Tardé en llegar a destino casi treinta horas. Desde Miami no hay un vuelo a Nanjing y eso implica un transbordo en Dallas – o en Chicago o en Los Angeles – llegar por aire a Shanghai y luego tomar un tren hasta Nanjing. En otros viajes, había conseguido – vuelo mucho – un upgrade que me permitía dormir durante las diecisiete horas de vuelo a China con relativa comodidad. Esta vez, a pesar de haberlo perdido hace meses, no hubo upgrade. Me contaron que habían llegado veintitantas personas con categoría platinum pro y que tendría que viajar en turista. Gracias a Dios, mi asiento fue de pasillo y, por lo menos, no tuve las piernas comprimidas, pero diecisiete horas de vuelo en un sitio incómodo no son una fruslería. Me dediqué a charlar en chino con el viajero que iba al lado – y que, milagrosamente, me entendió – y, en un momento dado, me puse a escribir tres álbumes para niños. El chino – que iba leyendo Notre Dame de París de Victor Hugo - me miró con cierta sorpresa cuando vio que dividía el folio en cuadrados – uno por página – y que en ellos iba escribiendo la historia. De manera que fui repasando mis apuntes de chino, trazando tres historias para niños que se publicarán en forma de album, leyendo y hasta viendo un par de películas que ya había visto. Con eso y alguna cabezadita fue pasando el tiempo.
Cuando, finalmente, aterricé en Shanghai – una ciudad verdaderamente fascinante en la que no pude esta vez quedarme – sólo me encontraba relativamente cansado. En el aeropuerto, me esperaba mi hija Lara.
No cabe engañarse. China es una nación verdaderamente maravillosa, pero viajar por ella sin saber chino es casi suicida. A diferencia de otros países del mundo, los chinos, por regla general, sólo hablan chino y - lo que es peor – los letreros, por regla general, están sólo en chino, lengua que no cuenta con un sistema de escritura precisamente fácil de entender. Quien esto escribe, puede enhebrar algunas frases para preguntar por una dirección o pedir una comida, pero es absolutamente incapaz de leer en chino. Sin mi hija, no hubiera podido recorrer China hasta llegar a Siberia o al Tíbet porque ni siquiera hubiera podido leer las direcciones. Este viaje no iba a ser una excepción.
De Shanghai a Nanjing hay una hora de tren y, ciertamente, el tren chino de alta velocidad es el mejor del mundo, pero para llegar del aeropuerto de Shanghai a su estación de ferrocarril hay que emplear más de esa hora y eso que no cruzamos la ciudad y fuimos por una autopista de circunvalación sin ningún tipo de atascos. Estos datos permiten proporcionar una idea de lo que significa Shanghai, una ciudad que tiene del orden de veintiséis millones y medio de habitantes. Sí, han leído bien. Ventiséis millones y medio. En otras palabras, sólo en Shanghai viven varios millones más de personas de los que habitan todo el estado de la Florida. Es para pensarlo.
La estación de tren de Shanghai supera la descripción. Es inmensa, colosal, enorme y cuando además se encuentra llena de gente da una sensación de océano humano del que si uno pierde de vista a la acompañante, Dios sabe si podrá emerger.
El tren de alta velocidad chino es el mejor del mundo. Sin exageración. Ni en Europa ni en Estados Unidos existe algo superior o incluso igual. Cómodo y rápido, cuenta además con un personal de servicio verdaderamente excepcional e inimaginable, por ejemplo, en RENFE. Tendré ocasión de referirme a esto más adelante, pero debo indicar ya que la sensación del avance imparable de China es inevitable. Cuando, de regreso a América, un experto en tecnología punta me diga que Huawei lleva dos años de ventaja a Estados Unidos no me causará ninguna sorpresa.
Este viaje en el tren de alta velocidad resultó cómodo, agradable y rápido. No menos grato fue el reencuentro con Nanjing. En todas las ciudades chinas, hay manifestaciones de belleza, armonía, cultura y elegancia, pero yo siento una especial querencia por Nanjing quizá porque conserva huellas de personajes como Sun Yat-sen, Chiang kai-shek, el reinado teocrático Taiping o el glorioso pasado medieval. Todo esto resulta ya de por si atractivo, pero es que además Nanjing es una ciudad extraordinariamente moderna - quizá sólo Madrid podría compararse con ella en España - no poco poblada – más de ocho millones de habitantes – e increíblemente segura a cualquier hora del día o de la noche. Lara me dice que en China no interesa delinquir y lo cierto es que parece que así es. En cualquier lugar de China, en cualquier momento, se puede tener seguridad de dos cosas. La primera es que no será uno asaltado ni robado y la segunda es que el equivalente chino del Über – sí, los chinos no se han opuesto al Über sino que han creado uno propio – llegará en menos de cinco minutos. Da para pensar.
Finalmente, tras un trayecto no demasiado largo y entretenido por la charla, llegamos al hotel que ha escogido Lara. Es cómodo, tranquilo y agradable. Me atrevería incluso a decir que resulta elegante. Empezamos.