Aquella combinación de espíritu de sacrificio, de entrega y de inteligencia no dejó de dar fruto. Durante los casi tres años que Pablo pasó en la ciudad, dirigió la evangelización no sólo en Éfeso sino también en toda la provincia de Asia. A esas alturas, el apóstol contaba con un equipo de colaboradores de especial valía. Por ejemplo, uno de ellos llamado Epafras se ocupó de expandir el mensaje por las ciudades frigias de Colosas, Laodicea y Hierápolis, situadas en el valle del Licus (Colosenses 1, 7; 2, 1; 4, 12 ss). La fuente lucana indica que, fruto de esa labor trienal es que “todos los residentes de Asia, tanto judíos como griegos, escucharan la palabra del Señor” (Hechos 19, 10). Desde luego, su influencia resultó extraordinaria porque la presencia del cristianismo se mantuvo incólume en la zona hasta 1923. En esa fecha, tuvo lugar el intercambio de poblaciones entre Grecia y Turquía y el territorio fue islamizado.
A todo lo anterior debe añadirse otra característica muy especial de Éfeso. A su carácter abiertamente pagano e incluso al culto a la diosa virgen – que tenía paralelos en otros lugares del Mediterráneo - la ciudad unía el estar especialmente contaminada por la afición a las ciencias ocultas. Los autores antiguos [1]nos han transmitido repetidamente la noticia de cómo los documentos que contenían conjuros y fórmulas mágicas recibían el nombre de Ephesia grammata (escritos efesios)[2].
En medio de ese ambiente, Lucas relata cómo “Dios realizaba notables prodigios por mano de Pablo: 12 De tal manera que aun se colocaban sobre los enfermos los delantales y los pañuelos que había llevado y las enfermedades se iban de ellos, y los malos espíritus salían” (Hechos 19, 11-12). Lo cierto es que la realización de prodigios por parte de misioneros cristianos en zonas del mundo y épocas donde abunda el ocultismo es un fenómeno muy repetido a lo largo de la Historia y el caso de Pablo no resultó excepcional. Sin embargo, llama la atención que semejantes acciones no fueran impulsadas por el apóstol sino por gente que lo conocía.
Hasta qué punto Pablo debía ser conocido en la zona y vinculado con el mundo de lo prodigioso se desprende de una historia recogida en la fuente lucana. La misma va referida a unos exorcistas ambulantes. Era éste un tipo común en la zona y de la misma manera que hoy podemos ver en los periódicos los anuncios de personas que prometen deshacer hechizos o adivinar el futuro, no era extraña en Éfeso la existencia de personas que vivían del ocultismo y de, supuestamente, ayudar a aquellos que padecían la presión de espíritus inmundos. Como sucede también hoy, estos personajes no dejaban de cosechar fracasos estrepitosos. El texto es el siguiente:
13 Y algunos judíos, exorcistas itinerantes, intentaron invocar el nombre del Señor Jesús sobre los que tenían espíritus malignos, diciendo: Os conjuro por Jesús, al que Pablo predica. 14 Había siete hijos de un judío llamado Sceva, príncipe de los sacerdotes, que hacían esto. 15 Y respondiendo el espíritu maligno, dijo: A Jesús conozco y sé quién es Pablo: pero vosotros ¿quiénes sois? 16 Y el hombre en quien estaba el espíritu maligno, saltando sobre ellos, y dominándolos pudo más que ellos, de tal manera que huyeron de aquella casa desnudos y heridos. 17 Y esto resultó notorio a todos, tanto judíos como griegos, los que habitaban en Efeso: y el temor los sobrecogió y fue ensalzado el nombre del Señor Jesús.
(Hechos 19, 13-17)
Del relato hay que deducir que, al cabo de un tiempo, el nombre del Jesús predicado por Pablo era considerado por los practicantes del ocultismo como un personaje de suficiente relieve como para invocarle en el curso de sus acciones. Resulta obvio que en ese conocimiento de Jesús debió de tener que ver la labor del apóstol. Sin embargo, Jesús no era una de las fuerzas demoníacas que podían movilizar a su antojo aquellos que se dedicaban a las ciencias ocultas. El episodio de Steva concluyó de mala manera para los que lo habían iniciado. Para ellos sí que no para Pablo. Desde su nacimiento, el cristianismo había marcado una clara línea de separación con no pocos de los comportamientos de la sociedad en que se encontraba. Ahora, una de las cosas que quedaría claramente de manifiesto sería que abrazar la fe en Jesús y practicar alguna forma de ocultismo resultaban radicalmente incompatibles. La fuente lucana es contundente al respecto:
18 Y muchos de los que habían creído, acudían a reconocer y dar cuenta de sus hechos. 19 Asimismo muchos de los que habían practicado artes ocultas, trajeron los libros, y los quemaron delante de todos; y calculado su valor, descubrieron que era de cincuenta mil piezas de plata. 20 Así crecía poderosamente la palabra del Señor, y prevalecía.
(Hechos 19, 18-20)
El pasaje, a pesar de su brevedad, constituye un paradigma de las consecuencias del proceso de conversión en el seno de una comunidad cristiana. El individuo aceptaba, por supuesto, algunas nociones teológicas claves como podía ser la identificación de Jesús con el mesías o el Señor; la salvación regalada por Dios por pura gracia y recibida a través de la fe en el mesías; la creencia en la resurrección de los muertos al final de los tiempos, etc. Pero ese paso iba seguido inmediatamente por otro, el de abandonar las prácticas cotidianas que chocaban con los principios éticos de la nueva fe. En este caso concreto, la oposición entre el ocultismo y el cristianismo se tradujo en el rechazo absoluto de la vida anterior. Los libros eran caros en la época de Pablo y cuando estaban relacionados con artes ocultas su precio se disparaba. A pesar de todo, los conversos decidieron deshacerse de ellos quemándolos, un gesto bien claro de rechazo de todo lo anterior. Lo que significaba esa nueva vida y la manera en que podía ocasionar choques con la cultura dominante queda aún más de manifiesto en otro de los episodios relacionados con la estancia de Pablo en Éfeso y transmitido por la fuente lucana.
Los hechos tuvieron lugar precisamente cuando Pablo tenía diseñada su estrategia misionera posterior. A esas alturas, pensaba recorrer Macedonia y Acaya, pasar una vez más por Jerusalén y, finalmente, coronar uno de sus viejos sueños, la visita a Roma. Con la finalidad de preparar el camino había enviado a Timoteo y a Erasto a Macedonia (Hechos 19, 21-22). Y entonces estalló el conflicto que la fuente lucana denomina “un alboroto no pequeño acerca del Camino” (Hechos 19, 23). Los hechos aparecen narrados de la manera siguiente:
24 Porque un platero llamado Demetrio, que fabricaba templetes de plata de Artemis, proporcionaba a los artífices no poca ganancia; 25 los reunió con los obreros del oficio y, dijo: Varones, sabéis que de este oficio derivan nuestras ganancias; 26 y veis y oís que este Pablo, no solamente en Efeso, sino en casi toda la provincia de Asia, ha persuadido a mucha gente para que crean que no son dioses los que se hacen con las manos. 27 Y no solamente existe peligro de que este negocio quede desprestigiado, sino también de que el templo de la gran diosa Artemis sea estimado en nada, y comience a ser destruída su majestad, que es honrada por toda la provincia de Asia y por todo el mundo. 28 Al oír ídas estas cosas, se llenaron de ira, y lanzaron alaridos diciendo: ¡Grande es Artemis de los efesios! 29 Y estalló un tumulto en la ciudad; y todos a una se precipitaron al teatro, arrastrando a Gayo y a Aristarco, que eran macedonios y compañeros de Pablo. 30 y, aunque Pablo deseaba presentarse ante el pueblo, los discípulos no le dejaron. 31 También algunos de los funcionarios principales de la provincia de Asia, que eran amigos suyos, le enviaron comunicación rogándole que no se presentase en el teatro. 32 Y unos gritaban una cosa y otros gritaban otra; porque la concurrencia estaba confusa, y los más no sabían por qué se habían reunido. 33 Y sacaron de entre la multitud a Alejandro, empujándole los judíos. Entonces Alejandro, tras pedir silencio con la mano, quería dar explicaciones al pueblo. 34 pero cuando se dieron cuenta de que era judío, se levantó un clamor de todos, que gritaron durante casi dos horas: ¡Grande es Artemis de los efesios! 35 Entonces el escribano, cuando logró apaciguar a la gente, dijo: Efesios ¿y qué hombre hay que no sepa que la ciudad de los efesios custodia a la gran diosa Diana y a la imagen venida del cielo? 36 por lo tanto, dado que esto no se puede discutir, lo más conveniente es que os apacigüéis, y que no hagais nada de manera temeraria; 37 ya que habéis traído a estos hombres, sin que sean sacrílegos ni blasfemen contra vuestra diosa. 38 De manera que si Demetrio y los artesanos que están con él tienen demanda contra alguno, se celebran audiencias y hay procónsules, para que puedan acusarse los unos a los otros. 39 Y si queréis alguna otra cosa, que se decida en legítima asamblea. 40 Porque existe el peligro de que seamos acusados de sedición por lo sucedido hoy, ya que no existe ninguna causa por la cual podamos explicar este tumulto. Y, tras decir esto, disolvió la asamblea.
(Hechos 19, 24-40)
Entre los puntos de fricción entre las comunidades cristianas y la sociedad pagana se encontraba obviamente el del culto a otras divinidades. Por supuesto, se trataba de una cuestión claramente religiosa, pero no estaba ausente otro tipo de intereses. El avance de una fe que no rendía culto a los dioses ni – siguiendo la tradición judía – a las imágenes chocaba obviamente con el fecundo negocio de los imagineros. Si la comunidad se mantenía en buena medida encerrada sobre si misma – como era el caso de los judíos – esas posibilidades de choque quedaban limitadas. Si, por el contrario, como sucedía con los cristianos, las comunidades no sólo no se replegaban sobre si mismas sino que además expandían su mensaje, se convertía en casi inevitable. En el caso de Éfeso, el estallido vino motivado por el imaginero Demetrio que se daba cuenta del impacto que podía tener sobre su negocio el aumento de una fe que rechazaba el culto a los dioses y a las imágenes.
De manera comprensible, la multitud identificó el problema con los judíos y no resulta extraño que uno de los miembros de esa comunidad, Alejandro, intentara explicar todo. Su intención, con certeza, era disociar a los judíos de la predicación de aquel judío que afirmaba que había llegado el mesías judío. Sospechaba – no sin razón – que la ira de los efesios podía caer sobre los judíos y deseaba apuntar como un objeto más adecuado a los cristianos. Semejante comportamiento puede parecernos ahora políticamente incorrecto, pero tenía una enorme coherencia. Los judíos compartían con los cristianos la repugnancia por la idolatría y el politeísmo, pero no estaban dispuestos a crearse problemas en Éfeso. La experiencia les decía que no era difícil que se produjera alguna explosión de cólera antisemita de las que no eran tan raras en Asia
Por su parte, Pablo también tenía la pretensión de hablar a la multitud, una actitud de la que le disuadieron amigos influyentes que, con seguridad, percibían el peligro en mayor medida que el apóstol. Al final, prevaleció la tendencia a la ley y el orden propia de los territorios administrados por Roma. El razonamiento del funcionario difícilmente pudo ser más claro. Había tribunales y procónsules que se ocupaban de administrar justicia, de manera que si alguien consideraba que se le dañaba en sus derechos legales lo que debía hacer era recurrir a las instituciones. Actuar de manera diferente implicaba un riesgo de ser juzgados culpables del delito de sedición, un cargo que Roma reprimía con especial dureza. Por otro lado, ¿quién podía creer que una tradición tan asentada como la de la diosa Artemis iba a ser eliminada por un personaje como Pablo? La asamblea se disolvió pacíficamente. El apóstol tampoco permanecería mucho tiempo en la ciudad.
CONTINUARÁ
[1] Ateneo, Deipnosofistas, XII, 548 c; Plutarco, Charlas de sobremesa, VII, 5, 706e; Clemente de Alejandría, Stromateis, V, 242, 45, 2.
[2] Una colección en K. Preisendanz, Papyri Graecae Magicae I-II, Leipzig, 1928-31.