Sea como sea, lo cierto es que se trata de un escrito que, a semejanza del dirigido a los romanos, no aborda problemas coyunturales de la comunidad sino que ofrece una síntesis del pensamiento paulino.
En ella, el apóstol enfatiza, por supuesto, la doctrina de que la salvación no es por obra sino por gracia siendo recibida a través de la fe, una tesis que, como ya hemos visto, aparece extensamente desarrollada en escritos como los enviados a los gálatas o a los romanos:
8 Porque por gracia sois salvos, por medio de la fe; y esto no procede de vosotros, sino que es un don de Dios: 9 No es por obras, para que nadie se gloríe.
(Efesios 2, 8-9)
Esa salvación por gracia, que no por méritos humanos, forma parte de un plan de Dios existente desde hace siglos – Pablo vuelve a utilizar aquí el lenguaje de la predestinación que ya vimos en la carta a los romanos - y que tiene resonancias cósmicas:
5 Habiéndonos predestinado en amor para ser adoptados hijos por medio de Jesús el mesías, de acuerdo con el puro afecto de su voluntad, 6 para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado: 7 En el cual tenemos redención por medio de su sangre, la remisión de pecados de acuerdo con las riquezas de su gracia, 8 que sobreabundó en nosotros en toda sabiduría e inteligencia; 9 descubriéndonos el misterio de su voluntad, según su beneplácito, que se había propuesto en sí mismo, 10 el de reunir todas las cosas en el mesías, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, tanto las que están en los cielos, como las que están en la tierra: 11 En él también tuvimos herencia, habiendo sido predestinados conforme al propósito del que hace todas las cosas según el consejo de su voluntad.
(Efesios 1, 5-11)
Los que creen en Jesús el mesías, los que han sido salvados por gracia, a través de la fe, son personas que además viven una nueva realidad que gira en torno a la acción del Espíritu Santo y a los dones que éste derrama sobre las comunidades de creyentes:
11 Y él mismo dio a unos, ciertamente en calidad de apóstoles; y a otros, de profetas; y a otros, de evangelistas; y a otros, de pastores y maestros; 12 para perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para edificación del cuerpo del mesías; 13 hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la edad de la plenitud del mesías: 14 para que ya no seamos niños dubitativos y arrastrados por doquier por todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que, para engañar, emplean con astucia los artificios del error: 15nosotros, por el contrario, siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todas cosas en aquel que es la cabeza, en el mesías.
(Efesios 4, 11-15)
Sin embargo, el apóstol no había modificado en absoluto su punto de vista sobre los dones que ya vimos al referirnos a sus cartas a los corintios. Los carismas resultaban indispensables y tenían una función de desarrollo espiritual. Sin embargo, nunca podían ser utilizados como excusa para no llevar la vida digna de aquel que ha recibido por fe al mesías, de aquel que porque ha sido salvado sin obras (Efesios 2, 8-9), camina ahora en ellas como muestra de agradecimiento y obediencia (Efesios 2, 10). El cristiano debe despojarse del hombre viejo que fue en el pasado y vestirse del nuevo, a semejanza de Jesús el mesías (Efesios 4, 21.24). Ese hombre nuevo a semejanza de Jesús rechaza la mentira (4, 25), no permite que la ira se convierta en pecado (4, 26), no roba sino que trabaja con sus manos para poder compartir con los necesitados (4, 28), no tiene una forma de hablar corrompida (4, 29), sabe perdonar (4, 32), anda en el amor (5, 2) y huye de la fornicación, la impureza y la avaricia (5, 3).
Pero a Pablo no sólo le preocupaba la conducta individual sino también – y mucho – las relaciones interpersonales. Como en la carta a los colosenses, Pablo manifiesta un enorme interés por la vida familiar que debe transcurrir a imagen de la relación espiritual entre Jesús el mesías y la iglesia:
: 21 Someteos los unos a los otros en el temor de Dios. 22 Las casadas que estén sometidas a sus maridos, como al Señor. 23 Porque el marido es cabeza de la mujer, así como el mesías es cabeza de la iglesia; y la salva. 24 Así que, como la iglesia está sometida al mesías, así también las casadas deben estarlo a sus maridos en todo. 25 Maridos, amad a vuestras mujeres, así como el mesías amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, 26 para santificarla limpiándola en el lavamiento del agua por la palabra, 27 para presentársela a si mismo gloriosa, como una iglesia sin mancha ni arruga, ni cosa semejante; sino santa y sin mancha. 28 Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. 29 porque ninguno aborreció jamás a su propia carne, antes la alimenta y la cuida, como también hace el mesías con la iglesia; 30 porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. 31 Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. 32 Este misterio grande es y yo lo digo respecto al mesías y a la iglesia. 33 Por lo demás, que cada uno de vosotros ame también a su mujer como a sí mismo; y que la mujer respete a su marido.
1 HIJOS, obedeced en el Señor a vuestros padres; porque esto es lo justo. 2 Honra a tu padre y a tu madre, que es el primer mandamiento con promesa, 3 para que te vaya bien, y vivas prolongadamente en la tierra. 4 Y vosotros, padres, no agobieis a a vuestros hijos; sino criadlos en disciplina y amonestación del Señor.
(Efesios 5, 21-6, 4)
El texto de Pablo no resulta hoy en día políticamente correcto y provocaría resquemores actualmente entre no pocas personas. En honor a la verdad, hay que decir que también en su tiempo hubiera causado sensaciones de profundo malestar en una sociedad donde la estabilidad familiar era casi inexistente y donde ni las esposas estaban dispuestas a honrar a sus maridos ni los maridos a amarlas hasta el extremo que Jesús había hecho con el género humano. Sin embargo, no parece que nada de eso afectara al apóstol. Para él, esa vida de familia era algo que sólo podía nacer de la novedad de existencia marcada por la imitación de Jesús y la ayuda del Espíritu Santo. Implicaba una forma de vida tan pura y noble – y tan difícil y criticada – como la que estaba ausente de mentira, de impureza sexual o de avaricia. Era la forma de vida también que podía impulsar a los esclavos a servir a sus amos “como al propio mesías” (6, 5) y a los amos a comportarse con sus esclavos sin amenazas y teniendo en cuenta que existía un Señor común para unos y otros (6, 9). Al fin y a la postre, para Pablo esas relaciones interpersonales sólo encontraban su sentido cuando se tenía en cuenta una dimensión como la espiritual. De ahí que la vida del creyente tuviera todas las características de un combate, combate espiritual, por supuesto. Al respecto, no deja de ser significativa la manera en que Pablo, custodiado por un soldado romano, pudo sacar de la observación de su armadura consideraciones profundamente espirituales. La armadura de Dios es la que permite enfrentarse con los ataques del Diablo (6, 11) ya que, en realidad, la lucha de los cristianos no es contra carne y sangre, sino contra fuerzas demoníacas, “huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (6, 12). Se trata de una armadura en la que el cinturón es la verdad, y la coraza es la justicia (6, 14), en la que los pies van calzados de paz (6, 15), en que la fe es el escudo con el que se pueden apagar los dardos ardientes del Maligno (6, 16), en que el yelmo es la salvación y la espada es la palabra de Dios (6, 17). La descripción de Pablo sería utilizada repetidas veces a lo largo de los siglos – por ejemplo, por John Bunyan en El progreso del peregrino – sin embargo, como en el caso de su himno al amor en I Corintios 13 permanece insuperada.
CONTINUARÁ