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Miércoles, 13 de Noviembre de 2024

Desde Washington (III): en el monumento a Jefferson

Lunes, 26 de Octubre de 2015

Washington es una ciudad dotada de una elegancia poco común. Aúna la belleza de ciudades europeas como París, Madrid o Viena con un estilo hermosamente americano.

Donde mejor se percibe esa especial, casi me atrevería a decir delicada, belleza es en sus monumentos. No conozco otro lugar del mundo donde los espacios y la majestuosidad se combinen como en Washington. Ciertamente, hay obeliscos en la plaza de San Pedro en el Vaticano o en el centro de París, pero su emplazamiento parece mezquino y pobre cuando se compara con el monumento a Washington que se yergue en un espacio abierto y en un entorno no sólo nada recargado como la basílica de san Pedro sino de una sencillez sublime. Sí, es cierto que tanto en el Vaticano como en París los obeliscos cuentan con el aliciente de la antigüedad y de ser genuinamente paganos, pero aun con el peso de los años no llegan al grado de grandeza del obelisco washingtoniano que es mucho más sencillo y, a la vez, más imponente. Algo semejante sucede con el monumento dedicado a Thomas Jefferson.

La belleza de las formas del edificio cuenta con pocos paralelos en el mundo y para encontrarlos tendríamos que retrotraernos quizá al Partenón. Sobriedad, grandiosidad, elegancia, belleza, sublimidad, sencillez son sólo algunas de las palabras que podrían definirlo, pero hay más, muchas más. Los autores se limitaron a colocar una gran estatua de Jefferson bajo la impresionante cúpula y a colocar en torno a ella algunos fragmentos de sus obras. con eso bastaba porque Jefferson fue un gigante de su época y, con certeza, lo seguiría siendo en la nuestra. Su saber era renacentista y su dominio de las más diversas lenguas incluyendo las clásicas resultaba más que notable. A la vez fue uno de los Padres fundadores de Estados Unidos y el autor de la Declaración de independencia que, por cierto, se inspiró en una declaración previa de carácter puritano conocida como la Declaración de Mecklenburg.

A pesar de su vastísimo saber, Jefferson sería totalmente incomprensible sin las referencias a la Biblia y sin el trasfondo netamente protestante de su formación. Se definió una y otra vez como cristiano e insistió en que su modelo moral era Jesús. Para muchos protestantes hubiera sido un heterodoxo y los católicos lo habrían arrojado a la hoguera sin pestañear, pero pocos políticos habrán sido más inspirados por las enseñanzas de las Escrituras que Jefferson. Leerlo hoy implica bañarse en una visión de la democracia extraordinariamente sensata, avanzada y justa y muy por delante de la aplastante mayoría de los políticos de hoy en día.

Era profundamente creyente – en su monumento se recoge la cita en la que afirma que temía por su nación porque creía en un Dios justo y sabía que, tarde o temprano, castigaría la esclavitud – pero, en la línea del protestantismo, estaba convencido de que había que permitir libertad para todas las creencias aunque no se le escapara el carácter peligroso de la iglesia católica que, por aquel entonces, no dudaba en torturar y ejecutar a cualquier disidente y aún proporcionaba al papa el supuesto placer de escuchar música entonada por niños castrados con esa finalidad. Una y otra vez Jefferson insistió en que su modelo moral era Jesús y, seguramente por eso mismo, fue un firme partidario de la separación de la iglesia y el estado. Amaba a su nación, pero insistió en que el disidente suele ser el mejor patriota. Como tercer presidente, consolidó los Estados Unidos, pero sabía que los impuestos y la deuda pública eran una maldición. Participó en la revolución americana, pero pudo jactarse de que evitó la guerra durante su estancia en la Casa Blanca ya que es una auténtica desgracia para una nación aunque la gane. Desconfió – como todos los Padres fundadores – de las alianzas militares permanentes – con seguridad habría aborrecido la NATO – consciente de su carácter dañino. Defendió la necesidad de la educación de todos – otro signo de la herencia protestante – en la convicción de que un pueblo sin educación acaba siendo víctima de la demagogia. Insistió una y otra vez en la separación de poderes – otro fruto de la Reforma que jamás ha cuajado en las naciones católicas – como requisito indispensable para una democracia. Podría seguir multiplicando los ejemplos de la actualidad de Jefferson, pero creo que éstos son más que suficientes para dar una idea del personaje. Y sí, sé que se ha repetido una y otra vez que, tras enviudar, tuvo una amante negra llamada Sally Hemmings. La acusación la lanzaron sobre él sus enemigos políticos y ha llegado hasta nuestros días a través de películas y libros. Sin embargo, un análisis reciente de ADN determinó que de los seis hijos de Sally cinco con seguridad no tuvieron como padre a Jefferson y uno pudo tenerlo a él o a otros miembros de su familia de los que un hermano parece el más posible. Teniendo en cuenta lo que hemos visto en los últimos años, es más prudente que me calle y no siga por ese derrotero.

Ni que decir tiene que cuando se piensa en sus contemporáneos hay motivos más que suficientes para reflexionar porque, por ejemplo, en España, el rey – que fue de los mejores – trabajaba una hora al día y se dedicaba el resto de la jornada a cazar; la Inquisición seguía actuando sin freno; los ilustrados procuraban no hablar mucho porque el Santo Oficio caía sobre ellos y el pueblo podía ser lanzado como un rebaño en acciones como el motín de Esquilache contrarias a un mínimo avance de la sociedad. Sí, nos queda la Puerta de Alcalá, pero…

Releyendo los textos de Jefferson que aparecen en su monumento aparece la visión genial de alguien que creía en el Dios que actúa de manera providencial – pero también como juez – en la Historia; que defendía la igualdad y la libertad cuando semejantes metas siguen siendo utópicas en una España donde hay regiones, segmentos políticos, estamentos sociales e incluso una confesión religiosa que disfrutan de privilegios intolerables; que era consciente de que el Creador ha dotado a todos los hombres de unos derechos inalienables como “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad” – y no que el estado te mantenga sin merecerlo a costa de otros - y que defendió que una prensa libre era más importante para la salud de la democracia que los partidos políticos sin los cuales ésta podría sobrevivir sin mayores problemas.

Jefferson fue el fundador del partido demócrata, pero, sobre todo, fue uno de los gigantes indiscutibles a los que se honra monumentalmente en esta ciudad de Washington. Hoy, al pasear al lado de su estatua y leer los fragmentos de sus obras reproducidos en las paredes del lugar no pude evitar la sensación de estar cerca de una de las cumbres de la Historia humana.

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