En otras palabras, la Inquisición española no era tan mala simplemente porque otros perpetraron atrocidades semejantes. El argumento es muy débil porque equivale a decir que Auchswitz no fue tan terrible dados los crímenes de Stalin o que el GULAG no fue tan espantoso porque existieron los campos de Treblinka o Dachau. Deseo adelantar que mi enfoque no va a ser ni el de considerar la Inquisición como un fenómeno especialmente sanguinario – creo realmente que sus efectos dañinos, que fueron terribles, se causaron más en las almas que en los cuerpos – ni mucho menos el de intentar disculpar una mentalidad y unas conductas que me parecen, sin ningún género de atenuantes, que sólo pueden ser calificadas como atroces. En los próximos minutos, intentaré exponer el desarrollo histórico de la Inquisición española, su verdadero efecto en la sociedad española y su impacto psicológico hasta el día de hoy.
Quizá deberíamos comenzar en el año 385 cuando tuvo lugar un episodio de enorme relevancia para la Historia del cristianismo y, en general, para la universal. Por primera vez, un tribunal formado por cristianos decidió llevar a cabo la ejecución de una persona por razones exclusivamente religiosas. Se trataba de un español llamado Prisciliano. Durante los tres primeros siglos de su existencia, el cristianismo podía haber expulsado de su seno a aquellos a los que consideraba inmorales o contrarios a las doctrinas contenidas en las Escrituras, pero nunca había osado utilizar contra ellos la violencia. A partir del siglo IV, el cristianismo comenzaría a utilizar otro tipo de penas contra los considerados herejes siendo la más grave la de destierro. Lamentablemente, no concluiría el siglo sin que la pena capital se sumara a los instrumentos de castigo de la iglesia occidental.
A pesar de todo, el aparato de represión ideológica se mantendría muy limitado en el curso de los siglos siguientes. Estaría en manos del estado, no dispondría de un cuerpo propio de investigación y se aplicaría rara vez. La situación experimentaría un vuelco radical en el siglo XIII por dos razones. La primera fue el inmenso poder que en los siglos anteriores había adquirido el obispo de Roma, a la sazón, reconocido como primado de todo Occidente y la segunda, el surgimiento de un desafío religioso colosal encarnado en la predicación mística de los cátaros y la bíblica de los valdenses. Fue así como en 1229, se estableció la Inquisición.
Debe decirse que su creación no logró acabar con los cátaros y, a pesar de que el papa lanzó contra ellos una cruzada, todavía en 1252, el papa mediante la bula Ad extirpanda decidió acentuar aún más una auténtica política de exterminio. Causa verdadera impresión que casi un siglo después, en 1330, todavía la Inquisición siguiera instruyendo procesos contra los cátaros en Occitania.
La inquisición llegó a España de manera casi inmediata. Cuatro años antes de su creación ya en la Corona de Aragón, el rey Jaime I en 1225 había excluido expresamente de las constituciones de paz y tregua otorgadas en Barcelona “ a todos los herejes, fautores y receptores”. Sobre los vasallos de Jaime I, recaía la obligación no sólo de rehuir el trato de los herejes sino también de delatarlos. Las disposiciones regias no debieron tener todo el éxito esperado porque, de nuevo, el 7 de febrero de 1233, Jaime I promulgó las constituciones de Tarragona ante los obispos de Gerona, Vich, Lérida, Zaragoza y Tortosa y los maestres de las órdenes militares del Temple y del Hospital. En ellas intentaba cortar de raíz la menor posibilidad de expansión de la herejía. Se prohibía, en primer lugar, discutir, en público o en privado, la fe católica so pena de excomunión y de ser considerado sospechoso de herejía. Se ordenaba entregar al obispo del lugar en el plazo de ocho días cualquier ejemplar del Antiguo o del Nuevo Testamento en lengua romance para que se procediera a arrojarlo al fuego. Igualmente, las constituciones señalaban la pena de confiscación para los que hubieran albergado a herejes y entregaba a la inquisición la investigación de las causas, advirtiendo de severos castigos para el que no cumpliera diligentemente con esa tarea. De este documento parte la implantación de la inquisición en España así como su funcionamiento. El clérigo señalaba la herejía. Los dos legos que servían a la inquisición entregaban al detenido al veguer o al baile del lugar. El obispo dictaba sentencia y se lo entregaba al brazo secular para que procediera a castigarlo.
En 1237, acusados de herejía albigense, fueron condenadas 55 personas en el vizcondado de Cerdaña y Castellbó. De ellas, 15 fueron quemados vivos y 18 en efigie. Junto con la extirpación de la libertad de expresión y la represión, vino la prohibición de la Biblia. La persecución llevada a cabo por la iglesia católica contra las Escrituras tuvo un notable éxito. No ha llegado hasta nosotros un solo fragmento de la Biblia procedente de los territorios de la Corona de Aragón anterior al siglo XV.
A pesar de estos antecedentes, el auge de la Inquisición en España se produciría a partir del siglo XV y estaría muy relacionado con un fenómeno como el de los denominados “cristianos nuevos”. En 1391, estalló en España una oleada de pogromos directamente impulsados por la iglesia católica que concluyeron con el exterminio de una tercera parte de los judíos españoles, la conversión de una tercera parte de los judíos al catolicismo y la supervivencia del tercio restante como judíos crecientemente acosados. El temor a que los judíos convertidos al catolicismo – “cristianos nuevos” - hubieran dado ese paso sólo por deseo de salvar la vida y que ellos y sus descendientes practicaran el judaísmo en secreto fue determinante para la creación de una inquisición típicamente española que surgiría durante el reinado de los llamados Reyes Católicos.
Pocos reinados han tenido una relevancia similar sobre la Historia de España al de los Reyes católicos. A ellos se debió la reunificación de España – aunque resultara incompleta porque no pudo integrar a Portugal – el final de la Reconquista, el paso triunfal a Italia y el descubrimiento de América. Con ellos se consumó un proceso iniciado siglos atrás, pero nunca concluido, de modelación del alma nacional sobre los patrones – y los intereses – de la iglesia católica. En esa modelación específica, más ligada a la religión que al sentimiento nacional, más vinculada a la agenda de la iglesia católica que a los intereses puramente nacionales, tendrían un papel extraordinario dos decisiones trascendentales impulsadas por los Reyes católicos. La primera fue la implantación de la Inquisición y la segunda, la expulsión de los judíos.
Ya en 1461, el franciscano Alonso de Espina había solicitado, con el respaldo de otros miembros de su orden, que el rey Enrique IV decretara una inquisición general en los territorios de la Corona de Castilla. Se trataba de un paso habitual en las órdenes mendicantes, entregadas de manera especial a la persecución de disidentes y a la propagación del antisemitismo. La finalidad de la nueva institución debía ser el descubrir a aquellos conversos que practicaban el judaísmo en secreto y castigarlos con la pena de hoguera si fuera estimado conveniente.
En teoría, la inquisición ya utilizada en Francia y Aragón era un instrumento de eficacia contrastada. Sin embargo, Enrique IV no quedó nada convencido por los argumentos de Alonso de Espina. Finalmente, la inquisición quedó sometida a los obispos y sólo actuó en Toledo. El resultado fue que las autoridades eclesiásticas llegaron a la conclusión de que la supuesta existencia de multitudes de cripto-judíos era un mito y que además puestos a encontrar herejes lo mismo se hallaban entre los cristianos nuevos que entre los denominados “lindos” o viejos. El dato resulta de enorme importancia porque muestra hasta qué punto la tesis de que España estaba rebosante de judíos ocultos carece simplemente de base . Ciertamente, no fueron pocos los que pidieron el bautismo por temor o por conveniencia, pero al cabo de unas décadas la mayoría de ellos y sus hijos se habían asimilado totalmente.
Sin embargo, una cosa era la realidad y otra lo que muchos deseaban creer. En una sociedad en que los conversos estaban demostrando una extraordinaria capacidad para ascender, era tentador creer que, en realidad, sólo eran peligrosos hipócritas y herejes. Esos cristianos nuevos, de ascendencia judía, eran, en suma, un colectivo al que había que castigar y, de paso, privar de sus posiciones. Todo ello acontecía alentado por órdenes religiosas que, a través del mecanismo del miedo, eran conscientes del aumento de su peso social.
La lucha por el poder utilizando como arma el antisemitismo resulta innegable y los puestos por los que se luchaba, fáciles de identificar. En la corona de Aragón, la vicecancillería regia, las secretarías, el bailío general y cargos como los de copero, despensero mayor, lugarteniente del tesorero general, gobernador de Aragón, escribano racional, conservador de Aragón o secretario de mandamientos de justicia estaban en manos de cristianos nuevos de origen judío. La situación no era diferente en la corona de Castilla donde eran cristianos nuevos consejeros de la Corona, contadores de cuentas, obispos e incluso el propio confesor de la reina, fray Hernando de Talavera. Todos desempeñaban adecuadamente sus funciones y el interrogante era saber si Isabel y Fernando adoptarían sus decisiones sobre la base de los intereses de España o de los de la iglesia católica.
El 24 de octubre de 1478, se presentó ante los reyes que se encontraban en Córdoba fray Alonso de Ojeda. El fraile les comunicó que se había descubierto en Sevilla un conventículo de seis criptojudíos que, durante la festividad de jueves santo, se burlaban de la fe católica. El episodio causó un enorme escándalo entre la población sevillana, aunque debe señalarse que era obviamente menor y que no justificaba la implantación de una institución como la Inquisición. Los reyes, sin embargo, en 1479, apenas unos meses después, dieron permiso para que se procediera a establecer la Inquisición.
A inicios de 1481, se produjo una ola de detenciones de conversos de elevada posición. El 6 de febrero, en presencia de fray Alonso, eran quemados seis reos en los campos de Tablada. Al poco ardían en el mismo lugar clérigos, frailes e incluso los huesos de conversos muertos tiempo atrás.
Sin embargo, la reina Isabel no estaba dispuesta a que los acontecimientos se desbordaran. Ese mismo 1481, justo un año antes de comenzar la guerra contra los moros de Granada, Isabel promulgó un Edicto de gracia llamando a la penitencia y a la reconciliación a todos aquellos que habían alentado o participado en asaltos contra los judíos. Más de veinte mil personas se acogieron al edicto – entre ellas no pocos clérigos y monjas – lo que dejaba de manifiesto la virulencia del antisemitismo que podían sufrir no ya los judíos si no los mismos conversos. Era sólo el inicio. Terminado el tiempo de gracia, los dominicos instaron a los reyes para que el Santo Oficio se instalara en Castilla y Aragón. Lo consiguieron. El 11 de febrero de 1482, a petición de los reyes, el papa Sixto IV otorgó su autorización para crear un Consejo supremo de la Inquisición. Su presidencia se confió a fray Tomás de Torquemada, prior de Santa Cruz de Segovia.
El 17 de octubre de 1483, Torquemada fue investido por una bula como inquisidor general de Aragón, Valencia y Cataluña. En abril del año siguiente, procedía a nombrar inquisidores en Aragón. Acto seguido se produjo una oleada de detenciones y condenas que llevaban aparejada la confiscación de bienes. Ante semejante situación, algunos conversos de origen judío llegaron a la conclusión de que la única manera de detener aquel proceso era asesinar a alguno de los inquisidores. Supuestamente, un acto de ese tipo infundiría el terror en otros que decidirían abandonar Aragón o se verían disuadidos de acudir a aquellos territorios.
El 15 de septiembre de 1485, un grupo de conversos aprovechó una misa que se celebraba en la Seo de Zaragoza para asesinar a puñaladas al inquisidor Pedro Arbués. El proceso de los asesinos del inquisidor Arbués concluyó con el descuartizamiento y muerte en la hoguera de algunos de ellos. Quedaron además en entredicho y sometidos a pública penitencia personajes de enorme relevancia a pesar de que no cabe dudar que fueran católicos.
El rey Fernando tuvo que hacer gala de sus mejores dotes de gobernante para impedir que los aragoneses desencadenaran una matanza de judíos en venganza por el asesinato de alguien al que consideraban un verdadero santo y que, de hecho, acabó siendo canonizado. Por si fuera poco, el episodio sirvió para fortalecer la creencia en que los conversos eran farsantes que habían cambiado de religión tan sólo para escalar con más facilidad posiciones en la corte. Se afirmaba que aquellos que acababan de entrar en la iglesia católica obtenían prebendas que a los que venían de casta de cristianos viejos les estaban vedadas.
El 4 de julio de 1487, la inquisición entraba en Barcelona. Al frente se hallaba fray Alonso de Espina y el 25 de enero de 1488, gracias a su diligencia inquisitorial, tenía lugar el primer auto de fe en Barcelona. Ese mismo año, se procedió a la reforma de las leyes u Ordenanzas del Santo Oficio que fueron publicadas con el título de Instrucciones. Sus veintiocho artículos aumentarían a treinta y nueve en 1490, y a cincuenta y cuatro en 1498, el año del fallecimiento de Torquemada. Para entonces, habría pasado más de un lustro de la expulsión de los judíos. Sin embargo, el hecho de que los judíos fueran expulsados de España en 1492 proporcionó paradójicamente más trabajo a la Inquisición. Como un siglo antes, millares de judíos se convirtieron al catolicismo sólo para poder permanecer en España sin perder vida y bienes. A la investigación de éstos y sus descendientes se dedicaría de manera especial la Inquisición. No serían los únicos. En el siglo XVI, los protestantes se convertirían en un nuevo objetivo de la persecución inquisitorial.
Aunque ese paso se ha relacionado con Felipe II la política de persecución de los protestante comenzó con su padre el emperador Carlos V. A decir verdad, Carlos V quiso instalar la Inquisición en Flandes donde persiguió a los anabautistas con enorme ferocidad. Ansió también durante su reinado aplastar a los protestantes alemanes, aunque la cercanía de los turcos le obligó a pactar concesiones en su favor - que no a reconocer libertades – que acabaron resultando irreversibles. En sus últimos tiempos, incluso dejó instrucciones para quemar herejes tanto a Fernando en Alemania como a Felipe en España.
A esas alturas, resultaba obvio que a su papel inicial de instrumento de control de los “cristianos nuevos” y de respaldo a la cosmovisión de limpieza de sangre, la inquisición española sumaba dos finalidades fundamentales. Estas dos finalidades fueron sembrar el terror en la sociedad paralizando cualquier posibilidad de disidencia de la iglesia católica y exterminar a cualquiera que decidiera seguir ese camino. Esa instrumentalización del terror constituye lo más específico de la Inquisición española.
Manuel Fernández Álvarez, quizá nuestro mejor historiador de la Edad moderna en décadas, no dudó en señalar que la Inquisición se valía de “el terror como sistema”. Se trataba del ejercicio “del terror premeditado, preparado y anunciado”. Por si cupiera alguna duda, Fernández Álvarez escribiría: “Y todo aquel horror en nombre de Cristo. ¿Cabe contradicción mayor?. Era la técnica del terror”.
En el mismo sentido apuntó el hispanista francés Bartolomé Bennassar cuando escribió ; “Se trataba de asegurar la ortodoxia religiosa más estricta por la vía del terror. El inmovilismo ideológico. Que nadie se atreviera, ni remotamente, a innovar nada, a criticar nada, a generar ninguna duda. Y a este respecto, el terror era lo más seguro. A los inquisidores no les importaba ser amados; lo que les importaba era ser temidos”. Guste o no, como también señaló Fernández Álvarez, al estudiar es tema “estamos, sin duda, ante la mayor sombra que proyecta aquella época: la sombra de la Inquisición; la sombra de la más cerrada de las intolerancias religiosas; la sombra, en suma, del fanatismo inquisitorial”.
Si ese terror lo padeció toda la sociedad española, como ya hemos señalado antes, se descargó de manera especialmente cruel sobre los protestantes españoles. No fueron éstos personajes de escasa relevancia.
Uno de los primeros exponentes de la Reforma española fue el conquense Juan de Valdés. Aunque se ha discutido mucho sobre su origen familiar hoy ha quedado establecido fuera de toda duda que era judío tanto por la rama paterna como por la materna. Incluso un tío materno, Fernando de la Barreda, fue quemado por la Inquisición por ser un judío relapso. Es muy posible que precisamente esa circunstancia que lo ubicaba en una posición de segunda dentro de la sociedad fuera una de las razones que le llevaron desde muy joven no a intentar profundizar en la fe judía de sus antepasados sino en la línea de reforma cristiana.
En los autos del proceso inquisitorial de Pedro Ruíz de Alcaraz, por ejemplo, se hace referencia a que Juan de Valdés era uno de los que asistían a las reuniones que se celebraban en domicilios particulares con la finalidad de leer y estudiar la Biblia. Contaba en aquel entonces con unos trece o catorce años lo que explica, por ejemplo, que no se le citara posteriormente para testificar en el proceso mencionado. La edad resulta, por otro lado, muy indicativa. Juan de Valdés era un joven que sentía inquietud - o al menos interés - por el terreno espiritual cuando apenas había salido de la infancia. Ese interés había encontrado además pronto cauce no en las manifestaciones mayoritarias de tipo religioso que se vivían entonces en el seno del catolicismo sino en un estudio directo, sencillo, casi diríamos que familiar, de las Escrituras. Se trataba de una conducta que resultaría definitiva en la configuración de la Reforma protestante.
La lectura de Erasmo, el estudio de la Biblia y la experiencia con los grupos relacionados con Alcaraz cristalizaron en el caso de Valdés en una obra que se publicó el 14 de enero de 1529 en la imprenta de Miguel de Eguía en Alcalá. Nos referimos a su Diálogo de doctrina cristiana. En el Diálogo, se afirma, por ejemplo, de la iglesia que no que debe identificarse con una jerarquía o un conjunto de dogmas sino más bien que “es un ayuntamiento de fieles, los cuales creen en un Dios padre y ponen toda su confianza en su Hiijo y son regidos y gobernados por el Espíritu Santo que procede de entambros”. La definición es totalmente neotestamentaria y, precisamente por ello, encaja con la teología protestante, pero colisiona, siquiera por omisión, con la visión católica.
Por si fuera poco, la Biblia no es presentada como una de las fuentes de revelación –que fue la doctrina católica posteriormente consagrada en el concilio de Trento- sino que se la señala como única regla de revelación y de conducta : “Leed en la Sagrada Escritura, adonde declara Dios en esto su voluntad en muchas partes, y haced conforme a lo que leyereis”.
Finalmente, y esto resultaba subversivo en una España basada en la pureza de sangre y en el concepto de la honra, se contraponía ese aspecto medular de la España católica a otro de más honda raigambre cristiana: “la honra del cristiano más debe consistir en no hacer cosa que delante de Dios ni de los hombres parezca fea, que no en cosa ninguna mundana ; porque esa honra que vos decís que sostenéis, es camino del infierno”. Al fin y a la postre, lo que Valdés sostenía era una reforma en virtud de la cual la iglesia no fuera contemplada como una jerarquía sino como el conjunto de los fieles definidos no tanto por su adhesión a unos dogmas o a unas prácticas rituales cuanto por su sumisión a Dios; la fe cotidiana se sustentara no tanto en los mandatos eclesiásticos cuanto en la Biblia, y la honra no fuera un concepto basado en la sangre o en la posición social sino en una conducta ejemplar cuyo paradigma fuera la enseñanza evangélica.
De manera bien significativa, y al igual que Lutero, Valdés recuperó la doctrina neo-testamentaria de la justificación por la fe que chocaba con la idea de una salvación por los propios méritos sustentada por la visión católica. De manera nada difícil de entender, en 1529, Valdés se convirtió en objeto de un proceso inquisitorial del que salió bien parado gracias a la intervención decidida de los erasmistas alcalaínos. El mismo Erasmo le felicitó en una carta escrita desde Basilea el 21 de marzo de 1529. Sin embargo, sólo había sido un respiro en medio de una batalla cada vez más encarnizada. A inicios de 1531, Juan de Valdés supo que se estaba instruyendo un segundo proceso inquisitorial contra él. La respuesta de Valdés fue rápida y, desde luego, acertada: huyó de España. Salvó la vida, pero, en 1541, murió en el exilio donde organizó una serie de grupos clandestinos uno de cuyos miembros sería el genial artista Miguel Ángel. Si triste es la muerte hay que reconocer que, sin embargo, la suya no pudo ser más oportuna. El 8 de enero de 1542 una Bula renovó y reforzó la Inquisición romana. El documento papal pretendía aplastar a los que consideraba heterodoxos y, en buena medida, lo consiguió. De los amigos de Valdés, algunos - como Pierpaolo Vergerio, obispo de Capodistria, que se convirtió al luteranismo o Pedro Mártir Vermigli que se identificó con el calvinismo - huyeron y terminaron por pasarse al campo protestante convencidos de que nunca habría una reforma realmente evangélica en el seno de la iglesia católica. Otros - como Pietro Carnesecchi - se convirtieron en víctimas inmediatas de la Inquisición.
La suerte de los protestantes españoles fue atroz. En 1546, Juan Díaz, publicó su Suma de la religión cristiana en la que se identificaba claramente como partidario de la Reforma. La inquisición no acabó con él sólo porque antes fue asesinado por su hermano Alfonso, un católico fanático que pensó lavar con sangre la deshonra de tener a un protestante en la familia
Ese mismo año de 1546, otro español, Jaime de Enzinas fue quemado en Roma. Su delito había sido sostener los mismos puntos de vista que los reformadores. El hermano de Jaime, Francisco Enzinas, sería más afortunado y lograría escapar de la Inquisición en los Países Bajos españoles. No sólo eso. Amigo de Felipe Melanchthon, llevó a cabo una magnífica traducción del Nuevo Testamento del griego al español. Era uno de los grandes helenistas de su época, pero eso no lo salvó de ser detenido por las autoridades en Flandes. Logró escapar y llegar a Inglaterra donde fue catedrático de griego en Cambridge. Murió – como tantos españoles valiosos víctimas de la intolerancia – en el exilio.
Felipe II – el monarca al que Geoffrey Parker ha definido muy acertadamente como “imprudente” - presidió el primer auto de fe contra protestantes españoles. Tuvo lugar en Valladolid, el domingo 29 de mayo de 1559. Felipe II señalaría que, de haber sido uno de ellos su propio hijo, el mismo habría acercado la leña para que ardiera. Con seguridad, no exageraba. Simplemente, era un exponente más de una mentalidad fanática modelada por la iglesia católica de acuerdo con la cual el derramamiento de sangre, como en el caso de Juan Díaz, era la única manera de responder a la disidencia religiosa. El 24 de septiembre del mismo año, un nuevo auto de fe tendría como escenario la ciudad de Sevilla. La hoguera arrancó la vida a varias docenas de protestantes, pero no logró todavía acabar con los reformados. De hecho, la represión se recrudeció con extraordinaria virulencia. Apenas pasado un año, cerca de cuarenta protestantes eran arrojados a las llamas en Sevilla. El 22 de diciembre de 1560, otros catorce protestantes fueron quemados vivos. Ninguno quiso retractarse y, por el contrario, dieron muestra de una notable entereza incluidas las ocho mujeres, algunas de ellas niñas.
A pesar de la fiereza de la persecución desencadenada contra los protestantes, los grupos que se reunían en las casas para estudiar la Biblia y orar siguieron existiendo. Prueba de ello es que en 1562, otros ochenta y ocho protestantes fueron arrojados a las llamas. Durante las décadas siguientes, los protestantes quemados en la hoguera seguirían sumándose a lo largo y a lo ancho de España. En la modesta localidad de Calahorra, por ejemplo, hubo sesenta y ocho casos de protestantismo antes de concluir el s. XVI además de trescientos diez sospechosos. Por añadidura, las hogueras para reformados se encendieron en Valencia, Zaragoza, Córdoba, Cuenca, Granada, Murcia, Llerena o Toledo donde hubo cuarenta y cinco casos de protestantes españoles y ciento diez extranjeros.
La amenaza inquisitorial fue respondida en ocasiones con el exilio. Ése fue el caso, por ejemplo, de algunos de los protestantes afincados en Sevilla. De hecho, en el monasterio de san Isidro de esta ciudad española se había producido un fenómeno con paralelos en toda Europa. Un grupo de monjes había comenzado a estudiar la Biblia de manera regular y diligente y el resultado había sido su abandono de los dogmas católicos y su orientación hacia doctrinas bíblicas defendidas por los reformados como la de la justificación por la fe o la única mediación de Cristo. El resultado fue que la congregación abrazó la causa de la Reforma y en 1557 emprendió la huida de una España entregada a la represión de la Inquisición. Entre los exiliados más ilustres se hallaban Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera. El primero encontró – como muchos protestantes españoles - refugio en Ginebra y llevó a cabo la traducción de la Biblia al castellano más editada de la Historia (1569), una versión que, precisamente, revisaría el segundo de los citados (1602). Los Reyes Católicos expulsaron de España a los judíos y la Inquisición desarraigó de España el protestantismo. Ambas decisiones pesarían enormemente en la Historia de España y no de manera positiva. En relación con los últimos, todavía durante el siglo XVII siguieron juzgándose y ejecutando protestantes en España. Incluso el último ajusticiado de la inquisición en el año 1826 fue otro protestante Cayetano Ripoll.
La Inquisición no sólo sirvió como instrumento para perpetuar una división social basada en la limpieza de sangre – esa división se mantendría hasta bien avanzado el siglo XIX – o para exterminar a los disidentes religiosos sino también para amoldar la vida intelectual a unos patrones muy concretos. El primero en padecer lo que Ángel Alcalá ha descrito muy certeramente como “el clima de terror y suspicacia” en que “la Inquisición actuaba siempre por delación” fue un humanista llamado Antonio de Nebrija, el autor de la primera gramática de la lengua española. A él se fueron sumando otros como Miguel Servet – condenado por la inquisición española antes de perecer en Ginebra – Francisco de Vergara o Juan Luis Vives. Si en el caso de Vergara, su gran falta era oponerse a lo que Bataillon denominó “ortodoxia policíaca e inculta cuyos campeones son los frailes y el fiscal”, en el de Vives fue su humor al criticar la ignorancia rampante de los comentarios debidos a autores medievales de la Orden de Santo Domingo o llegar a descubrimientos tan sencillos para cualquiera que lee el Nuevo Testamento como el de que “nadie se bautizaba antiguamente sino ya en edad adulta”. La Inquisición puso en el punto de mira incluso a personajes que luego serían canonizados por la iglesia católica como Juan de la Cruz - secuestrado, confinado y torturado por sus compañeros de orden - Ignacio de Loyola, Juan de Ávila, fray Luis de Granada, Francisco de Borja o Teresa de Ávila. Todos ellos hubieran podido acabar en el listado de heterodoxos de no contar con algunos valedores poderosos. Como señaló Ángel Alcalá, con seguridad, la inquisición logró que se trazaran las líneas de lo ortodoxo y lo heterodoxo al “catholico modo”, pero dejó “herida de muerte la espontaneidad espiritual y su libre expresión literaria” y dictó condena sobre personajes, como Miguel de Molinos, que, muy posiblemente, eran ortodoxamente católicos. Al final, la clave para esa conducta fue el encono contra la Biblia que, fruto de una actitud radicalmente opuesta, en paralelo, produjo un despegue cultural extraordinario en la Europa de la Reforma.
A mi juicio, ésta es la clave para poder analizar con rigor histórico a la Inquisición española. Con total seguridad, el peor tributo de la Inquisición no fue el uso de la tortura o el número de sus víctimas físicas sino la creación de una cultura del terror que, por añadidura, apelaba a Cristo para su realización omnicomprensiva. Que los inquisidores, fieles siervos de la iglesia católica, deseaban, como siempre ha sucedido en los estados totalitarios, sembrar el terror no admite la menor duda cuando se examinan las fuentes históricas. En 1578, Francisco Peña, al reeditar el Manual de inquisidores redactado a finales del s. XV por Nicolau Eymerich, dejó constancia de que “hay que recordar que la finalidad primera de los procesos y de la condena a muerte no es salvar el alma del acusado sino procurar el bien público y aterrorizar a la gente (ut alii terreantur)… No hay ninguna duda de que instruir y aterrorizar a la gente con la proclamación de las sentencias, la imposición de los sambenitos sea una buena acción”. La confesión voluntaria del inquisidor no admite segundas interpretaciones. La iglesia católica no buscaba el bien espiritual de la víctima. Lo que deseaba era utilizarla para difundir el terror entre las masas, un terror que se consideraba una buena acción. Juzguen ustedes el parecido que podía haber entre semejante cosmovisión y la del Evangelio de Jesús. En cualquier caso, no sorprende que la simple detención por parte de la Inquisición llevará al arrestado a suicidarse. Ese fue el caso del sastre judío Luis Correón que se ahorcó en su celda de Llerena en 1591 o como el del converso Diego Méndez que hizo exactamente lo mismo en su encierro en 1625.
Los medios con los que la Inquisición lograba infundir ese terrible pavor en la población española fueron diversos. El primero fue, desde luego, la tortura. El uso de la tortura era común en aquella época y todavía hoy, lamentablemente, es objeto de discusión. Sin embargo, debe reconocerse que la Inquisición añadió algunos elementos especialmente pavorosos. A los tormentos habituales - potro, garrucha, toca – los inquisidores gustaban de añadir otros nuevos. Esas variaciones en el arte de atormentar a los reclusos provocaron no pocas súplicas de las distintas cortes españolas. Las aragonesas de 1510, 1512 y 1519; las catalanas de 1515 y las castellanas de 1518 solicitaron del rey no la abolición de la Inquisición, pero sí que se abstuvieran de introducir innovaciones en el arte de torturar. Las cortes castellanas, celebradas en Valladolid, en 1518, suplicaron a los procuradores que los jueces de la Inquisición fueran fiables, que los acusados pudieran conocer quién había testificado en su contra y que “no se use de ásperas y nuevas invenciones de tormentos que hasta aquí se han usado en este oficio”. No era poco significativa la reiterada súplica porque los métodos de tortura utilizados por la Inquisición ya resultaban de por si sobrecogedores. La garrucha era una polea que servía para mover una cuerda con que se ataban las muñecas de la víctima. El interrogado era levantado hasta una cierta altura, por regla general con las manos a la espalda, desde la que se le dejaba caer de golpe o en sacudidas. El dolor no sólo era insoportable sino que además con facilidad descoyuntaba los brazos. El potro era un caballete sobre el que se ataba al interrogado con unas cuerdas a las que se daba vueltas para que se hundieran en la carne. Finalmente, la toca era un embudo de tejido por el que se deslizaba lentamente el agua desde un recipiente al estómago del detenido. La sensación de asfixia y de estar a punto de reventar era punto menos que insoportable. En palabras de un antiguo miembro de la Inquisición, “el efecto debía ser sumamente doloroso, pues con el agua se adhería la tela a las ventanas de la nariz y a la misma boca y no le dejaba respirar”. Los inquisidores dosificaban la tortura de los interrogados y, ocasionalmente, contaban con médicos para que examinaran el estado de las víctimas. Sin embargo, la finalidad no era causar daño al interrogado sino asegurarse de que pudiera soportar el tormento para arrancarle la deseada confesión. Por ejemplo, cuando Alonso de Alarcón, en 1636, se vio sometido a tormento, los doctores dictaminaron que sólo podía torturársele por el lado derecho ya que el izquierdo lo tenía inútil a causa de una parálisis.
- Con todo – justo es reconocerlo – al igual que sucedería en el GULAG tan pavorosamente descrito por Solzhenitsyn, las torturas de la Inquisición no se aplicaron a todos por igual. Aquellos que eran “de los nuestros” siempre recibieron un trato más benévolo. Protestantes y criptojudíos fueron torturados de manera sistemática y, de forma bien reveladora, en el reino de Aragón, esa sistematicidad se aplicó también a los sospechosos de homosexualidad o zoofilia. Sin embargo, el tormento nunca se aplicaba a los sacerdotes solicitantes, es decir, aquellos que se habían valido del confesionario para intentar obtener favores sexuales de sus penitentes.
- Si horrible era la perspectiva del tormento no lo era menos el rigor de las condenas posteriores aunque variara según las fechas. Antes de 1530, la proporción de sentencias a la última pena fue muy elevada. Con posterioridad, las condenas a muerte volvieron a experimentar un incremento en tres épocas muy concretas. La primera – a la que ya nos hemos referido – cuando Felipe II decidió exterminar a los protestantes españoles; la segunda cuando en la Corona de Aragón, se desató una oleada represiva contra homosexuales y zoófilos y, finalmente, entre 1648 y 1660 cuando, tras la caída del Conde-Duque de Olivares tuvo lugar una verdadera cacería del converso procedente del judaísmo, en no pocos casos de origen portugués. En otras palabras, la Inquisición redujo las condenas a muerte cuando estimó que el objeto de su ira había sido completamente exterminado y no vaciló en volver a multiplicarlas cuando llegó a la conclusión de que existía un nuevo segmento de la población que debía ser aniquilado. De ahí que durante el siglo XVIII siguiera pronunciando penas de muerte en 1714, 1725, 1763 y 1781 y que incluso en pleno siglo XIX, tras la obra de las Cortes de Cádiz y el regreso de Fernando VII, su último ajusticiado fuera un maestro llamado Cayetano Ripoll cuyo delito había consistido en ser protestante.
Es muy posible que, como ha señalado Bennassar, lo que causaba mayor pavor en la Inquisición no fuera aquello en lo que coincidía, en mayor o menor medida, con la justicia civil sino aquellos aspectos en que la superaba ampliamente. Esas áreas fueron el secreto judicial, la memoria de la infamia y la amenaza de la miseria. Ciertamente, el hecho de que la Inquisición actuara con un secreto absoluto fue contemplado por los españoles con verdadero horror. En las capitulaciones presentadas por las Cortes aragonesas a Carlos V en 1518 se contuvieron no pocas quejas frente a ese secretismo inquisitorial y durante tres años se produjo un encarnizado tira y afloja para que se suprimiera. Sin embargo, la Santa Sede confirmó el odioso procedimiento entonces y volvió a hacerlo una y otra vez en el futuro. Por ejemplo, en 1670, cuando, por ejemplo, en Inglaterra la influencia de los puritanos había terminado con el uso del tormento judicial y creado un conjunto de garantías procesales, la Inquisición promulgó una ordenanza que prolongaba el secreto en España. Ese secreto impedía que el acusado conociera las razones de su procesamiento y que pudiera defenderse, todo ello mientras se le sometía a tormento, era separado de los suyos y pendía sobre él la terrorífica posibilidad de ver confiscados sus bienes y quemado su cuerpo.
- Por añadidura, el secreto iba unido de manera indisoluble a la práctica de la delación. Tan repugnante conducta era animada de manera explícita por la Inquisición que no sólo la calificó como obra santa y merecedora de indulgencias sino como garantía de la salvación eterna. Como ha enfatizado muy acertadamente Bennassar, los testigos falsos, a pesar de la enorme gravedad de su acción, no eran castigados y no lo eran porque constituían parte fundamental de un engranaje que perseguía, por encima de todo, provocar el pánico.
Así, la actividad de un delator del que no existía posibilidad real de defenderse y cuya falsedad no sería castigada era susceptible de ocasionar la desgracia de cualquiera. Baste decir que en Valencia, de 1478 a 1530, sólo hubo doce absoluciones entre 1.862 sentencias conocidas, es decir, un 0,65 por ciento. Con posterioridad a 1570, tan sólo un veinte por ciento de los acusados logró librarse sin grandes problemas.
Por añadidura, la Inquisición no sólo era capaz de causar la ruina de alguien cuyo delito era no someterse a los dictados de la iglesia católica o que incluso podía ser inocente sino que además contaba con el poder de extender la infamia a los descendientes del condenado causando también su desgracia perpetua. Los métodos para perpetuar la infamia eran, fundamentalmente, tres.
El primero y menos grave era la penitencia pública vinculada al uso de sambenitos que se colocaban en los templos para que la comunidad fuera más que consciente de que familia había quedado infamada. Los descendientes de protestantes, criptojudíos o moriscos se veían siempre infamados, aunque la pena era extensible, no con la misma asiduidad, a otras categorías de condenados.
El segundo método era la inhabilitación que afectaba a los descendientes de los condenados a muerte o a prisión perpetua tras su reconciliación con la iglesia católica. Al igual que los condenados – y a pesar de ser inocentes de toda culpa – no podían ir a las Indias; practicar ocupaciones como la medicina, la carnicería o el corretaje en ferias; lucir vestidos de seda y joyas; llevar armas; montar incluso en una mula; ejercer funciones públicas o entrar en una orden religiosa. Los nacional-socialistas alemanes intentaron recuperar a no pocos hijos de comunistas o socialistas e incluso en la Unión soviética existía esperanza para los hijos de los acusados de ser “enemigos del pueblo”. No existía tal posibilidad en la España de la Inquisición. Desde las instrucciones de Torquemada de 1484 y los decretos de los Reyes Católicos de 1501, la infamia pasaba de generación en generación sin tener en cuenta la inocencia de los descendientes. De esa manera, la Inquisición contribuyó a crear un verdadero apartheid en el que, por una parte, se hallaban los cristianos viejos y, por otra, buena parte de los descendientes de los cristianos nuevos o de los herejes ya condenados para siempre a arrastrar la marca de la infamia inquisitorial.
Hasta qué punto pesaba semejante conducta sobre la vida de las personas puede verse en el caso de Cristóbal Rodríguez. Regidor y alférez del pueblo de Los Santos, Rodríguez fue denunciado a la Inquisición por ser hijo y nieto de condenados por la Inquisición. Rodríguez se salvó alegando que su madre le había dicho que lo había concebido de relaciones adúlteras mantenidas con un cristiano viejo. Ser hijo de una adúltera era con mucho mejor para la Inquisición que serlo de un hereje.
A lo anterior se sumaba el poder absoluto del que disponía la Inquisición para arruinar económicamente al reo y a sus descendientes. Una condena como la de destierro implicaba la miseria de familias que se veían apartadas de sus medios de vida. A esta terrible circunstancia se añadían las multas y las confiscaciones de bienes que llenaban las arcas de la Inquisición. Basta analizar este tipo de condenas para descubrir que sectores enteros de la población como los descendientes de judíos o de moros fueron quebrados económicamente por la Inquisición con la intención nada oculta de mantenerlos en la pobreza y evitar que pudieran competir con los cristianos viejos.
Por añadidura, la Inquisición – estableciendo terribles paralelos con otras instituciones propias de los sistemas totalitarios – practicó tanto la puesta en escena de castigos ejemplarizantes que aterrorizaran al conjunto de la población como un ritual del terror en el que, colectivamente, participaba el pueblo como había acontecido, por ejemplo, en los pogromos del siglo XIV y como luego sucedería en la Unión soviética y en el III Reich. No se trataba sólo de quemar libros y personas sino de que en las horripilantes ceremonias se aprendiera el miedo y-o se participara bajo el sonido de los himnos religiosos y el espectáculo terrible de las antorchas y de las llamas. Así, la Inquisición tenía capacidad no sólo para torturar y matar, no sólo para detener sin garantías y para dejar libre de castigo a los testigos falsos, no sólo para incitar a la delación y prometer la salvación a quienes incurrieran en una conducta semejante sino también para arruinar e infamar a los descendientes, un poder absolutamente pavoroso que creó lo que Bartolomé Bennassar ha denominado muy acertadamente “memoria de la vergüenza”. Ninguna institución represiva, antes o después, llegaría a tanto, de manera tan sistematizada y durante tanto tiempo ya que su actuación se extendió a lo largo de varios siglos.
Posiblemente, lo más grave de la Historia de la Inquisición considerado todo desde el día de hoy no es sólo la forma en que la Inquisición actuó durante siglos sino la manera en que modeló la mentalidad hispánica. La docilidad ante el terror, el gusto por la delación, las recompensas ofrecidas a los que denuncian falsamente a sus vecinos, los procesos ideológicos sin garantías, la infamia descargada sobre los descendientes de los odiados, la ruina de los considerados disidentes o la “memoria de la infamia” son conductas que se repetirían vez tras vez a lo largo de los siglos siguientes y que incluso hoy en día no han sido extirpadas del alma nacional española. No puede sorprender que así sea porque, gracias a la iglesia católica, durante siglos estas conductas fueron consideradas meritorias y no sólo eran susceptibles de proporcionar recompensas materiales y sociales sino también de garantizar la salvación eterna. No puede sorprender, ciertamente, pero tampoco debería sorprender que determinadas características del alma española – características transportadas a las Américas – sigan pesando negativamente mientras no se conozca y reconozca lo que verdaderamente fue la Inquisición española. Una cuestión, sin duda, histórica, pero cuyas consecuencias proyectan su sombra hasta el día de hoy a uno y otro lado del Atlántico.