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Jueves, 21 de Noviembre de 2024

Pablo, el judío de Tarso (LXVII)

Domingo, 21 de Enero de 2018
DE CESAREA A ROMA (III): En Cesarea (II): ante Festo

A diferencia de Félix, Festo no tenía ninguna experiencia en asuntos judíos. Esa circunstancia lo convertía en especialmente susceptible de ser manipulado. Cuando, tres días después de haber tomado posesión de su cargo, Festo subió de Cesarea a Jerusalén, un grupo de representantes del sanhedrín compareció ante él con la intención de que trasladara a Pablo a la Ciudad santa para ser juzgado. La fuente lucana indica que su objetivo real era apoderarse del apóstol por el camino y darle muerte (Hechos 25, 3). La respuesta de Festo fue desalentadora para los enemigos judíos de Pablo porque indicó – con muy buen criterio, por otra parte - que no estaba dispuesto a trasladarlo a Jerusalén porque eso implicaría un traslado y porque él mismo no iba a prolongar su estancia en Jerusalén. Con todo, sí estaba dispuesto a que se reabriera la causa (Hechos 25, 4 ss).

La vista se celebró poco más de una semana después. Las acusaciones fueron una repetición de las formuladas un bienio antes reincidiendo en la idea de que Pablo había desarrollado actividades que iban contra la Torah, contra el Templo y, de manera significativa, contra el césar (Hechos 25, 8). La respuesta de Pablo, claramente previsible, fue negar la veracidad de los cargos. Posiblemente, Festo debió percatarse de la falta de base de las acusaciones, pero, de manera comprensible, no estaba dispuesto a enemistarse con sus administrados nada más tomar posesión del cargo así que planteó la posibilidad de que Pablo fuera trasladado a Jerusalén y allí juzgado. Eso era lo que buscaban sus adversarios que debieron contemplar el movimiento de Festo con satisfacción. Sin embargo, a Pablo no debió escapársele la posibilidad de que se repitiera lo que había sucedido dos años atrás. Apoyándose en su condición de ciudadano romano, apeló al césar (Hechos 25, 11).

En el año 30 a. de C., Octavio había logrado que se le otorgara el poder de conocer causas en proceso de apelación[1]. En esos casos, los magistrados romanos se veían privados de la capacidad de matar, azotar, encadenar o torturar a un ciudadano romano, así como de la de sentenciarle “adversus provocationem” o de impedirle ir a Roma a presentar su apelación. Festo no tenía más remedio que plegarse a la solicitud de Pablo.

Al cabo de unos días, el rey Agripa y Berenice acudieron a Cesarea para presentar sus respetos a Festo. En el año 44 había tenido lugar la muerte de Herodes Agripa I. Su hijo, Agripa, tenía tan sólo diecisiete años y el emperador Claudio consideró que el reinar sobre los judíos podía resultar una tarea demasiado difícil para él. A cambio, decidió otorgarle un territorio situado al norte que podría gobernar con el título de rey y que comprendía las antiguas tetrarquías de Filipo y Lisanias, al este y al norte del mar de Galilea, junto con las ciudades de Tiberiades y Tariquea al oeste del citado mar y la de Julias en Perea junto a las poblaciones circundantes. La capital de este pequeño reino era Cesarea de Filipo a la que dio el nuevo nombre de Neronias en honor del emperador Nerón. Por añadidura, Roma le otorgó la capacidad de nombrar y deponer a los sumos sacerdotes de Jerusalén desde el año 48 al 66, en que estalló la guerra contra Roma.

Es muy posible que esta última circunstancia llevara a Festo a comentar el caso de Pablo con el rey Agripa. Al parecer, el romano deseaba que el monarca le ayudara a redactar las litterae dimissoriae, es decir, los documentos que justificaban la detención del reo. La solicitud era lógica teniendo en cuenta que Festo no veía razón para prolongar la detención, que desconocía el mundo judío y que el preso debía ser enviado al emperador porque había apelado a él. Agripa manifestó su deseo de escuchar a Pablo y, al día siguiente, el preso fue llevado ante su presencia. La fuente lucana nos permite saber la defensa que el apóstol hizo de si mismo ante el rey Agripa:

 

1 Agripa dijo a Pablo: Se te permite hablar en tu defensa. Pablo entonces, extendiendo la mano, comenzó a defenderse: 2 Me siento satisfecho de poder defenderme ante ti de todas las cosas de que soy acusado por los judíos, oh rey Agripa; 3 especialmente porque tu conoces todas las costumbres y controversias que existen entre los judíos: por lo cual te ruego que me escuches con paciencia. 4 Todos los judíos saben la vida que he llevado desde la mocedad, que desde el principio transcurrió en el seno de mi nación, en Jerusalén, 5 Si desean dar testimonio, saben que yo, desde el principio, he vidido como fariseo, de acuerdo con la secta más rigurosa de nuestra religión. 6 Y ahora, por la esperanza de la promesa que hizo Dios a nuestros padres, soy juzgado; 7 Nuestras doce tribus, sirviendo constantemente de día y de noche, esperan alcanzar esa promesa y por esa esperanza, oh rey Agripa, soy acusado por los judíos. 8 ¿Por qué? ¿Acaso se considera algo increíble que Dios resucite a los muertos? 9 Yo ciertamente había pensado que debía llevar a cabo muchas cosas contra el nombre de Jesús de Nazaret: 10 y, ciertamente, lo hice en Jerusalén, y encerré en cárceles a muchos de los santos, tras recibir potestad de los príncipes de los sacerdotes; y cuando los condenaban a muerte, yo voté a favor. 11 Y muchas veces, persiguiéndolos por todas las sinagogas, los forcé a blasfemar; y enfurecido sobremanera contra ellos, los perseguí hasta en ciudades extranjeras. 12 Me dirigía a Damasco con potestad y comisión de los príncipes de los sacerdotes, 13 y en mitad del día, oh rey, vi en el camino una luz procedente del cielo, que sobrepujaba el resplandor del sol, y que rodeó a mi y a los que iban conmigo. 14 Y habiendo caído todos nosotros en tierra, oí una voz que me decía en lengua hebraica: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dura cosa te es dar coces contra el aguijón. 15 Yo entonces dije: ¿Quién eres, Señor? Y el Señor dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. 16 pero levántate, y ponte en pie; porque para esto me he manifestado a ti, para ponerte por ministro y testigo de las cosas que has visto, y de aquellas en que me manifestaré a ti: 17 y te libraré del pueblo y de los gentiles, a los que ahora te envío, 18 para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, gracias a la fe en mí, el perdón de los pecados y una herencia entre los que han sido santificados. 19 Por lo cual, oh rey Agripa, no fuí rebelde a la visión celestial: 20 Por el contrario, anuncié primeramente a los que están en Damasco, y Jerusalén, y por toda la tierra de Judea, y a los gentiles, que se arrepintiesen y se convirtiesen a Dios, llevando a cabo obras dignas de arrepentimiento. 21 Por eso los judíos, agarrándome en el templo, intentaron matarme.22 Sin embargo, auxiliado por la ayuda de Dios, persevero hasta el día de hoy, dando testimonio a pequeños y a grandes, no diciendo nada fuera de las cosas que los profetas y Moisés dijeron que habían de suceder: 23 Que el mesías había de padecer, y ser el primero de la resurrección de los muertos, para anunciar luz al pueblo y a los gentiles.

(Hechos 26, 1-23)

 

El discurso de Pablo ante Agripa encaja totalmente no sólo con las noticias que tenemos de él en el libro de los Hechos, sino también en sus cartas. Judío estrictamente cumplidor de la Torah desde su juventud, su fariseísmo lo había volcado desde el principio en contra de la predicación del Evangelio. Camino de Damasco, el mesías resucitado se le había aparecido cambiando radicalmente el curso de su vida. Había abrazado a partir de entonces la fe en él, pero su predicación era una predicación medularmente judía. Se limitaba, a su juicio, a repetir lo que la Torah y los profetas llevaban siglos anunciando, la llegada de un mesías sufriente – el Siervo de Isaías 53, sin ir más lejos – que no sólo salvaría a Israel sino también a los gentiles. Precisamente, ese mesías muerto y resucitado había dado un sentido a su existencia al enviarle a predicar el perdón de los pecados mediante la fe en él. Desde entonces había pasado ya tiempo, pero él se había mantenido fiel.

La reacción de Festo – que desconocía por completo el judaísmo – fue radical. Pablo se había vuelto loco a fuerza de mucho leer, una acusación que recuerda la que Cervantes hacía de don Quijote al comenzar a describir el inicio de su vida (Hechos 26, 24). Pero Pablo no estaba dispuesto a dejarse amilanar por aquella reacción negativa:

 

 

25 Mas Pablo dijo: No estoy loco, excelentísimo Festo, sino que hablo palabras ciertas y razonables. 26 Pues el rey sabe estas cosas, y ante él hablo también con confianza ya que no creo que ignore nada de esto; porque nada de esto ha sido de manera oculta. 27 ¿Crees, rey Agripa, en los profetas? Yo sé que crees. 28 Entonces Agripa dijo a Pablo: Con poco quieres persuadirme para que sea cristiano. 29 Y Pablo dijo: ¡Dios quisiera que por poco o por mucho, no solamente tú, sino también todos los que hoy me oyen, llegarais a ser como yo, a excepción de estas cadenas!

(Hechos 26, 25-29)

 

Si Festo, en su ignorancia, había quedado horrorizado escuchando las referencias de Pablo a la religión judía y a la fe en un mesías muerto y resucitado, Agripa, conocedor del judaísmo, tampoco se vio persuadido por la predicación del apóstol. A decir verdad, todo aquello le parecía poco como para abrazarla. Sin embargo, el rey no tenía un especial interés por las cuestiones espirituales sino que había acudido con la intención de asesorar a Festo en una cuestión legal. En ese sentido, la decisión no podía resultar más sencilla. Pablo no había llevado a cabo ningún acto que mereciera la muerte o incluso la prisión. De hecho, lo lógico hubiera sido ponerle en libertad si no hubiera apelado al césar (Hechos 26, 32). Sin embargo, Pablo había dado ese paso. Ahora no quedaba más remedio que enviarlo a Roma. Efectivamente, eso fue lo que hizo Festo.

 

CONTINUARÁ

[1] Dión Casio, Historia, II, 19.

[2] A pesar del paso del tiempo, permanece insuperada la obra de J. Smith, The Voyage and Shipwreck of St. Paul, Londres, 1880.

[3] En ese mismo sentido, T. Mommsen, Gesammelte Schriften, VI, Berlín, 1910, pp. 546 ss y W. M. Ramsay, St. Paul the Traveller and the Roman Citizen, Londres, 1920, pp. 315, 348.

 

[4] Vegetio, De re militari, IV, 39, señala que comenzaba el 14 de septiembre y concluía el 11 de noviembre.

 

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