El problemas de “los santos en el mesías Jesús que están en Filipos” no era la herejía como en Colosas, sino sustancialmente, la tendencia a la división y la controversia. Se trataba de una circunstancia que podía amargar de manera considerable la vida de aquellos fieles. La respuesta de Pablo es un verdadero canto a la alegría, una alegría que puede preservarse incluso encadenado en Roma y que nace directamente de la presencia de Jesús en cada vida. También es uno de los discursos más cristocéntricos de su carrera al derivar directamente del ejemplo de Jesús los patrones de conducta que han de seguir sus discípulos. Hasta qué punto esa visión se encarnaba en Pablo aparece ya en los primeros versículos de la carta donde relativiza su difícil situación en términos de la voluntad de Jesús el mesías. Ni la reclusión, ni la envidia, ni siquiera la muerte le inquietan:
12 Y quiero, hermanos, que sepáis que las cosas que me han sucedido, en realidad, han contribuido al progreso del evangelio; 13 De manera que el hecho de que mis prisiones se deben al mesías se ha hecho patente en todo el pretorio, y para todos los demás; 14 Y muchos de los hermanos en el Señor, alentados por mis prisiones, ahora se atreven mucho más a hablar la palabra sin temor. 15 Es cierto que algunos predican al mesías por envidia y por rivalidad; pero otros lo hacen de buena voluntad. 16 Los unos anuncian a Cristo por deseo de competir, sin sinceridad, pensando en añadir aflicción a mis prisiones; 17 pero los otros actúan por amor, sabiendo que estoy aquí para defender el evangelio. 18 ¿A qué conclusión llego? Pues a la de que, no obstante, de todas maneras, o por pretexto o por verdad, es anunciado el mesías; y eso me proporciona una gran alegría y lo seguirá haciendo. 19 Porque sé que acabaré siendo liberado, gracias a vuestras oraciones y a la dispensación del Espíritu de Jesús el mesías; 20 de acuerdo a lo que deseo y espero, que en nada seré confundido, sino que, por el contrario, con toda confianza, como siempre, ahora también será engrandecido el mesías en mi cuerpo, o por vida, o por muerte. 21 Porque para mí el vivir es el mesías, y el morir es ganancia. 22 pero si el vivir en la carne contribuye a dar fruto para la obra, no sé entonces qué escoger; 23 porque me siento atrapado entre ambas cosas, al tener deseo de ser desatado, y estar con el mesías, lo cual es mucho mejor 24 pero también viendo que quedar en la carne os resulta más necesario. 25 Y confiado en esto, sé que me quedaré, que aun permaneceré con todos vosotros, para provecho vuestro y alegría de la fe.
(Filipenses 2, 12-26)
Pablo distaba mucho de contemplar su situación como algo idílico o de juzgarla de forma irresponsable. Sabía de sobra que algunos miembros de la comunidad de Roma le envidiaban e incluso se sentían impulsados a competir con él. Por otro lado, no podía negarse que continuaba recluido y que no era descartable la idea de su ejecución si, efectivamente, el césar apreciaba que era un provocador de sediciones. Sin embargo, esas circunstancias no le habían hecho perder la alegría. Cierto, había quien se caracterizaba por la rivalidad y la envidia, pero, a fin de cuentas, predicaban el Evangelio y eso era lo importante. Cierto, podía morir, pero si sucedía, inmediatamente pasaría a estar con Jesús, una afirmación, dicho sea de paso, bien interesante sobre la visión del más allá que tenían los primeros cristianos y que dista enormemente de formulaciones posteriores. Cierto, su ejecución podía ser una pérdida, pero ¿quién sabía si el Señor no le mantendría algo más de tiempo en este mundo precisamente para que siguiera desempeñando su ministerio? Pablo no era ni un iluminado, ni un creyente en el pensamiento positivo, ni negaba la realidad. La conocía, pero – y aquí está la clave – la contemplaba desde una perspectiva diferente la de él que creía en un Dios que no soltaba las riendas de la Historia. Ese comportamiento – curiosa mezcla de valentía, fe y esperanza - era el que esperaba de los filipenses, pero el punto de referencia no debía ser él, sino el ejemplo del propio Jesús. Ahí se encontraba la clave incluso para las rivalidades que infectaban a los santos de Filipos:
3 No hagais nada por rivalidad o por vanidad. Por el contrario, comportaos con humildad, considerando a los demás superiores, 4 no mirando cada uno por lo suyo propio, sino también por lo de los otros. 5 Haya, por lo tanto, en vosotros el mismo sentimiento que tuvo el mesías Jesús: 6 El cual, existiendo en forma de Dios, no se aferró a ser igual a Dios: 7 sino que se vació de sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; 8 y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, una muerte que fue la de cruz. 9 Por lo cual Dios también le ensalzó a lo sumo, y le dio un nombre que está por encima de todo nombre; 10 para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y de los que están en la tierra, y de los que están debajo de la tierra; 11 y toda lengua confiese que Jesús el mesías es el Señor, para la gloria de Dios Padre.
(Filipenses 2, 3-11)
El canto al mesías que era Dios y que se vació de esa condición para convertirse en el siervo que moriría en la cruz puede que no fuera original de Pablo y que, más bien, se hubiera originado en medios judeo-cristianos. Cabe incluso la posibilidad de que fuera entonado en las reuniones de culto cristiano. Con todo, esa cuestión resulta secundaria. Lo importante es que el apóstol lo podía citar como la base de la vida del creyente. Si el propio Señor había dado ese ejemplo de humildad, de entrega, de sacrificio, de amor, ¿cómo podían los que habían sido salvados por esas acciones no comportarse de la misma manera? ¿Era mucho pedir que los filipenses se comportaran “sin murmuraciones ni rivalidades” (2, 14)?
Desde luego, ese comportamiento no era excepcional en Pablo. Los filipenses sabían que también se daba en sus colaboradores más cercanos. En Timoteo, que no buscaba “lo suyo propio, sino lo que era de Jesús el mesías” (2, 19 ss) o en Epafrodito, que había estado a punto de morir a causa de una enfermedad contraída en la brega de la evangelización (2, 23 ss). A ambos tenía intención Pablo de enviarlos a los filipenses para que se encontraran de cerca con gente verdaderamente digna de estima (2, 29).
Y es que la vida del seguidor de Jesús adquiría su importancia en asemejarse cada vez más al mesías. Pablo podía, en términos humanos, jactarse de muchas cosas. Era un miembro del linaje de Israel, un miembro de la tribu de Benjamín, la tribu a la que había pertenecido el primer rey de Israel; un fariseo que había en su celo perseguido incluso a los creyentes en Jesús… (3, 4-6). Pues bien, podía afirmar que“las cosas que para mí eran ganancias, las he dado por pérdidas por amor del mesías e incluso juzgo todas las cosas pérdida por el eminente conocimiento de Jesús, el mesías, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por estiércol, para ganar al mesías” (3, 7-8). No es que Pablo considerara que esas renuncias iban a servirle para ganar la salvación. Todo lo contrario. Lo que deseaba – como había escrito a los gálatas, a los romanos, a los efesios – era “ser hallado en él, no teniendo mi justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe en Cristo, la justicia que es de Dios por la fe” (3, 9). Sin embargo, esa convicción de que la salvación no se obtenía por méritos propios sino que era un regalo de Dios que se aceptaba a través de la fe nunca había llevado a Pablo a caer en la inmoralidad o el antinomianismo. Por el contrario, seguía esforzándose por asemejarse a Jesús (3, 12 ss), a ese Jesús, Señor, salvador y mesías, que un día regresaría desde el cielo para transformar los cuerpos de los que creyeran en él en otro “semejante al cuerpo de su gloria, por el poder con el que puede someter todas las cosas” (3, 21).
Partiendo de esa base, Pablo podía pedir a Evodia y Síntique, dos hermanas de la congregación de Filipos, que dejaran sus enfrentamientos (4, 2) y, sobre todo, podía invitar a la alegría a los creyentes a los que dirigía la carta (4, 4). Desde una perspectiva meramente humana, él mismo no era sino el cautivo, viejo y pobre Pablo, pero, desde la de Dios, era uno de sus hijos que si moría se reuniría con Jesús y que si permanecía en este mundo sería para bien (Filipenses 1, 21-3). Por eso, podía invitar a los filipenses a no dejarse llevar por la ansiedad:
6 Por nada os dejéis llevar por la ansiedad. Por el contrario, presentad ante Dios vuestras peticiones en toda oración y ruego, con acción de gracias. 7 y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, salvaguardará vuestros corazones y vuestros entendimientos en Jesús el mesías.
(Filipenses 4, 6-7)
Los versículos finales de la carta los dedica Pablo a dar gracias a los filipenses porque le han enviado una ofrenda para atender a sus necesidades. El apóstol estaba acostumbrado a vivir con escasez y con abundancia (4, 11-12), a decir verdad, su experiencia cotidiana era que “todo lo puedo en el mesías que me fortalece” (4, 13). Con todo, les agradecía mucho aquella generosidad que ya se había manifestado en el pasado cuando la iglesia de Filipos le había ayudado económicamente al salir de Macedonia (4, 15) y estando en Tesalónica (4, 16). La carta concluía así con el jovial gozo que caracterizaba a un hombre profundamente imbuido de Jesús, un hombre que contaba a esas alturas entre la gente cercana a hermanos que servían en “la casa de César” (4, 22).
Durante el tiempo que estuvo detenido en Roma, Pablo había esperado su puesta en libertad. Así incluso se lo había comunicado a Filemón. No se equivocó en sus apreciaciones. Al cabo de dos años, el apóstol fue puesto en libertad.
CONTINUARÁ