No he pretendido complacer a nadie sino dejar constancia de lo que señalan las fuentes hispanas e indígenas más allá de los clichés que gustan más a aquel lado del Atlántico que a éste. Como era de esperar, los fanáticos, los ignorantes y los nada dispuestos a abandonar sus prejuicios frente a la verdad histórica, se han tomado muy mal lo expuesto mientras que los que se han limitado a aceptar la realidad de las fuentes han tenido magníficas reacciones. También debo dejar constancia de que en el continente americano las reacciones han sido mayoritariamente positivas porque la leyenda rosada – y ésa sí que es leyenda – de la Conquista no la cree nadie que haya leído algo y sepa de lo que habla libre de las ataduras de tener que defender posiciones políticas o religiosas más que identificables. Nada me ha sorprendido.
Dicho esto, el gran problema de la desaparición del imperio inca – o de otras culturas amerindias – fue ya no tanto su extinción como lo que vino después de la misma manera que lo peor de la caída del imperio romano no estuvo en su desplome sino en lo que lo sustituyó. Durante casi tres siglos, los territorios del antiguo imperio inca se vieron sometidos a una explotación colosal cuyos beneficiarios fueron escasos. Por supuesto, conquistadores, encomenderos y frailes se aprovecharon del expolio, pero sabido es que los conquistadores comenzaron a matarse entre ellos – Pizarro incluido – antes de acabar la Conquista; que España desperdició el oro de las Indias en la causa de la Contrarreforma – como, por otra parte, propugnaban los frailes en sus escritos de legitimación de aquella opresión más que inicua – y que los españoles de a pie en su inmensa mayoría – como sucedió con los indígenas – no se beneficiaron lo más mínimo de aquella explotación colonial que algunos se empeñan en decir que no fue colonial y que tampoco fue explotación. La Corona que tenía que haberse beneficiado en realidad derrochó el metal en causas que no aprovechaban a España; los españoles padecieron los resultados del mal gobierno; los que estaban enfrente fueron arrollados en medio de un diluvio de sangre y sólo la iglesia católica obtuvo unos beneficios en empresas que legitimó espiritualmente, pero en las que no arriesgó nunca gran cosa. No era la primera vez ni sería la última.
Partiendo de ese panorama histórico, no sorprende que, cuando se inició el proceso de emancipación de Hispanoamérica, los criollos del Perú – españoles a fin de cuentas – dudaran entre si sumarse a la rebelión o mantenerse leales a la metrópoli. Fue la intervención del argentino San Martín la que acabó por impulsarles – más por conveniencia que por convicción – a la independencia. Pero lo que vino después presentó enormes tinieblas que se extienden hasta la actualidad. La primera constitución peruana – cometiendo el mismo error que la de Cádiz de 1812 – consagró a la iglesia católica como religión oficial y única y prohibió la libertad más importante – la de conciencia – lastrando la Historia posterior del Perú. Nada importaba que Estados Unidos hubiera consagrado la libertad religiosa y la separación de la iglesia y el estado porque la iglesia católica combatiría encarnizadamente ambos supuestos. Lo que vino después no podía ser bueno por que Perú – como España, como otras naciones de Hispanoamérica – siguió arrastrando toda una cosmovisión que se revelaría fatal en los siglos siguientes. Su vivencia de la política seguiría siendo la de la Conquista española, es decir, conquistar y repartir entre las mesnadas el fruto del expolio originando una corrupción inmensa. Su visión del trabajo sería la católica tan diferente de la bíblica recuperada por la Reforma del siglo XVI. Su visión de la educación tampoco sería para su desgracia la de un acceso de todos – de forma general y gratuita – a la educación propia de la Reforma protestante del siglo XVI sino la de la educación de élites que regirían a la masa a su capricho, por supuesto, dentro del dogma católico. No tendría Perú una ley de educación hasta bien entrado el siglo XIX, apenas unos años después que España porque España no había pensado jamás en una educación general como las que ya a inicios del siglo XVI pusieron en funcionamiento la protestante Ginebra o la no menos protestante Escocia. Y, por supuesto, fruto también de esa visión hispano-católica fue la ausencia de una separación de poderes y la falta total de responsabilidad política, fenómenos ambos tan habituales en naciones católicas. Con semejante lastre, el Perú padecería una Historia similar a la de España, Italia u otras repúblicas hispanoamericanas. Cuando la situación económica iba bien – Perú disfrutó de los metales preciosos, pero también del guano y del caucho – parecía que el país iba a avanzar y existía una sensación de prosperidad. Sin embargo, al cabo de unos años, el edificio se desplomaba con sus secuelas de deuda, pobreza y, por supuesto, violencia. No debe sorprendernos porque, como en España o México o Argentina, no existían los cimientos colocados por la Reforma sino los de la visión católica. Como si se tratara de una noria, Perú – como España o México o Argentina – iba desperdiciando sus oportunidades y tras ella daba la sensación de que sólo volvía al punto cero. No era así porque a la casilla de salida es casi imposible regresar siquiera porque no se está solo en el planeta. Pero, vez tras vez, el fracaso se producía en medio de corrupción, clientelismo político, deuda y búsqueda de soluciones mágicas. Hay quien ha dicho que tras doscientos años de independencia, el Perú no puede culpar a España por sus males. Es cierto. Perú y los peruanos son responsables de lo que suceda en sus respectivos ámbitos como España y los españoles. Sin embargo, ambas naciones son víctimas más que seculares de una cosmovisión – la de la Contrarreforma – que ha significado una verdadera maldición histórica para ambas. Si algún aspecto positivo tuvo la colonia – por ejemplo, el uso del español, lengua común al resto del subcontinente – no fue tanto por sino a pesar de lo sucedido. Sin embargo, en términos generales, lo cierto es que al inmenso trauma de la conquista y del expolio posterior se sumó la inyección de una cosmovisión que no sólo ha dado nefastos resultados sino que encadena a todas las naciones que la han sufrido a repetir una y otra vez sus errores y a padecer las horribles consecuencias. Sólo cuando esas naciones – Perú y España entre ellas – comprendan que la raíz de sus males es muy anterior a las últimas décadas; que deben librarse de esa raíz para salir adelante y que existe una posibilidad de progreso que, a decir verdad, sólo se ha dado de manera sostenida en las naciones que se asentaron sobre los principios bíblicos recuperados por la Reforma habrá una posibilidad de escapar de un destino aciago y de afrontar el porvenir de una manera sensatamente optimista. Mientras no se den esos pasos, a esas naciones habrá que repetirles lo que estaba escrito a la puerta del infierno de Dante: “abandonad toda esperanza”. Abandonadla por que la corrupción, la mentalidad de conquista, la mentira y el hurto como pecados veniales, el sectarismo tuerto que prefiere a los criminales propios que a los herejes aunque sean santos, la visión del trabajo como castigo, el distanciamiento educativo y científico y tantos males que habéis sufrido durante siglos os seguirán acompañando.
(FIN DE LA SERIE)