En primer lugar, en el Quinto centenario de la Reforma, pero vinculado a los aspectos de libertad y desarrollo económico; en segundo lugar, mi libro El águila y el quetzal donde analizo la evolución histórica de Guatemala y, finalmente, la manera en que la situación actual de Venezuela influye a Hispanoamérica. Los tres temas eran para mi más que cercanos y resultó un placer exponerlos. Así, el lunes, dediqué al tema venezolano una exposición para alumnos de Estudios políticos y relaciones internacionales; el martes, di una conferencia a alumnos de Liberal Arts sobre El águila y el quetzal y el martes, tuve una exposición para pastores sobre Libertad religiosa y progreso económico también en la Marroquín. Al mismo tiempo, durante esos dos días, pasé por varias entrevistas de radio y televisión y establecí contactos con el Instituto Fe y libertad. En todos y cada uno de los casos, la Marro brilló por una excelente preparación y, sobre todo, por su nivel académico. Sus profesores podían aparecer por clase con ropa informal – no con coleta como Pablo Iglesias, eso no… ¡por Dios! – pero el nivel académico era impresionante. La posibilidad de exponer con total libertad, la flexibilidad de los curricula, la insistencia en mantenerse cerca de la actualidad intelectual, la formación de un espíritu crítico entre los alumnos, el interés de éstos por desmenuzar aún más los temas expuestos fueron sólo algunas de las características de esos dos primeros días que resultaron más que gratos.
El tercer día de mi estancia en Guatemala iba a concluir con la presentación de mi libro El águila y el quetzal en la librería Sophos, la mejor de la ciudad, pero antes vino precedida por un viaje a Antigua.
Semejante episodio constituyó un gesto de elegante hospitalidad por que el vicerrector de la universidad se prestó personalmente a acompañarme a este enclave que, desde hace años, he querido conocer. De entrada, les adelanto que Antigua es un destino obligatorio no sólo en Guatemala sino en todo el continente de la misma manera que lo es, por ejemplo, Cuzco o México DF. Antigua fue conocida durante la época de la colonia como «Santiago de los Caballeros de Guatemala», y fue la capital de la Capitanía General de Guatemala entre 1541 y 1776. En este año, un terremoto sacudió la ciudad – la tercera vez en ese siglo – y las autoridades españolas consideraron que la ciudad debía ser trasladada a Nueva Guatemala de la Asunción. De esa manera, mataron varios pájaros de un tiro porque no sólo trasladaron la capital a un lugar más moderno y, por supuesto, seguro sino que además aprovecharon para debilitar a las órdenes religiosas de las que – con no poca razón – desconfiaban. Se pensaba que el que tuvieran que mudarse de edificios muestra de su poder a otros más pequeños les daría una lección acerca de quién mandaba en las Indias. ¡Pobrecitos!
La verdad es que la gente se resistió a abandonar Antigua y recurrieron a los expedientes más peculiares para lograrlo. ¿Que no se construía? Ocupaban lo abandonado. ¿Qué no se podía criar ganado? Se construían palomares clandestinos. En 1821, tras la independencia, Antigua recuperó la categoría de ciudad. Aún pasaría tiempo hasta que volviera a ser habitada formalmente, pero, a día de hoy, resulta un lugar delicioso en el que se puede regresar al pasado colonial. Permítanme darles algunos ejemplos aunque no tengo ánimo de ser exhaustivo.
Cuando se pasea por Antigua, no pocas veces le asalta a uno la sensación de estar transitando por enclaves de la Mancha o Andalucía. Si al doblar una esquina, hubiera aparecido don Quijote o Plinio, confieso que no me hubiera sorprendido lo más mínimo. Como en tantos lugares, allí está España, pero coloreada con los vivos tonos cromáticos de las Indias. La misma estructura de la ciudad podría uno encontrarla en Chinchón o en Tomelloso. Pero eso es sólo el principio.
Sentarse en el lugar donde se estableció la primera imprenta de Centroamérica en 1660 – fue la tercera colonia española con esa bendición – ante el ayuntamiento erigido en 1743 – o pasear por las ruinas de la gran iglesia de los jesuitas castigada por el terremoto no tiene, sinceramente, precio. Es regresar a un pasado donde, cuando menos se espera, uno se da de bruces con una placa recordando al extraordinario y admirado Bernal Díaz del Castillo, el audaz soldado que relató como nadie la conquista de Centroamérica por Hernán Cortés. Me repele bastante que cada vez que se habla de la Conquista se insista en los tópicos de la leyenda negra o de la leyenda rosada, ambas con ciertos elementos de verdad, pero, esencialmente, falsas. Mi consejo siempre es que se lea a los historiadores de Indias para ver lo que ellos mismos relataron. Pues bien si hay que empezar por un historiador de Indias lo ideal es o Colón o Bernal Díaz del Castillo, pero la segunda lectura es mucho más sabrosa. Ahí se perciben a la perfección las luces y las sombras de esta gigantesca epopeya y de manera muy especial la extraordinaria gesta de gentes en apariencia comunes, pero capaces de arrostrar peligros sin cuento por codicia, amor a la aventura o sentido del honor.
También en este terreno la Marroquín ha realizado aportes más que notables. Basta ver al respecto su restauración del lienzo Quauhquechollan que reproduce uno de los episodios menos conocidos, pero sustancioso, de la Conquista, episodio en el que los españoles – como franceses e ingleses – supieron lograr la alianza de tribus indígenas para batir a otras. La visita a ese museo resulta, desde luego, visita obligada, pero es un paso previo a uno de los puntos del trayecto absolutamente ineludible. Me refiero a la Casa Popenoe. Pero de ello, junto con otras cosas sabrosas y dignas de relatar, hablaré mañana.
CONTINUARÁ