Mientras estuve en manos de la American Airlines excelente, a partir de ahí carreras, sobresaltos, mal servicio, incomodidad, sudores… Al final, el avión de enlace desde Sao Paulo nos dejó a mi asistente y a mi en Asunción. Nunca viajo con asistente, pero, esta vez, reconozco que resultó providencial. R – que tanto había insistido para convencerme de acudir a Paraguay – no estaba para recibirnos. En su lugar, apareció un señor que nos presentó al joven que debía llevarnos por automóvil a Ciudad del Este. Luego sabría que había un vuelo que conectaba Brasil con Ciudad del Este y que podríamos haberlo tomado ahorrándonos aquel viaje de madrugada, pero, al parecer, ni a R ni a nadie se les pasó por la cabeza librarnos de más de tres horas por carreteras tercermundistas. Así, a veinte horas de viaje previas, se sumó un trayecto por unos caminos que hacían buenos los de la España de los años sesenta.
Dando tumbos en medio de la negrura de la noche paraguaya, llegamos a Ciudad del Este y al denominado centro naturista. Vamos a ver cómo les cuento esto. imagínense en medio del campo, un campo como el buena parte de España en los sesenta, un edificio de dos plantas, destartalado donde se aloja un restaurante vegetariano, algunas habitaciones y distintas dependencias para actividades naturistas. A mi me conducen a una habitación más que modesta, estrecha y con baño que es, no obstante, la mejor del lugar. Una habitación comunal que deberá compartir con cinco o seis personas más engulle a mi asistente. No cabe duda de que me dispensan un trato privilegiado.
Como hemos llegado a las cuatro de la mañana, me avisan de que en lugar de a las siete me despertarán a las siete y media. Es un detalle que permite que esa noche duerma un par de horas malcontadas. Trastabillando abandono la angosta estancia para llegar al despacho del director que se encuentra pegado al restaurante. Nos cuenta una historia difícil de comprender – habla en un portugués cerrado – sobre los beneficios del vegetarianismo y sus posibilidades infinitas. Insiste en que hay que buscar la felicidad y que para eso es esencial no escuchar la radio. Durante tres días, yo no podré comer más que manzanas – mi asistente tiene más suerte y se entera de que también le darán uvas y piña – y, con esa información, me encaminan hacia una dependencia que parece propia de un hospital robado. Lo que viene a continuación se resiste a la descripción. Me desnudan totalmente para tumbarme en una camilla cubierta con mantas de las más diversas procedencias – alguna tiene letras árabes – acto seguido el personaje que me atiende y que se cubre la cabeza con un gorrito como el de los pinches de cocina me tapa totalmente con una pasta formada por barro y cebolla. Sólo un estrecho espacio en torno a los ojos queda libre del barro que me tapa hasta el poco pelo que me queda en la cabeza. Después me cubre con mantas y me dice que así me quedaré por dos horas.
La experiencia con el barro es todo menos agradable. No sólo es que me pica hasta el alma, es que no puedo respirar. Aguanto como un jabato hasta que aparece el muchacho, me ayuda a levantarme, me pasa una espátula por todo mi humillado cuerpo y me conduce a una ducha. Por un instante, me temo que salga gas por algún lado, pero es una sensación pasajera. Me ducho aunque reconozco que el olor a cebolla no me ha abandonado cuando, completamente desnudo, me sientan en un recipiente con agua caliente y me ordenan que utilice un jarrito para echármela por todo el cuerpo. En paralelo, me sumergen los pies en un cubo de agua fría. Me enteraré tiempo después de que es para activar el bazo. Yo ignoro completamente para que deseo tener el bazo activado, pero en esos momentos me enjaretan una copa con zumo de manzana. La tomo con cierto alivio. Es lo único medianamente grato que me han encasquetado desde que llegué. Medito sobre la justicia de que me cobren por esto. En las universidades de Estados Unidos, pagan a la gente que se somete a este tipo de experimentos.
Los baños para activar el bazo - ¿de dónde han sacado que el mío es inactivo? – son seguidos por una sesión alterna de toallas ardiendo y gélidas. Con eso concluye la sesión de la mañana, antes de servirme un plato con tres manzanas.
Dado el viaje, la falta de sueño y el barro, yo hubiera esperado dormir la siesta. Gran error. Apenas he terminado las manzanas, me llevan de nuevo a la sala de las camillas y me envuelven esta vez en mandioca y cebolla por hora y media. Luego vienen de nuevo las sesiones de agua fría y caliente y las de toallas. Cuando acaba todo, llevo más de seis horas de innegable padecimiento corporal al que se suma otro plato de manzanas. R aparece para contarme lo mucho que espera de este viaje y lo extraordinario que es el lugar donde me encuentro.
Ahorraré al amable lector los detalles sobre esos tres días. La gente del enclave multiplica las historias de curaciones de cáncer, de diabetes, de todo lo que se pueda pensar. Yo me siento profundamente escéptico a diferencia de mi asistente. Me pregunto si nuestra óptica se debe a que le dan uvas y piña mientras que yo sigo circunscrito a la manzana. Para colmo, descubro que enfrente del lugar hay un restaurante donde se anuncian croquetas, empanadas y milanesas. A pesar de todo, no salto para entrar en él y lo atribuyo a la debilidad de comer sólo manzanas o quizá al deseo de obedecer todas las instrucciones no sea que prolonguen mi estancia allí por quebrantamiento de condena.
Aunque R se pasa de vez en cuando por el lugar no consigo hacerme una idea más amplia de lo que me espera. Una tarde, me acerco con mi asistente al salto de agua cercano. Es bellísimo, pero por algún momento he sentido la tentación de lanzarme a sus profundidades. Ignoro si debo atribuirlo a la dieta de manzanas o a un bazo que ya no se aguanta de reactivado.
El cuarto día, R anuncia que no puede venir a recogernos y me sugiere que me someta al tratamiento otra jornada más. Antes la muerte. Al final, a media tarde conseguimos salir. R, por supuesto, no nos invita a comer mientras nos traslada a Ciudad del Este en un automóvil cuya puerta delantera de la derecha se cae literalmente. Mi cinturón de seguridad parece comido por roedores y temo que no pueda cumplir su cometido. Descubriré entonces con creciente desazón que el hecho de que mi asistente y yo debamos alimentarnos varias veces al día a R le trae sin cuidado. Salvamos la jornada gracias a una pizza vegetariana que me regala el dueño del establecimiento. Buen tipo a fin de cuentas aunque me ha hecho lo que no me habían hecho jamás. Mi asistente exuda satisfacción por el tratamiento, yo, en cambio, agradezco abandonar el lugar. Sospecho que mi bazo también.
CONTINUARÁ