Durante la noche decimocuarta, cerca de la medianoche, mientras atravesaban el Adriático, los marineros comenzaron a pensar que se encontraban cerca de tierra. Procedieron a echar la sonda y encontraron una profundidad de veinte brazas. Al descubrir poco después que había disminuido a quince, concluyeron que no se habían equivocado en su apreciación de que estaban aproximándose a tierra. El peligro ahora era que chocaran con escollos, de manera que lanzaron cuatro anclas por la popa y se pusieron a esperar que amaneciera para poder ver con algo más de claridad.
A esas alturas, los marineros decidieron abandonar la nave. Por supuesto, no podían hacerlo de manera abierta, de manera que lanzaron el esquife al mar y fingieron que estaban largando las anclas de la proa. Semejante acción no escapó a la atención de Pablo que se dirigió al centurión y a los soldados para decirles que si los marineros no permanecían en la nave, no habría posibilidad de que se salvaran. La respuesta de las fuerzas de orden fue fulminante. Los soldados cortaron las amarras que unían el esquife a la nave y dejaron que se perdiera. A partir de ese momento, nadie podría dejar la embarcación abandonando a una parte del pasaje.
Cuando comenzó a amanecer, Pablo animó a todos diciéndoles que sobrevivirían y, a continuación, los invitó a comer algo para recuperar fuerzas. Acto seguido, arrojaron el trigo que transportaban al mar. A esas alturas, las doscientas setenta y seis personas que iban en la nave llevaban catorce días inmersas en aquella pesadilla (Hechos 27, 32-38).
La luz del día les permitió ver a escasa distancia tierra firme. Se trataba de una ensenada con playa a la que decidieron dirigirse. Para ello, cortaron las anclas abandonándolas en el mar, largaron las amarras del timón e izaron la vela de proa. No podían sospechar que en su camino se encontrarían con un banco de arena en el que encallaron. Mientras la proa quedaba clavada e inmóvil impidiendo avanzar, la popa era objeto de la furia del mar que comenzó a destrozarla. Se podía llegar a la playa nadando, pero no era menos cierto que también cabía la posibilidad de que algunos de los reclusos aprovecharan la ocasión para escaparse de la justicia. Ante semejante eventualidad, los soldados propusieron dar muerte a los presos. Quizá sus intenciones se hubieran consumado en otras circunstancias, pero el centurión Julio deseaba salvar a Pablo y se lo impidió. A continuación, ordenó que los que supieran nadar se lanzaran al agua para alcanzar la costa y que los demás se agarraran a una tabla o a algún resto de la embarcación para llegar a flote a la playa. Así, todos lograron salvarse.
Sólo al reunirse en la playa supieron los náufragos que se encontraban en la isla de Malta.
CONTINUARÁ