estaba actuando de manera consecuente con su visión del gobierno de la zona (Guerra II, 254-7; Ant XX, 162-6). Entre los resultados de aquella miopía política se contarían la rebelión abierta contra Roma (Guerra II, 264-5; Ant XX, 172) el aumento de los partidarios de una solución armada (Guerra II, 258-263) y el enfrentamiento en Cesarea entre judíos y griegos en relación con la igualdad de derechos civiles (Guerra II, 266-270; Ant XX, 173-8).
No fue Félix, sin embargo, el único responsable de la crisis hacia la que se encaminaban los judíos. Sus propias clases dirigentes dieron muestra de una especial torpeza a la hora de enfrentarse con la situación. El mismo clero no contribuyó en nada a dar ejemplo de comportamiento moral. Los sumos sacerdotes peleaban públicamente entre ellos y se robaba desvergonzadamente a los sacerdotes más pobres el diezmo, con lo que este sector del clero se vio abocado incluso al hambre (Ant XX, 179-81).
En paralelo, el rey Agripa II y las autoridades de Jerusalén demostraron ser incapaces de hallar una solución a sus tensiones recíprocas. Así, a la opresión romana se sumaba la judía, y el hecho de que ambas se alimentaran recíprocamente sirve para explicar el resentimiento que sobre ambos iban a volcar los sublevados del año 66 d. de C. cuando estalló la gran sublevación contra Roma.
En medio de ese contexto crecientemente deteriorado, la situación de los judeo-cristianos no resultó fácil. A esas alturas, la comunidad de Jerusalén era gobernada por Santiago, “el hermano de Jesús el llamado mesías” como lo denomina Josefo. Seguramente para este grupo – que creía firmemente que Jesús era el mesías y que no podía venir otro – debían resultar especialmente reales las advertencias de Jesús contenidas en Mateo 24, 23-6:
“Entonces si alguno os dice: mirad, aquí está el Mesías o está allá, no lo creais. Porque se levantarán falsos mesías y falsos profetas y realizarán grandes señales y prodigios con la finalidad de engañar, si fuera posible, hasta a los mismos elegidos. Mirad que os lo he dicho antes de que suceda. Así que si os dicen que está en el desierto, no vayais; y si os dicen que está en un lugar secreto, no lo creais.”
En ese sentido no deja de ser revelador que Josefo manifestara su simpatía por Santiago, a la vez que rechazaba las acciones de los zelotes que resistían a Roma con las armas calificándolos comúnmente de bandidos, charlatanes y ladrones.
La propia carta de Santiago[1] que aparece al final del Nuevo Testamento muestra precisamente la difícil época por la que atravesaba Palestina a la sazón y en la que Pablo iba a realizar su visita a Jerusalén. En primer lugar, resulta evidente que el contexto histórico de la carta es de claro malestar social. En ella se nos habla de una evidente explotación de los campesinos (Sant 5, 1-6) a los que no se les abonan los jornales debidamente; de la situación de las viudas y de los huérfanos que resulta lo suficientemente omnipresente como para convertirse en piedra de toque de la genuinidad de la fe (Sant 1, 27) y de los ricos que, como siempre en época de escasez, resultan más evidentes y son responsabilizados de la situación, siquiera indirectamente (Sant 2, 6). La colecta para la iglesia de Jerusalén que llevaba Pablo cobra precisamente un significado profundo a la luz de ese contexto. También permite comprender con claridad algunas de las afirmaciones contenidas en la carta. Partiendo del énfasis judeo-cristiano ya manifestado en el concilio de Jerusalén de que la salvación se debía a la gracia de Dios y no a las propias obras existía un riesgo palpable de terminar profesando una fe meramente externa que excluyera una vivencia de compasión hacia el prójimo y, especialmente, hacia los más desamparados. Esa sería una fe que Santiago asemeja con la que tienen los demonios (Sant 2, 19).
Santiago no cayó en el error - propio de los nacionalismos de todos los tiempos – de culpar de la situación a las influencias extranjeras sobre Judea. Para él - como para los profetas de Israel (Am 2, 6-3; Is 5, 1 ss; Jr 7, 1 ss, etc) y, en parte, para Josefo y algunos rabinos - la principal responsabilidad por la lamentable situación que atravesaba el pueblo de Israel recaía sobre aquellos que se jactaban de conocer mejor a Dios pero no vivían en consecuencia. La culpa descansaba sobre todo en aquellos que sabiendo hacer el bien, no lo hacían (Sant 4, 17), una afirmación que por su contenido y por ir formulada en segunda persona no puede estar referida a los gentiles. Precisamente por ello, es lógico que en todo el escrito no exista ni la más mínima referencia a una acción violenta o revolucionaria. Por el contrario, se afirma que la solución verdadera de la lamentable situación presente sólo se producirá cuando regrese el Mesías (Sant 5, 7). La actitud, pues, de los fieles ha de ser de paciencia frente al mal y la explotación (Sant 5, 7 ss), de obediencia a toda la ley de Dios (no deja de ser significativo que se haga una referencia explícita a que incluye el precepto de “no matarás” (Sant 2, 10-12) , algo que encontraba clara contradicción con la violencia zelote) y de demostrar mediante sus obras que la fe que profesan no es sólo algo formal (Sant 2, 14-26). Durante el enfrentamiento entre Reforma y Contrarreforma en el s. XVI, Santiago sería utilizado por los autores católicos contra la exégesis protestante que afirmaba – muy correctamente – que la salvación era por gracia a través de la fe sin obras partiendo, entre otros textos, de las epístolas a los Gálatas y a los Romanos. Semejante uso de Santiago no se da hoy en día ni siquiera entre los autores católicos y las razones son obvias. Santiago no cuestiona en ningún momento la doctrina paulina de la justificación por la fe sola – era la misma tesis que había sostenido junto a Pedro en el concilio de Jerusalén – pero sí afirma que “gracias no sólo a la fe sino también a las obras es como veis que el hombre es justificado” (Santiago 2, 24). En otras palabras, gracias a las obras es como se puede ver externamente la justificación realizada a través de la fe internamente. Como en tantas otras cuestiones, el paso del tiempo – y el enfriamiento de las pasiones - es el que ha permitido acercarse a un texto que armoniza con el resto de lo contenido en el Nuevo Testamento.
El judeo-cristianismo de la comunidad que iba a visitar Pablo aparece así como un movimiento espiritual piadoso y pacífico, que
mostraba una especial preocupación por el cumplimiento riguroso de la ley, que dedicaba buena parte de sus esfuerzos a paliar las penas de los más necesitados mediante la práctica de la beneficencia y la taumaturgia (especialmente la relacionada con la salud física), que se sentía como un foco de luz para una nación judía extraviada y que esperaba el retorno de Jesús como el Hijo del hombre glorificado en virtud del cual se instaurará un nuevo orden divino sobre la tierra.
CONTINUARÁ
[1] Un análisis amplio de este escrito con bibliografía en C. Vidal, Los primeros cristianos… , pp. .