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Sábado, 23 de Noviembre de 2024

Pablo, el judío de Tarso (XXXVII): El segundo viaje misionero (XIII): Macedonia y Acaya

Domingo, 27 de Agosto de 2017
La fuente lucana es muy sucinta a la hora de narrarnos lo que sucedió después del tumulto en Éfeso. Supuestamente, Pablo se despidió de los discípulos y marchó hacia Macedonia (Hechos 20, 1).

La información, sin duda, es correcta, pero pasa por alto episodios que desconocemos, que tuvieron una notable carga dramática y que tan sólo podemos intuir. Por ejemplo, en I Corintios 15, 32, Pablo afirma “haber combatido con fieras en Éfeso”. La afirmación, sin duda, es metafórica, pero va referida a alguna situación de enorme dificultad que desconocemos y que no se puede identificar sin más con el episodio de Demetrio. De manera semejante, en II Corintios 1, 8-10, hace referencia a un peligro sufrido en la provincia de Asia que pudo resultar letal y del que llegó a creer que no podría escapar. Los intentos de explicar este episodio como alguna enfermedad grave[1] no carecen de ingenio, pero también hay que señalar que carecen de base sólida. Lo mismo podemos decir de las referencias paulinas a “las conjuras de los judíos” (Hechos 20, 19) o a la mención de Aristarco en Colosenses 4, 10 como “un compañero de prisión”. Algunos autores han considerado que Pablo llegó a estar encarcelado en Éfeso y que en esa época precisamente habría que situar las denominadas epístolas de la cautividad a las que nos referiremos más adelante [2]. Sin embargo, una vez más hay que consignar que no pasan de ser especulaciones. Lo que sabemos de cierto es que la estancia de Pablo en Éfeso duró cerca de tres años, que estuvo vinculada a enormes sacrificios, que tuvo una considerable repercusión en toda la provincia de Asia – una repercusión que llegó hasta inicios del s. XX – que se enfrentó con una oposición judía, que incluyó momentos de enorme dificultad que incluyeron detenciones y peligro de muerte y que concluyó tras un tumulto ocasionado por los imagineros de Éfeso. Ir más allá de esas conclusiones significa adentrarse en el peligroso terreno de la especulación.

Sí sabemos – como ya indicamos antes – que, al final de la estancia en Éfeso, Pablo tenía trazado un plan (Hechos 19, 21) que culminaba con su llegada a Roma. La capital del imperio, sin embargo, no iba a ser el final de sus actividades misioneras, sino el punto de partida para alcanzar España (Romanos 15, 23 ss). Semejante continuación posee una lógica aplastante porque España constituía el extremo occidental del imperio, alcanzado ese punto Pablo habría cubierto todo el mundo civilizado de un extremo a otro. Revela también hasta qué punto la mente organizadora del apóstol era verdaderamente excepcional. Tesalónica servía de base para irradiar el mensaje cristiano hacia Macedonia, Corinto cumplía el mismo papel en relación con Acaya y Éfeso, respecto a la provincia de Asia. Además, Asia era el punto de origen ideal para nuevos misioneros cristianos que alcanzaran la Galia Narbonense en la medida en que desde hacía siglos los griegos de Jonia mantenían contacto con esta parte del Mediterráneo [3]. Por su parte, el norte de África ya estaba siendo alcanzado con el mensaje del Evangelio por otros misioneros. Por lo tanto, alcanzada España todo el orbe romano habría escuchado la predicación de la salvación mediante la fe en Jesús. Es muy posible que el tumulto desencadenado por Demetrio tuviera como consecuencia directa la de adelantar esos proyectos, pero, desde luego, no los creó.

La fuente lucana es muy sucinta a la hora de referirse al paso de tres meses por Macedonia y Acaya (Hechos 20, 3), pero podemos trazar con bastante certeza el itinerario de Pablo en este período. Según la fuente lucana, “2 tras andar por aquellas partes, y tras exhortarlos con abundantes palabras, vino a Grecia. 3Y después de haber estado allí tres meses, y teniendo intención navegar a Siria, los judíos se conjuraron contra él, de manera que decidió regresar por Macedonia” (Hechos 20, 2-3). En torno a la primavera del año 55, por lo tanto, Pablo debió visitar Corinto y, posteriormente, enviar la “carta severa”[4] por mano de su discípulo Tito. En el verano, Pablo podría haber sufrido un peligro mortal en Asia al que nos hemos referido, pero cuya naturaleza exacta desconocemos, y abandonado Éfeso. A finales de esa estación se encontraba en Troas. Según la fuente lucana, “4 Y le acompañaron hasta Asia Sopater de Berea, y los tesalonicenses, Aristarco y Segundo; y Gayo de Derbe, y Timoteo; y de Asia, Tíquico y Trófimo. 5 Estos, adelantándose, nos esperaron en Troas. 6 Y nosotros, pasados los días de los panes sin levadura, navegamos de Filipos y nos reunimos con ellos en Troas al cabo de cinco días. Allí, estuvimos siete días” (Hechos 20: 2-6).

La mayor parte del grupo salió desde Cencreas en el momento adecuado cuando el Egeo se hallaba abierto a la navegación después del verano. Pablo, sin embargo, quizá advertido de que podía existir algún complot contra su vida en el barco, cambió de planes y se dirigió al norte, hacia Filipos. Encontró un barco en Neápolis, el puerto de Filipos, con destino a Troas. Allí embarcó Pablo con Lucas “después de los días de los panes sin levadura” (Hechos 20, 6). El año 57, la fiesta de los panes sin levadura cayó durante la semana del 7 al 14 de abril. La intención de Pablo era estar en Jerusalén para la fiesta de Pentecostés que ese año tenía que comenzar durante la última semana de mayo. Naturalmente, para que se cumpliera su propósito dependía de encontrar barcos que partieran en la fecha adecuada.

Al cabo de cinco días, llegaron a Troas. Ocho años antes había llevado a cabo ese viaje en tan sólo dos días (Hechos 16, 11 ss). Es muy posible que la tardanza ahora se debiera a los vientos contrarios. En Troas se encontraron con el resto del grupo, que había navegado desde Cencreas, y ya los estaba esperando. Se quedaron en Troas una semana, muy posiblemente a la espera de una nave que pudiera llevarlos en la dirección que deseaban. En esta ciudad se encontraba una pequeña comunidad cristiana que, muy posiblemente, fue fundada por Pablo uno o dos años antes durante un episodio de evangelización que quedó interrumpido (2 Corintios 2, 12 ss).

Precisamente en Troas se produjo un episodio notable que la fuente lucana narra con cierto detalle. El texto tiene su interés entre otras cosas porque nos proporciona datos notables sobre lo que era la vida cúltica de la iglesia primitiva. De entrada, el pasaje pone de manifiesto que, apenas a unas décadas de la muerte de Jesús, los cristianos no-judíos ya no se reunían en sábado, sino el “primer día de la semana”, es decir, el domingo. Es muy posible que esa costumbre fuera incluso iniciada por los judeo-cristianos que deseaban tener un día de reunión especial aparte del destinado al culto en la sinagoga. En cualquier caso, este cambio fue admitido con enorme rapidez, contaba con respaldo de los propios apóstoles y haría fortuna. A día de hoy, sólo alguna secta milenarista mantiene que los cristianos deben tener su día de reunión en sábado. Las reuniones no se celebraban en lugares de culto específicos, sino en la vivienda de alguno de los creyentes. El contenido de las reuniones, por otra parte, parece también obvio. Se celebraba la Cena del Señor y había también una predicación. Tendremos ocasión de ver que también se producían otros elementos, pero no aparecen referidos en este pasaje. En el episodio de Troas, que tuvo lugar durante una de esas reuniones dominicales, Pablo se alargó en su predicación (Hechos 20, 7). La consecuencia fue que uno de los presentes, un muchacho llamado Eutico, que estaba sentado en la ventana, se durmió y cayó desde un tercer piso. El resultado fue que murió. Inmediatamente, Pablo abandonó su predicación, examinó al muchacho y señaló que no debían tener temor porque todavía albergaba el alma en el cuerpo. Acto seguido, Pablo subió, celebró la Cena del Señor con los presentes y continuó departiendo con ellos hasta el alba en que se marchó. Efectivamente, Eutico sobrevivió y se reunió con los presentes (Hechos 20, 7-12).

 

Al día siguiente, zarpó la nave que debía llevar a Pablo y a sus acompañantes, pero, una vez más, el apóstol prefirió hacer el camino por tierra cruzando la península hasta Assos (Behramkale). Ignoramos las razones de esa decisión. Quizá deseaba prolongar la estancia en Troas para asegurarse de que Eutico no sufría ninguna secuela de la caída y sabía que llegaría a tiempo de subir al barco en Assos, ya que éste tendría que bordear el Cabo Lectum (Bababurun). Pablo calculó bien el tiempo. En Assos subió a bordo y la embarcación continuó su camino hasta Mitilene, en la costa oriental de la isla de Lesbos. Desde allí siguieron navegando para echar el ancla al día siguiente frente a Quíos. Allí debieron detenerse para negociar el paso del canal entre Quíos y Anatolia y al día siguiente llegaron a Samos. Un día después se encontraban en Mileto, en la costa sur del golfo de Latmia, en la desembocadura del Meandro (Hechos 20, 13-15).

La nave tenía que permanecer en Mileto algún tiempo y Pablo aprovechó la estancia para enviar un mensaje urgente a Éfeso, que se halla a unos cincuenta kilómetros de distancia, para que acudieran los ancianos (presbíteros) de las comunidades cristianas a reunirse con él. Era implanteable la posibilidad inversa en la medida en que el barco podía zarpar de Mileto antes de que Pablo regresara de Éfeso y el apóstol “se había propuesto dejar de lado Éfeso, para no detenerse en Asia: porque tenía prisa por celebrar Pentecostés, si fuera posible, en Jerusalén” (Hechos 16, 16).

En Mileto, debía existir igualmente una comunidad cristiana aunque no sabemos el momento de su fundación. Lo más posible es que fuera fruto de la irradiación del ministerio de Pablo en Éfeso que alcanzó al conjunto de la provincia de Asia (Hechos 19, 10). También entra dentro de lo verosímil que comenzara con la predicación del Evangelio a los judíos, ya que la ciudad contaba con una sinagoga en la que había incluso asientos destinados a los “temerosos de Dios” o gentiles cercanos a la Torah de Moisés, pero no convertidos del todo al judaísmo [5].

Los ancianos de Éfeso llegaron efectivamente a Mileto antes de que Pablo embarcara. A esas alturas, como ya vimos, Lucas se encontraba nuevamente con Pablo por lo que el sumario del encuentro que encontramos en Hechos es el de un testigo ocular. El relato, desde luego, resulta profundamente entrañable:

 

 

17 Y enviando recado desde Mileto a Éfeso, convocó a los ancianos de la iglesia. 18 Y cuando llegaron donde se encontraba, les dijo: Vosotros sabéis cómo me he comportado con vosotros todo el tiempo desde el primer día que entré en Asia, 19 sirviendo al Señor con toda humildad, y con muchas lágrimas, y en las pruebas que me han sobrevenido por las asechanzas de los judíos: 20 cómo no he dejado de anunciaros y enseñaros nada que fuese útil, tanto en público como por las casas, 21 dando testimonio tanto a los judíos como a los gentiles de que deben arrepentirse para con Dios, y de que han de tener fe en nuestro Señor Jesucristo. 22 Y ahora, mirad, encadenado por el Espíritu, voy a Jerusalén, sin saber lo que me ha de acontecer allí: 23 pero el Espíritu Santo por todas las ciudades me da testimonio, diciendo que me esperan prisiones y tribulaciones. 24 pero no me preocupo por nada, ni estimo mi vida como algo precioso; con tal de que pueda acabar mi carrera con alegría, y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios. 25 Y ahora, mirad, sé que ninguno de todos vosotros, a los que he ido predicando el reino de Dios, verá más mi rostro. 26 Por tanto, yo os testifico en el día de hoy de que estoy limpio de la sangre de todos: 27 Porque no he rehuído anunciaros todo el consejo de Dios. 28 Por tanto tened cuidado de vosotros y de todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por supervisores, para apacentar la iglesia de Dios que compró con su propia su sangre. 29 Porque yo sé que después de mi partida entrarán entre vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño; 30 Y de entre vosotros mismos se levantarán hombres que hablarán cosas perversas, para hacerse con discípulos. 31 Por tanto, velad, acordándoos de que, durante tres años, de noche y de día, no he dejado de amonestar con lágrimas a cada uno. 32 Y ahora, hermanos, os encomiendo a Dios, y a la palabra de su gracia: que puede edificar y daros herencia con todos los santificados. 33 No he codiciado la plata, el oro, o el vestido de nadie. 34 Por el contrario, vosotros sabéis que lo que necesitaba tanto yo como los que están conmigo, lo han proporcionado estas manos. 35 En todo os he enseñado que, trabajando así, es necesario sobrellevar a los débiles y tener presente las palabras del Señor Jesús, el cual dijo: Hay más dicha en dar que en recibir. 36 Y, tras decir estas cosas, se puso de rodillas, y oró con todos ellos. 37 Entonces todos se pusieron a llorar y, echándose al cuello de Pablo, le besaban, 38 dolidos en gran manera por las palabras que había dicho, que no habían de ver más su rostro. Y le acompañaron hasta la nave.

(Hechos 20, 17-38)

 

Este texto constituye el único discurso de Pablo recogido por la fuente lucana en el que los destinatarios son, precisamente, otros cristianos. Quizá por ello no deba extrañar que sea la predicación de los Hechos más parecida a las epístolas de Pablo. En él encontramos una recapitulación de la actividad del apóstol. Durante tres años, su tarea de evangelización se había sostenido sobre su propio trabajo, un trabajo suficiente para mantenerse él y su equipo. Desde luego, para él la religión no había sido ni lejanamente un negocio. Por el contrario, su misión – lejos de hacer fortuna – había sido la de anunciar a la gente un mensaje que se centraba en dos polos, el primero, el arrepentimiento ante Dios y, el segundo, la fe en Jesús para obtener la salvación. Ése era el resumen de su vida y ése era el ejemplo que dejaba tras de si a los ancianos de cada comunidad. A esas alturas, todavía los responsables de cada iglesia debían su puesto a un impulso que podríamos denominar pneumático o carismático. Era el Espíritu (pneuma) el que los había nombrado - y no un complicado sistema jerárquico – y su misión era fundamentalmente pastoral, la de cuidar por aquellas personas por las que el propio Dios encarnado había derramado su sangre. Lamentablemente, Pablo era consciente de que aquella situación no iba a durar mucho. Después de su marcha, surgirían personas que, en lugar de atender a las ovejas, desearían devorarlas como si fueran lobos e incluso algunos se desviarían de la enseñanza recibida del apóstol. Por lo que a él se refería deseaba recordarles aquellas palabras de Jesús – por cierto, no recogidas en los Evangelios – que afirman que existe más felicidad en dar que en recibir.

No cabe duda de que el mensaje de Pablo debió causar una enorme impresión a los oyentes. No se trataba sólo de que el apóstol les anunciaba que aquella sería la última vez que los vería. Por añadidura, les anunciaba la corrupción del cristianismo que habían visto en él en un plazo brevísimo. Algunos de los allí presentes incluso no tardarían en convertirlo en motivo de negocio y en pervertir, llegado el caso, sus enseñanzas. El hecho de que la afirmación se dirigiera a gente de Éfeso – la ciudad que se había alborotado por una falsa enseñanza para proteger sus ganancias religiosas – no deja, desde luego, de entrañar una sobrecogedora ironía.

 

Sin embargo, nada de aquello iba a detener la voluntad de Pablo de descender a Jerusalén. Su deseo ahora era volver a estrechar lazos con la primera comunidad judeo-cristiana antes de dirigirse a Roma, y de allí a España para terminar de cubrir todo el orbe con la predicación de Jesús. De hecho, en las distintas comunidades donde se había detenido había recibido avisos del Espíritu Santo – posiblemente a través de profecías o de manifestaciones de glosolalia [6] - en el sentido de que sería detenido si persistía en viajar a la ciudad donde Jesús había sido crucificado. Sin embargo, ni siquiera esos anuncios podían disuadir a Pablo de sus intenciones. Era consciente de cuál era su misión y no la iba a interrumpir ante la posibilidad de ser detenido por enésima vez. Efectivamente, llegaría a Jerusalén, pero antes de ocuparnos de esa cuestión debemos detenernos en un grupo de escritos redactados por Pablo en esa época y que tendrían una relevancia extraordinaria no sólo en la Historia del cristianismo, sino, en términos generales, de Occidente.

CONTINUARÁ

[1] C. H. Dodd, “The Mind of Paul; I” en New Testament Studies, Manchester, 1953, p. 68.

[2] G. S. Duncan, St. Paul´s Ephesian Ministry, Londres, 1929, es la exposición clásica, aunque no la primera. Al respecto, véase también H. Lisco, Vincula Sanctorum, Berlín, 1900; W. Michaelis, Die Gefangenschaft des Paulus in Ephesus, Gütersloh, 1925 e Idem, Einleitung in das Neue Testament, Berna, 1946, pp. 205 ss; M. Dibelius, Paul, Londres, 1953, p. 81.

[3] Así fue por otra parte. Eusebio (Historia eclesiástica V, 1, 1 ss) señala como las iglesias de Lyon y Viena en las Galias habían sido fundadas por cristianos procedentes de Asia y Frigia.

[4] Sobre las cartas a los Corintios, véase más adelante pp. .

[5] A. Deissmann, Light from the Ancient East, Londres, 1927, pp. 451 ss.

[6] Sobre la glosolalia, véase más adelante pp. .

 

 

 

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