Viernes, 29 de Marzo de 2024

Desde Perú (VIII): La legitimación espiritual del expolio

Miércoles, 29 de Julio de 2015

Cuando se observa imparcialmente lo que fue la conquista del Perú y la subsiguiente explotación colonial, cuando se examina especialmente la suerte de una población indígena que fue explotada sin limitaciones y que se desplomó numéricamente no pudiendo recuperarse hasta el siglo XX y cuando se busca la razón de que aquella situación la pregunta que resuena es cómo pudo todo aquello ser posible.

Naturalmente, se puede hacer referencia a la nada oculta codicia de los conquistadores, a la cultura de conquista y reparto que procedía de España y a otros factores innegables y semejantes. Todo ello es parte de la respuesta, pero no toda la respuesta. En realidad, si todo pudo sostenerse sin provocar protesta alguna salvo alguna voz aislada como la de Las Casas fue por algo que, casi de pasada, mencionó el papa Francisco en su última visita a Bolivia: los crímenes perpetrados por la iglesia católica durante la Conquista. A decir verdad, sin el armazón ideológico y legitimador proporcionado por la iglesia católica es dudoso que el sistema no sólo se hubiera consolidado sino que hubiera sido tan profundamente perverso. De nuevo, las fuentes históricas – y no los panfletos autolaudatorios – son claras.

La justificación para invadir, someter y saquear estuvo siempre en la afirmación de que se iba a evangelizar a los indios. Ya Colón adujo semejante legitimación aunque en su diario de viaje se vea cómo el oro era una finalidad indiscutible de la expedición. En el Perú, donde a diferencia de Colón, se encontró un imperio inmensamente rico ambos aspectos se acentuaron. Por supuesto, la iglesia católica no iba a presentar su mensaje de manera persuasiva y dialogada. Como llevaba haciendo desde hacía siglos, intentaría imponerlo a sangre y fuego y desarrolló así desde el principio una política de agresión y destrucción de la religión existente. Mientras conquistadores y frailes se apoderaban de tierras consagradas al culto del sol y de los huacas, se procedió al arrasamiento de los templos de la religión nativa. No sólo eso. También se insistió en cambiar otras costumbres como la del enterramiento de los difuntos. Los frailes obligaron a desenterrar los cadáveres de los indios y depositarlos en cementerios consagrados. Las órdenes se obedecían bajo coacción, pero, por la noche, los indios volvían a sacar los cadáveres de sus seres queridos para llevarlos a tumbas tradicionales. Era sólo un ejemplo – uno tan solo - de resistencia ante la opresión religiosa de los frailes.

Para remate, al lado de la inmensa violencia, se produjo una labor de adoctrinamiento denominada con bastante optimismo “evangelización”, pero que resultó más que incompetente. Los misioneros católicos estaban acostumbrados a moverse entre una audiencia favorable o, al menos, amedrentada en grado suficiente como para no plantear la menor resistencia. Fue el caso del tercio de los judíos españoles que durante los pogromos de 1391 se convirtieron al catolicismo para escapar de la muerte. A pesar de semejantes “éxitos” que la jerarquía católica no creía del todo en que la audiencia fuera sumisa lo demuestra las persecuciones inquisitoriales dirigidas contra los mismos católicos. En el Perú la situación se presentaba aún peor. Las fuentes señalan una y otra vez que los misioneros eran todos menos eficaces en su labor espiritual. En una España ya católica podían empujar a la gente a la práctica siquiera superficial de la religión católica. En el Perú, las fuentes señalan como años después de la conquista, los indios a lo sumo sabían recitar el Ave María y alguna oración. Garci Diez en su viaje de inspección encontró aldeas enteras donde ni un solo indio había sido convertido y, por supuesto, descubrió que los misioneros ignoraban la lengua indígena esperando que los indios aprendieran español. Sin embargo, si en el terreno misional eran muy deficientes, en el económico los frailes demostraron ser muy hábiles, por supuesto, en beneficio propio. Garci Diez de nuevo nos comenta cómo los clérigos comerciaban con los indígenas, cómo se valían de testaferros para desposeer a los indios y cómo incluso, pretextando razones religiosas, castigaban a los indios sólo con la finalidad de obligarles a someterse a sus condiciones de comercio. Garci Diez señala incluso que, por ejemplo, muchos indios fueron detenidos acusados de brujería, pero que la razón fundamental era tenerlos esclavizados al servicio de los frailes en tareas como tejer ropa. La catequesis no avanzaba mucho, pero el despojo de los indígenas iba sobre ruedas y los frailes formaban parte más que activa del mismo.

A la idea de la agresión – innegable – y de la actitud de los frailes más interesados en lucrarse que en transmitir el evangelio, se sumó otro aspecto que tiene enorme importancia y que pesó considerablemente en el ánimo de los indios para ver con desprecio la religión católica. Los frailes insistían en que los indígenas eran idólatras puesto que rendían culto a imágenes de sus divinidades. La respuesta de los indios fue afirmar que los católicos eran también idólatras puesto que también rendían culto a las suyas. Al respecto, es más que revelador el manual de confesión de Diego Torres escrito en torno a 1584. Entre las opiniones de los indios recogidas en el citado texto aparece la afirmación de que “como los christianos tienen ymágenes y las adoran, así se puede adorar las Huacas. Ídolos, piedras que ellos tienen. Y que las ymágenes son los Idolos de los christianos…”. A la luz de la enseñanza de la Biblia contenida en pasajes como Éxodo 20: 4 ss no cabe duda de que los indios estaban cargados de razón y, vista la conducta, de los frailes no encontraban razones de peso para cambiar una idolatría por otra. El mismo Diego Torres reúne un listado de aquellos dogmas que los indios – supuestamente católicos - no creían y hay que llegar a la conclusión de que no creían en ninguno. Se les podía obligar a bautizarse e ir a la iglesia, pero a creer… eso era otro cantar. En 1579, Antonio de Zúñiga en una carta enviada a Felipe II reconoce que los indios no eran más católicos que al inicio de la Conquista y que fingían cuando se arrodillaban o rezaban en la iglesia. Es cierto que la iglesia católica – como había sucedido en el siglo IV con Constantino – intentó absorber en su seno las prácticas paganas para facilitar la entrada de los indios y, por ejemplo, la celebración del sol en Cuzco la sustituyó por el Corpus Christi y el desfile de las momias por el de las imágenes. Sin embargo, el resultado de este sincretismo – como en el siglo IV – fue bien revelador. En 1613, el visitador de Huacara podía relatar cómo los indios colocaban incluso sus imágenes en la puerta, el interior y la sacristía de la iglesia católica y cómo, al levantar el altar, descubrieron “más de cien venablos completamente manchados y salpicados por la sangre de los animales que sacrificaban a los huacas”. Si la “evangelización” era el argumento para llevarse el oro y la plata del Perú, hay que reconocer que lo que se enviaba a Europa no tenía mucha justificación. A decir verdad, los indios seguían desconfiando de aquellas gentes con hábito más entregadas al saqueo que a tareas religiosas y lo mismo sucedía con el mensaje que predicaban. En el Archivo Arzobispal de Lima abundan los documentos que señalan cómo en pleno siglo XVII seguía existiendo en la clandestinidad un sacerdocio indígena que mantenía encendida la llama de la antigua religión. Por ejemplo, el tiempos de la gran viruela, un sacerdote llamado Guarguanto instó a los indios para que se librasen de todos los objetos católicos como las imágenes para librarse de la enfermedad y así lo hicieron. Para colmo, las fuentes relatan cómo en algún caso el fraile que se enfrentó con las imágenes indias las oyó hablar y “cayó como desvanecido”. En otras palabras, a pesar de la destrucción y de la violencia y salvo algunos casos, la iglesia católica no logró imponerse más que en el exterior y a costa de aceptar un culto sincrético como había sucedido en Europa desde, al menos, el siglo IV. Para colmo, enfrentada con los ídolos indígenas, éstos demostraron en algunas ocasiones ser más poderosos espiritualmente que los de importación. La misión de los clérigos, en teoría, era evangelizar, pero, en la práctica, se dedicó a aprovecharse de los frutos de la Conquista despojando, saqueando y explotando y aceptando como triunfo el que una población que la consideraba idólatra rindiera culto exterior. No era lo mejor, pero se manifestó, en general, incapaz de ir más allá. Con ese trasfondo, no puede sorprender que se justificara el expolio teológicamente.

 

En términos generales, la servidumbre de los indios se justificó apelando a la filosofía de Aristóteles – base de la de Tomás de Aquino – que sostenía que hay pueblos que están destinados a la esclavitud por su naturaleza. Los escritos de clérigos católicos sosteniendo esa posición apelando además al filósofo griego son uno de los episodios más reveladores de la Historia colonial que, por supuesto, se suelen pasar por alto en España y no digamos ya en el seno de la iglesia católica. Con todo, han dado lugar a excelentes monografías que dejan de manifiesto lo que había en la cabeza y en los corazones de conquistadores y, sobre todo, de frailes. Sin embargo, no fueron lo único escrito en ese sentido.

Posiblemente, uno de los ejemplos más descarnados y terribles de la legitimación católica del expolio de los indios sea el denominado Memorial de Yucaydirigido en 1571 al virrey del Perú por un jesuita llamado Jerónimo Ruiz del Portillo que además era su confesor. A esas alturas, en Perú seguía existiendo un estado inca de relevancia que, lógicamente, no tenía la menor intención de someterse al dominio español. El Memorial indicaba por qué había que someter a los indígenas y porque era totalmente lícito quedarse con sus propiedades y para ello apelaba a argumentos políticos, raciales y religiosos. En primer lugar, resultaba legítimo que los españoles arrebataran sus riquezas a los indios porque ese metal era la base para poder combatir a los herejes en Europa. Por otro lado, ese metal servía también para pagar el esfuerzo de evangelización realizado por España en América.

Por añadidura, españoles e indios pertenecían a dos razas – blanca y roja – similares a dos hijas a las que su padre quisiera casar. La primera, bella e inteligente, no planteaba problema alguna, pero la segunda, la india, era muy fea, con legañas, estúpida y bestial. Para poderla casar necesitaba de una dote y ésta no era otra que el metal americano que los españoles se llevaban.

Por supuesto, al jesuita no se le pasaba por la cabeza pensar en lo que los indios llevarían sintiendo desde hacía décadas al ver cómo se aniquilaban sus creencias, cómo se les sometía a esclavitud, cómo se les despojaba de tierras o cómo se abusaba de sus mujeres e hijas. Quizá el hijo de san Ignacio autor del Memorial – ¡que algunos ignorantes presentan como un escrito favorable a los indios! – estaba convencido de verdad de que, siendo tan feos y estúpidos, no sentían esos agravios y latrocinios. Por supuesto, el jesuita arremetía contra Las Casas – el único que había alzado la voz y al que el clero sometía a un acoso encarnizado – por revelar la verdad de lo que sucedía en las Indias y lo hacía con un argumento muy católico a fuer de español: sus palabras servían de ayuda a los herejes protestantes. En 1555, Las Casas había recibido un trato aún peor si cabe del célebre fray Toribio de Benavente, alias el padre Motolinia que escribió a Carlos V quejándose de que se publicara la verdad. La carta de Motolinia, descubierta en 1867, constituye una verdadera radiografía de lo que fue la acción de la iglesia católica en América. Motolinia, un misionero franciscano en México, no fue de los peores ya que incluso se preocupó de los indios, pero para él resultaba evidente que el único futuro de los indígenas era el de servir a los españoles y dejarse adoctrinar. Es leer la carta y tener la sensación de que el piadoso misionero contemplaba a los indígenas de México como a retrasados mentales a los que sólo podía ofrecérseles un futuro de servidumbre a la Corona y de sumisión a la iglesia católica, por supuesto, sin preguntarles jamás su opinión y despojándolos de lo que apetecieran frailes y conquistadores. Desde esa perspectiva, Las Casas resultaba odioso.

 

En otras palabras, que fueran o no verdad los datos proporcionados por las Casas, carecían para el jesuita – como antes para Motolinia - de importancia, lo que era intolerable es que obstaculizaran el plácido disfrute del expolio y que, siendo verdad, sirvieran a los adversarios. Reflexione el lector y pregúntese cuántas veces no ha escuchado argumentos semejantes para que se acalle una verdad incómoda. Y piense un poco más y pregúntese cómo se sentiría si un musulmán escribiera un memorial dirigido al califa del Estado Islámico señalándole que debía invadir España, someter a sus habitantes a la servidumbre, imponer el islam y quedarse con todas las riquezas por la sencilla razón de que mediante el expolio de España se puede combatir mejor a los infieles y además nuestra raza es fea y legañosa. Esa era exactamente la argumentación del hijo de san Ignacio autor del bochornoso Memorial.

Ya en 1542, Las Casas había anunciado un gravísimo castigo de Dios sobre España por lo que estaba haciendo en América. Por supuesto, nadie lo escuchó y los que menos lo hicieron – a decir verdad, reaccionaron con enorme virulencia contra él – fueron los clérigos católicos que se aprovechaban del expolio en términos materiales, que estaban extendiendo su poder espiritual sobre millones de seres humanos, que no pronunciaron ninguna condena contra el abuso sexual que padecían las indias y que, por supuesto, proporcionaban a aquellas conductas una legitimación teológica aunque nos horrorice al leerla como en el caso del texto del jesuita que era confesor del virrey del Perú. Cualquier persona con un mínimo de sensibilidad sólo puede sentir espanto ante estos hechos más que corroborados por las fuentes por encima de panfletillos y consignas, pero ese espanto se acrecienta al saber que se bendijo todo con agua bendita y que se alegó como razón para perpetrarlo la predicación del Evangelio, un evangelio que no pocos indios contemplaron simplemente como la sustitución de una forma de idolatría por otra.

CONTINUARÁ

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