1 Después, cuando habían pasado catorce años, fuí otra vez a Jerusalén en compañía de Bernabé y llevando conmigo a Tito. 2 Fuí obedeciendo una revelación [1], y, para no correr o haber corrido en vano, les comuniqué el evangelio que predico entre los gentiles; especialmente a los que tenían alguna reputación. 3 Pero ni siquiera Tito, que me acompañaba, a pesar de ser griego, fue obligado a circuncidarse… 6 Y los que parecían ser algo (lo que hayan sido en otro tiempo, me trae sin cuidado; Dios no tiene favoritismo hacia nadie), los que parecían ser algo la verdad es que no me añadieron nada. 7 Antes por el contrario, al ver que me había sido encargado el evangelio dirigido a la incircuncisión, igual que a Pedro el de la circuncisión, 8(porque el que constituyó a Pedro apóstol para la circuncisión, también me constituyó a mí apóstol para los gentiles;) 9 al ver la gracia que me era concedida, Santiago y Cefas y Juan, que parecían ser las columnas, nos dieron las diestra de compañerismo a mí y a Bernabé, para que nosotros fuésemos a los gentiles, y ellos a la circuncisión. 10 Lo único que nos pidieron fue que nos acordásemos de los pobres; algo de lo que me ocupé con diligencia.
(Gálatas 2, 1-10)
El texto reviste una notable importancia no sólo para trazar el desarrollo de la vida del futuro Pablo, sino también para comprender la manera en que las comunidades cristianas estaban abordando el tema de los conversos gentiles. Desde la última vez que Saulo se había encontrado con Cefas, había pasado de ser un neófito entusiasta a un hombre encargado de la enseñanza de prosélitos procedentes del paganismo. A diferencia de lo que hacían los misioneros judíos – salvo en el caso de los temerosos de Dios que no llegaban a integrarse del todo en la vida de Israel – Saulo no estaba exigiendo la circuncisión a los conversos. Esa actitud – quizá no tan firme catorce años atrás – resultaba ahora indiscutible. Los gentiles que se convertían al Evangelio - al igual que los judíos que seguían el mismo paso – no eran justificados por las obras de la ley sino por la fe en Jesús el mesías (Gálatas 2, 16). Partiendo de la base de una salvación que se debía a la acción de Dios en Jesús y que podía únicamente ser aceptada a través de la fe o rechazada, pero nunca ganada por las obras, el paso de la circuncisión perdía todo su significado. La entrada en el pueblo de Dios no derivaba de ese rito, sino de la aceptación por fe de Jesús el mesías. Pero ¿ese mensaje de Buenas noticias – que, al parecer, no había provocado ninguna reacción contraria en la cosmopolita Jerusalén – era correcto o, por el contrario, era una desviación de Saulo? ¿Se correspondía con la verdad predicada por las columnas de Jerusalén o equivalía a correr en vano?
La respuesta de Cefas, de Santiago y de Juan, los tres pilares de la comunidad judeo-cristiana de Jerusalén, difícilmente pudo ser más obvia. La predicación de Saulo era correcta. Precisamente por ello, no resultaba necesario que Tito, un converso procedente del paganismo, se sometiera al rito judío de la circuncisión. No sólo eso. Los tres personajes – dos de ellos apóstoles desde el inicio del ministerio de Jesús y el tercero, un hermano suyo convertido al verle resucitado – respaldaron la predicación de Saulo considerando que su origen era tan divino como el que podía ostentar la que Pedro realizaba entre los judíos. Quedaba así establecida una demarcación de los diferentes terrenos de evangelización. Saulo se entregaría a la destinada a los paganos y Pedro, a los judíos. Lo único que le rogaron fue que no rompieran los lazos que existían entre la comunidad de Jerusalén y la de Antioquia, que siguieran – como en esos momentos en que les entregaban una colecta – ocupándose de los pobres.
El acuerdo fue verdaderamente fraternal y muestra hasta qué punto incluso los judeo-cristianos de Jerusalén estaban más que dispuestos a proporcionar una entrada amplia a los paganos que abrazaran la fe en Jesús. Sin embargo, quizá porque la decisión se basaba más en la fraternidad que en un sentido práctico, el acuerdo de Jerusalén plantearía problemas en el futuro. Con la perspectiva que da el tiempo parece lógico que así fuera. Por ejemplo, ¿cómo se traducía en la práctica la división de la predicación entre judíos y no-judíos? Resultaba obvio que ciudades como Jerusalén quedaban totalmente dentro del ámbito de predicación de Pedro, pero en una ciudad pagana como Corinto o Roma, ¿podía predicar Saulo a los judíos o éstos deberían ser sólo evangelizados por Pedro? En segundo lugar, ¿cómo debía interpretarse el respaldo que Cefas, Santiago y Juan habían dado a Saulo y Bernabé? ¿Implicaba que reconocían a Saulo en pie de igualdad o, por el contrario, que le contemplaban como alguien al que autorizaban a actuar como lo estaba haciendo? Si la primera respuesta era la adecuada, Saulo era un apóstol de la misma categoría que aquellos que habían caminado al lado de Jesús; pero si era la segunda la correcta, Saulo no pasaba de ser un comisionado sometido a la comunidad judeo-cristiana de Jerusalén. Estas cuestiones pueden parecer un tanto alambicadas para la gente de nuestro tiempo. Sin embargo, poseían una enorme trascendencia en el judaísmo del s. I – del que los seguidores de Jesús en Jerusalén formaban parte – y constituirían cuestiones esenciales para el desarrollo del cristianismo de las siguientes décadas.
CONTINUARÁ
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[1] Obviamente el anuncio profético de Agabo que había motivado a la comunidad de Antioquia a enviar su ayuda.