Viernes, 19 de Abril de 2024

Conferencias en Missouri (II): Cervantes y Don Quijote. Cuatrocientos años de disidencia

Martes, 6 de Octubre de 2015
En 1615, se publicó la segunda parte del Quijote. A pesar de que había tenido un éxito enorme, al cabo de unas décadas, el libro había caído prácticamente en el olvido entre sus compatriotas. No dejaba de ser una circunstancia peculiar si se tiene en cuenta el eco que don Quijote iba a tener en la Historia de la cultura universal.  

Por ejemplo, la novelística inglesa del s. XVIII encontró en el Quijote un auténtico paradigma literario. Henry Fielding (1707-1754) parodió “a la manera de Cervantes” la novela de Samuel Richardson “Pamela o la virtud recompensada”, igual que el español había hecho con los libros de caballerías y en su Tom Jones (1749) citó el Quijote vez tras vez. Laurence Sterne (1713-1768) en su Vida y opiniones del caballero Tristam Shandy (1760-1767) imitó el itinerario quijotesco adobándolo con multitud de comentarios elogiosos al Quijote. Estas dos obras junto con el Sir Launcelot Greaves (1760) de Tobias George Smollet (1721-1771) constituyen el gran tríptico quijotesco de la literatura inglesa durante el s. XVIII. También influido por el Quijote fue el Wilhelm Meister (1829) de Goethe (1749-1832). Charles Dickens (1812-1870) construyó una de sus mejores novelas, Los papeles póstumos del club Pickwick (1836-1837), en clave genuinamente cervantina. De hecho, Pickwick es un quijote a la inglesa suspendido entre la realidad y el idealismo al que acompaña un criado llamado Sam Weller, trasunto anglosajón de Sancho Panza hasta el punto de intentar imitar a éste en la utilización continua de refranes.

Algo similar a lo sucedido en Gran Bretaña encontramos al otro lado del Canal. El Tartarin de Tarascon (1872) de Alphonse Daudet (1840-1897) presenta huellas quijotescas claras pero éstas no son menos evidentes en dos de las grandes novelas del realismo francés del s. XIX: Rojo y negro (1830) y La Cartuja de Parma (1839). Su autor, el conocido Stendhal (1783-1842) confesaría en su autobiográfica Vida de Henri Brulard que su descubrimiento del Quijote había constituido “posiblemente la época más importante de su vida”. Pero mi exposición de hoy no trata sobre la influencia del Quijote en la literatura universal, baste decir que llegó a Gustave Flaubert (1821-1880), Honoré de Balzac (1799-1850), a Nathaniel Hawthorne (1804-1864); Herman Melville (1819-1891); Mark Twain; Iván Turgueniev (1818-1883); Karámzin; Pushkin; . Nikolai Gógol; Tolstoi; Fiódor Dostoyevsky (1821-1881); Nikolai Leskóv; Benito Pérez Galdós (1843-1920); Thomas Mann (1875-1955), André Gide (1869-1951), Miguel de Unamuno (1864-1936), Aldoux Huxley, William Faulkner, Juan Rulfo o Graham Greene. ¿Cómo pudieron olvidar el Quijote los españoles en tan sólo unas décadas?

Por si fuera poco, la recuperación del Quijote por los españoles ya avanzado el siglo XVIII se debería no poco a la influencia de autores extranjeros que habían captado, al menos en parte, la extraordinaria grandeza de la novela. Debe reconocerse que estamos hablando de un episodio bien peculiar. Es como si Shakespeare hubiera caído en el olvido a los pocos años de su muerte y los ingleses lo hubieran recuperado al ver su fama entre los alemanes o como si Faulkner fuera un completo olvidado en Estados Unidos y lo recuperáramos en los próximos años dado el éxito que el autor sureño disfruta en Alemania. Por supuesto, semejante fenómeno podría explicarse apelando a la proverbial ingratitud que los españoles manifiestan hacia los mejores de entre los suyos, pero creo que nos acercamos más a la realidad histórica si ubicamos la razón de ese distanciamiento casi inmediato en el hecho de que Cervantes no era un autor que encajara con la cultura oficial de la Contrarreforma sino, por el contrario, una persona que disentía, inteligente e irónicamente, de no pocos de sus valores. A diferencia de Calderón, de Lope de Vega e incluso de Quevedo, Cervantes no era un defensor de la cultura oficial y casi parece milagroso que sus compatriotas, después de arrojarlo al olvido, decidieran recuperar su Quijote e incluso convertirlo en modelo de la cultura española.

 

Como en el caso de otros personajes históricos de notable relieve, no han sido pocos los que han atribuido a Cervantes un linaje de rancio abolengo. La verdad es que la familia del escritor no perteneció a la alta nobleza sino a la hidalguía de clase media. El abuelo materno era magistrado y llegó a reunir un cierto caudal como terrateniente en la localidad castellana de Arganda. En cuanto al paterno, Juan de Cervantes, era hijo de un comerciante dedicado a los paños; estudió leyes en Salamanca y acabó convirtiéndose en juez de las propiedades confiscadas por la Inquisición. Hacia marzo de 1543, el padre de Cervantes, Rodrigo vivía en Alcalá de Henares, una localidad muy cercana a Madrid, ejercía como cirujano – una ocupación situada por debajo de la del médico y por encima de la de barbero - y estaba casado con Leonor de Cortinas de la que tuvo siete hijos incluido Miguel que fue bautizado el 9 de octubre de 1547 en la iglesia de Santa María la Mayor.

La infancia de Miguel fue ciertamente agitada pasando por Valladolid, Córdoba – donde estudió en el Colegio de jesuitas – Sevilla y Madrid. En esa época, Miguel había comenzado a escribir habiéndonos llegado a nosotros un soneto dedicado a Isabel de Valois, esposa de Felipe II. De 1568 proceden ya los siguientes frutos poéticos de Miguel de Cervantes.

Las siguientes noticias que tenemos de Cervantes lo sitúan en Italia. Se ha señalado la posibilidad de que saliera de España a causa de un duelo cuyo castigo habría deseado evadir, pero la cuestión no es segura. A ciencia cierta el primer documento donde se hace referencia a la estancia de Miguel de Cervantes en Italia es de 22 de diciembre de 1569 y resulta muy significativo de la España de la época. Se trata de una declaración de su padre en la que afirma que ninguno de sus antepasados era moro, judío, converso, hereje o culpable de algún crimen. En otras palabras, Cervantes disfrutaba de la limpieza de sangre, una circunstancia de la que se burlaría una y otra vez en sus obras y que, dicho sea de paso, se podía falsear como así lo hizo la familia de Teresa de Ávila descendiente de judíos. La naturaleza de este documento hace pensar que el empleo que buscaba Miguel en Italia estaba relacionado con un español o con un clérigo ya que sólo gente de esa naturaleza podía estar interesada en saber que las personas a su servicio eran cristianos viejos. En La Galatea (1585), Cervantes señala que fue gentil hombre de cámara en Roma de un cardenal llamado Acquaviva. Cabe la posibilidad de que ese episodio deba encuadrarse precisamente en estos meses y que la declaración de su padre se relacionara con los requisitos relacionados con servir a un personaje de semejante importancia. Desde luego en diciembre de 1569, Miguel estaba en Roma. Al año siguiente ya era soldado y fue entonces, en 1570, cuando los turcos invadieron Chipre y los moriscos se sublevaron en Granada. Felipe II, presionado por la Santa Sede y Venecia, se aprestó para un nuevo enfrentamiento con los turcos. El 20 de mayo de 1571 se constituyó la Santa Alianza cuyas fuerzas estarían bajo el mando de don Juan de Austria, un hijo bastardo de Carlos V. El 7 de octubre de 1571, la flota aliada y la turca se enfrentaron en el golfo de Lepanto. Durante la batalla, Cervantes se hallaba a bordo de la Marquesa, enfermo de fiebre. Según la declaración de dos testigos, el capitán y algunos de sus compañeros le aconsejaron que permaneciera en la bodega y no participara en la lucha. Miguel se negó a hacerlo y combatió teniendo a su mando un bote en el que iban doce soldados. De aquel combate, Cervantes recibió dos heridas en el pecho y una tercera en la mano izquierda que le quedaría inutilizada para siempre.

 

Durante 1572 y 1573, Cervantes alternó las acciones militares con las estancias en Nápoles. Allí mantuvo relaciones amorosas con una joven napolitana - la Silena de su poesía - con la que tuvo un hijo, el único varón, al que llamó Promontorio. Según lo referido en la Galatea y en La morada de los celos, Silena le sedujo con sus “descuidos cuidados” pero también fue origen de no pocas penas.

Durante los años anteriores Cervantes había dado muestras repetidas de valor, pero no fue objeto de ningún ascenso. Sí logró en aquella época que don Juan de Austria y el duque de Sessa firmaran unos documentos en los que se hacía referencia a su comportamiento como militar y se rogaba del rey que le concediera una capitanía en alguna de las compañías acantonadas en Italia. El 20 de septiembre de 1575, Cervantes y su hermano Rodrigo zarparon de Nápoles a bordo de la galera Sol. Al pasar cerca Les Saintes Maries, las tres naves que formaban la flotilla fueron atacadas por los piratas berberiscos.

Para desgracia de Cervantes, sus captores descubrieron las cartas de recomendación de Juan de Austria y del duque de Sessa. Así llegaron a la conclusión - totalmente errónea - de que era persona de enorme importancia y las protestas de Miguel no les convencieron de lo contrario. La consecuencia directa fue que los piratas fijaron por él un rescate elevadísimo - seiscientos ducados - que su familia no podía pagar.

La posibilidad de que el cautiverio se prolongara toda la vida y los terribles maltratos físicos impulsaban a los cautivos no pocas veces a intentar fugas a la desesperada aún a sabiendas de que semejante acción podía costarles la vida. Cervantes intentó fugarse en 1576, 1578 y 1579, pero, finalmente, en 1580 fue liberado por los frailes trinitarios.

Al llegar a España, Cervantes intentó obtener algún trabajo en la Corte - algo que estimaba justo premio a su pasado - pero no recibió nada relevante salvo un empleo temporal como mensajero del rey y la esperanza de obtener un puesto en las Indias. En su tiempo libre, se dedicó a trabajar en una novela pastoril que recibiría el título de La Galatea y que fue publicada a finales de 1583.

El 12 de diciembre de 1584, Miguel de Cervantes contrajo matrimonio con Catalina de Salazar y Palacios. Era una mujer joven - dieciocho años frente a los treinta y siete de Cervantes – lo que lleva a pensar que su juventud pesó en que se decidiera Miguel a dar el paso del matrimonio.

Literariamente, Cervantes intentaba encauzar su carrera como escritor. En marzo de 1585, se comprometió a escribir dos obras de teatro para la compañía de Gaspar de Porras. Aquel prometedor inicio, sin embargo, iba pronto a verse truncado por el éxito de Félix Lope de Vega y Carpio que cambió las reglas del teatro en España.

El 18 de febrero de 1587, María Estuardo, la reina católica de Escocia, fue ejecutada por Isabel de Inglaterra por conspirar contra ella y la idea de una invasión de Inglaterra se fue abriendo camino en la mente de Felipe II. Se inició así el proyecto de la denominada Felicísima Armada que debía llevar a cabo semejante operación militar en la primavera de aquel mismo año. En Sevilla, Cervantes fue nombrado comisario con la misión de dedicarse a la requisa de grano y aceite. Hacia el mes de septiembre - después de la mala cosecha de ese año - Cervantes fue enviado a Écija, a noventa kilómetros de Córdoba, con la tarea de aprovisionarse de trigo. Fue un trabajo amargo en el curso del cual Cervantes fue excomulgado dos veces por la iglesia católica ya que había realizado requisas de bienes eclesiásticos.

En 1590, Miguel sufría ya un verdadero hastío por su trabajo y, al llegarle la noticia de que en América había cuatro cargos vacantes, solicitó al Consejo de Indias que se le otorgara uno de ellos. Sin duda, los servicios que había rendido hasta entonces al rey no eran pocos, pero el Consejo rechazó la solicitud.

 

En 1594, Cervantes llegó a la capital de España. A esas alturas, tenía cuarenta y siete años y ninguna perspectiva optimista de futuro. También su carrera literaria estaba estancada. Durante los años siguientes, proseguiría el prolijo estudio de sus cuentas – lo que no dice mucho de la eficacia de la administración española – y en 1597, Cervantes, por un error de apreciación se vio detenido y recluido en la prisión real de Sevilla. Esta segunda estancia de Cervantes en la cárcel iba a durar siete meses y parece que dejó una profunda huella en el escritor. Es también posible que fuera en prisión donde comenzó la redacción de la primera parte de el Quijote.

En el verano de 1599, Cervantes se hallaba en Madrid, pero, finalmente, decidió volver a abandonar la capital y regresó a Sevilla. Son pocos los datos que tenemos sobre su vida en aquella época, pero parece que los negocios le fueron bien. En 1600 - el año en que murió su hermano Rodrigo combatiendo en la batalla de Nieuport - logró alcanzar una posición de cierto desahogo. Hay alguna posibilidad de que Cervantes volviera por unos días a Esquivias en esas fechas y asimismo de que durante ese período continuara con la redacción de la Primera parte del Quijote.

En 1604, Cervantes se trasladó con su familia a Valladolid y a finales de ese mismo año el manuscrito de don Quijote estaba en manos de su impresor de Madrid, Juan de la Cuesta. En enero de 1605 fue publicado. De manera inmediata obtuvo un importante éxito y antes de acabar el año habían salido a la calle seis ediciones. Como ha señalado Melveena McKendrick, “seguramente la novela es la más compacta, compleja y diversificada que jamás se haya escrito”.

El 24 de enero de 1606, se anunció oficialmente que la Corte iba a regresar a Madrid y, efectivamente, así sucedió en abril de aquel año. A finales de 1606, tanto el escritor como su esposa Catalina se hallaban también en Madrid.

En junio de 1610, la familia Cervantes se trasladó a una casa de la calle de León en Madrid. Sin duda, fue aquel un período de profunda melancolía que marcó la vida de Cervantes. Su hermana Magdalena - la persona a la que había estado más unido - había muerto. La relación con su hija se había deteriorado de manera irreparable. Su nieta había fallecido. Su sobrina pronto se casaría. Sólo le quedaba una esposa que no le había dado hijos, de la que había vivido separado mucho tiempo y con la que, quizá, la relación no debió ser muy profunda. Además, aunque se dedicaba fundamentalmente a escribir, se mantenía apartado de los círculos literarios de la capital. En ese contexto, se volvió cada vez más religioso y recordó con nostalgia sus años de juventud. Un lugar especial en esa añoranza lo ocupó Promontorio, el hijo varón que había engendrado en Italia. De hecho, así lo menciona en el Viaje del Parnaso, publicado en 1614, el mismo año en que vio la luz la primera edición francesa del Quijote.

Para esa fecha, Cervantes había demostrado con creces que era un magnífico novelista. Tal hecho se debía no sólo a la redacción de la Primera parte del Quijote. También arrancaba de un conjunto de obras a las que se denomina colectivamente Novelas ejemplares ya que en todas ellas estaba presente un ejemplo o lección moral. Para 1613, ya habían aparecido doce novelas de este tipo y aunque menos conocidas que el Quijote no puede negarse que se trata de joyas literarias de no escaso valor. En las mismas se analiza con la peculiar óptica cervantina problemas humanos como los celos y el amor entre personas de edad dispar (El celoso extreño), la virtud como circunstancia de mayor importancia que el linaje (La ilustre fregona, La gitanilla), la crítica social (El coloquio de los perros), la picaresca (El casamiento engañoso), la locura (El licenciado Vidriera), etc. Se trata de temas que permiten comprender la especial cosmovisión de Cervantes y en las que se abordan temas que el autor volvió a retomar, en mayor o menor medida, en el Quijote. De hecho, éste inicialmente pudo ser una novela ejemplar que sólo abarcaba los seis primeros capítulos. No sólo estaba descollando en la novela sino que además había regresado por un tiempo al mundo de la creación teatral.

Por esa fecha, mantenía un ritmo febril de producción literaria. En la dedicatoria de sus comedias de septiembre de 1615 Cervantes prometía la aparición de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, las Semanas del Jardín y la segunda parte de la Galatea. Cuando un mes después se puso a escribir el Prólogo de la Segunda parte del Quijote mencionó ya sólo el Persiles y la continuación de la Galatea quizá porque era consciente de que no podría redactar las Semanas a causa de su estado de salud.

 

En marzo de 1616, Cervantes concluyó el Persiles convencido, al parecer, de que sería su obra de más éxito aunque lo cierto es que, pese a sus méritos considerables, quedaría eclipsada totalmente por el Quijote. El 2 de abril, sábado de Pascua, decidió profesar con todos los votos como terciario de san Francisco, lo que significaba que se ahorraría los gastos de su entierro.

El 22 de abril falleció Cervantes y no el 23 como habitualmente se señala para hacerlo coincidir con la fecha de fallecimiento de Shakespeare sin tener en cuenta que en Inglaterra regía aún el antiguo calendario juliano. El 23, el cadáver del escritor, vestido con el hábito franciscano y con la cara descubierta, fue trasladado al convento de las trinitarias descalzas en la esquina de la calle Cantarranas, la actual de Lope de Vega.

De manera bien significativa, Cervantes no había tenido una categoría literaria inferior a la de autores como Lope de Vega, Calderón o Quevedo, pero su reconocimiento había sido muy inferior. No había disfrutado del éxito del genial Lope que además fue sacerdote y familiar de la Santa Inquisición. Ni había tenido misiones políticas como Quevedo que pagó cara su cercanía a la corte. Ni había disfrutado de las relaciones personales de Calderón o Tirso de Molina, ambos clérigos. Tampoco recibió títulos de nobleza como Velázquez, Quevedo o Calderón. También es verdad que Cervantes no había compartido la cosmovisión de todos ellos. Ciertamente, había recordado la gloria de la victoria de Lepanto sobre los turcos, pero había tenido compasión de los moriscos expulsados de España. Ciertamente, creía en la fidelidad matrimonial, pero era tolerante hacia ella y jamás hubiera asumido los criterios de venganza sangrienta de Calderón. Ciertamente, amaba a España, pero nunca hubiera entrado en el tipo de intrigas que vivió Quevedo. Ciertamente, gustaba del triunfo, pero nunca hubiera sido un personaje frívolo y mundano como Tirso que, por cierto, era fraile. Cervantes de manera fina, irónica, sutil había disentido de aquella cosmovisión de la Contrarreforma y no debería sorprendernos que con su muerte comenzará el intento por sumirlo en el olvido junto con el Quijote. Y es que su disidencia quedó expresada de manera especial en esta novela.

¿Cuál es el mensaje del Quijote? Existen indicios más que suficientes para pensar que, en un principio, la novela del Quijote no iba a pasar de ser otra novela ejemplar. Esto es lo que encontramos en realidad cuando se leen los seis primeros capítulos, los referidos a la primera salida del hidalgo. Como en el caso, por ejemplo, del Licenciado Vidriera, nos encontramos con la historia de alguien que enloquece. En este caso es un hidalgo y la causa la constituye la lectura de los libros de caballerías. La pobre víctima de tan perniciosa lectura abandona su hogar (I, 1); llega a una venta donde es armado caballero de una manera que, precisamente, le imposibilita el llegar a serlo algún día porque contraviene las Siete Partidas (I, 2 y 3); pone de manifiesto lo absurdo de su empeño en la trágica aventura de Andrés y Haldudo el rico (I, 4); es molido a palos en otra de sus hazañas (I, 4) y, finalmente, regresa quebrantado a su hogar (I, 5). Dentro de ese esquema primario, el capítulo 6 en que su biblioteca de libros de caballerías era arrojada a las llamas constituía una clara conclusión no sólo porque se extirpaba la raíz de los males del hidalgo - los libros de caballerías - sino porque además, por boca del cura, Cervantes podía pronunciar un juicio crítico sobre la literatura de su tiempo. Que esa novela ejemplar tenía como objetivo arremeter contra los libros de caballerías está totalmente fuera de discusión.

Por razones que se nos escapan Cervantes debió de llegar a la conclusión de que la historia del loco era lo suficientemente fecunda como para servir de cañamazo a nuevas aventuras y así surgió la prolongación de la misma que, en su conjunto, constituye la Primera parte del Quijote. En ella, el objetivo de la obra sigue siendo el mismo que en su hipotética primera redacción pero el relato resulta menos lineal y directo. Cervantes va intercalando en él nuevas historias y junto con el ataque a los libros de caballerías se hilvanan otras enseñanzas morales. El amor a la patria y a la libertad se encuentran presentes en la historia del cautivo, la necesidad de ser prudente y de respetar los votos matrimoniales hacen acto de presencia en la novela del curioso impertinente, la alabanza del amor y la necesidad de respetar el honor ajeno surgen en las peripecias de Cardenio, Luscinda, Dorotea y don Fernando, etc. El ataque a los libros de caballerías se ha mantenido pero a él se han sumado otras enseñanzas.

Por ejemplo, Cervantes ataca la idea de limpieza de sangre y lo hace de manera cómica y dramática. Esa limpieza de sangre sólo es, por mucho que se empeñe la iglesia católica, una ficción social. Sancho, el escudero de don Qujiote, no es más educado, más rico o más noble espiritualmente por ser “cristiano viejo” y de sangre limpia. En realidad, es analfabeto, pobre y bastante codicioso. Lo vemos y nos reímos. Pero, de la misma manera, la virtud de Luscinda o Dorotea no se ven más respetadas por pertenecer a familias con limpieza de sangre. La limpieza de sangre es una manera de que algunos españoles se sientan superiores a otros, pero no de que disfruten de justicia de la misma manera que el ser blanco en el Deep South no era garantía de fortuna a inicios del siglo XIX sino sólo de estar por encima de los negros. De esa manera, Cervantes – sutil e irónicamente – muestra la falsedad de la base sobre la que estaba construida la sociedad española de la Contrarreforma.

Esa base no era mejor cuando se examinaban estamentos como el clero o la nobleza. Ciertamente, el cura del pueblo de don Quijote es contemplado con afecto, pero la manera en que Cervantes se burla del traslado de las reliquias de san Juan de la Cruz asemejándolas a un cortejo de fantasmas o ironiza sobre la procesión de imágenes permite ver que no era un creyente al estilo de Lope o Calderón. En cuanto a la aristocracia, el personaje de don Fernando es un claro ejemplo de cómo los supuestamente mejores son los peores. Todo esto – y más – aparece en la primera parte del Quijote no poco opacado por la historia del hidalgo loco, historia grandiosa sin duda, pero que no ha sido recogida por un español con limpieza de sangre sino, según el relato de Cervantes, por un morisco, es decir, alguien inmundo que, por añadidura, escribía en árabe.

La Segunda parte del Quijote es, en buena medida, un libro aparte en el que la disidencia se ha refinado. En términos literarios, desde luego, nos encontramos con una obra técnicamente mucho más madura, con personajes mucho más acabados y con una acción mucho más unitaria y correctamente lineal. Para cuando Cervantes acomete la tarea de escribirla han pasado además muchas cosas que han dejado su huella en la vida del autor. A esas alturas, el escritor posiblemente cuenta con un buen pasar económico pero, a la vez, es un hombre anciano, enfermo, convencido de que ya nunca se le hará justicia en su nación ni en la Corte, decepcionado de su hija Isabel, inmerso en la nostalgia del hijo que tuvo en Italia y al que nunca conoció y, sobre todo, hondamente volcado en la vivencia cristiana donde espera hallar consuelo. Ha descubierto lo que la vida puede dar de si y se siente con deseos de comunicar su especial cosmovisión - seguramente gestada embrionariamente años atrás - a sus contemporáneos.

 

En esta Segunda parte, Cervantes rompe los límites impuestos en la Primera y pinta un cuadro compasivo, pero muy crítico de la sociedad en que vive. Sus personajes - que adquieren una altura moral impensable en la Primera parte - trascienden las fronteras de la Mancha. Además obtienen aquello que deseaban aunque el resultado final sea muy distinto del que pensaron.

Sin duda, Cervantes creyó alguna vez en las bondades del sistema político-social en su juventud. Ciertamente, ya no tenía fe en él cuando escribió la Segunda parte del Quijote. El mundo en que vive el hidalgo manchego está caracterizado porque en él “ya triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo, el vicio de la virtud, la arrogancia de la valentía” (II, 1).

¿Acaso podría ser de otro modo teniendo en cuenta como es su clase dirigente? Sumergida en diversiones como “matar a un animal que no ha cometido delito alguno” (II, 34), lo cierto es que cuando la gente busca justicia encuentra a sus dirigentes “en el monte holgándose” (II, 34). Su bajeza moral, envuelta en los oropeles del gasto y del despilfarro, se pone de manifiesto en los duques, al igual que en la Primera parte lo hiciera en el personaje de don Fernando. Ociosos, corruptos y complacidos en burlarse de un loco idealista y de su ingenuo servidor, constituyen un prototipo - en absoluto imaginario - de la clase dirigente y, por ello, un claro mentís a toda la doctrina político-social de la limpieza de sangre. Los que presuntamente son más esclarecidos, en realidad presentan un cuadro de clara degeneración moral.

Para Cervantes, la pirámide social no debe quedar articulada en torno a ese principio y no porque, como se ha afirmado en ocasiones, descienda de cristianos nuevos sino simplemente porque así lo indica su propia experiencia personal y, sobre todo, su creencia en las enseñanzas de Jesús. Así afirma que “el grande que fuere vicioso será vicioso grande y el rico no liberal será un avaro mendigo” (II, 6), “que las virtudes adoban la sangre, y que en más se ha de estimar y tener un humilde virtuoso que un vicioso levantado” (II, 32) y que “la sangre se hereda, y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale” (II, 42).

Asimismo, frente al frecuente recurso a la espada, a la violencia y al derramamiento de sangre, propugna el seguir la enseñanza de Jesús que ordena no vengarse del mal recibido (II, 11) y afirma que ninguna venganza es justa:

 

“El tomar venganza injusta (que justa no puede haber alguna que lo sea) va derechamente contra la santa ley que profesamos, en la cual se nos manda que hagamos bien a nuestros enemigos y que amemos a los que nos aborrecen; mandamiento que, aunque parece algo dificultuoso de cumplir, no lo es sino para aquellos que tienen menos de Dios que del mundo, y más de carne que de espíritu; porque Jesucristo, Dios y hombre verdadero, que nunca mintió, ni pudo ni puede mentir, siendo legislador nuestro, dijo que su yugo era suave y su carga liviana, y así no nos había de mandar cosa que fuese imposible el cumplimiento” (II, 27).

 

Esa fidelidad de Cervantes a la ética de Jesús es la que la que le lleva asimismo a cuestionar el papel legitimador y rector que la iglesia católica desempeña en una sociedad cuyo principio vertebrador repudia.

Dicho sea de paso, ese aspecto pudo incidir negativamente en la visión que el público tuvo del teatro de Cervantes, demasiado crítico para su gusto. Cervantes no fue protestante y no es, en absoluto, seguro que, como se ha afirmado ocasionalmente, fuera erasmista. Sin embargo, sintió una profunda aversión por la religión externa que deja intocado el espíritu de la persona y por la omnipresente influencia del clero en el poder.

Para Sancho Panza y para su amo, el que predica bien es el que vive de manera adecuada y no resulta menester otra teología (II, 20). De la misma manera, la verdadera lucha contra los gigantes, como reconoce el propio don Quijote es matar la soberbia, la envidia, la ira, la gula, la lujuria y lascivia y la pereza (II, 8). Por ello, Cervantes no puede dejar de lamentar el pésimo papel que representan los eclesiásticos cercanos a los poderosos. Evidentemente siente aversión por aquellos que, como el preceptor de los duques, “gobiernan las casas de los príncipes, destos que como no nacen príncipes, no aciertan a enseñar cómo lo han de ser los que lo son, destos que quieren que la grandeza de los grandes se mida con la estrechez de sus ánimos, destos que queriendo mostrar a los que ellos gobiernan a ser limitados les hacen ser miserables” (II, 31).

También manifiesta su desprecio hacia los ermitaños que viven bien aunque “menos mal hace el hipócrita que se finge bueno que el público pecador” (II, 24). Desde luego, no deja de ser curioso que en una sociedad repleta de frailes y monjas, de clérigos y prelados, el único santo que aparece en el Quijote sea un laico, el caballero del Verde gabán (II, 26). No. Si la limpieza de sangre – un criterio racista - no puede ser aceptada como base de la sociedad tampoco podía serlo la dirección de un clero distante de la enseñanza de Jesús.

Cervantes no cree en una España donde, como se relata en la Segunda parte del Quijote, unos huesos de jamón sirven como pasaporte para viajar con tranquilidad porque el que los chupa a la hora de la comida no puede ser ni judío ni morisco. No cree en una España donde, a diferencia de lo que sucede en la Alemania protestante a la que se refiere directamente el morisco Ricote, no existe la libertad de conciencia. No cree en una España donde la aristocracia lo es de sangre pero no de vida ni de obras. No cree en una España donde a gentes que la aman como la familia Ricote sólo les queda la condena y la expulsión porque no siguen la religión oficial. No cree en una España donde una mujer no puede esperar jamás que se le haga justicia en igualdad con un varón. El que esa España sea católica e imperial no cambia en absoluto el juicio de Cervantes.

 

Inmersos en ese mundo, articulado sobre el principio de la sangre y legitimado por el catolicismo, don Quijote y Sancho Panza esperan, sin embargo, el triunfo de sus esperanzas. El primero ansía implantar un ideal (II, 1) que vuelva a la sociedad a una Edad de oro; el segundo desea emerger del océano de necesidad en el que penosamente nada. Para el primero, la victoria vendrá de la mano de la realización de nuevas hazañas; para el segundo, de la obtención de una ínsula que pueda gobernar. Conseguidos ambos objetivos, creen que habrán triunfado en su enfrentamiento colosal, aunque en buena medida inconsciente, con un sistema injusto que lo mismo permite la flagelación del niño Andrés, que la burla de la hija de doña Rodriguez o la expulsión de los inocentes moriscos de España, su tierra natal. Creen que su victoria será, a fin de cuentas, la prueba palpable de que el bien puede triunfar sobre el mal.

Es harto sabido que ninguno de los dos protagonistas consigue sus objetivos. En realidad, ambos experimentan una clamorosa e indiscutible derrota. Ciertamente, Sancho consigue convertirse en gobernador gracias a los duques que sólo desean burlarse de un pobre e infeliz labriego descargando sobre él sinsabores sin cuento. Sin embargo, por propia voluntad, el escudero de don Quijote abandonará el gobierno de la ínsula Barataria y lo hará destrozado física, anímica y espiritualmente. Por su parte, don Quijote, que venció al caballero del Bosque, retó a los leones, creyó que Altisidora estaba enamorada de él y cabalgó sobre Clavileño, será derribado en combate singular por el caballero de la Blanca luna. Éste ni siquiera le brindará el consuelo de morir confesando la belleza de Dulcinea sino que le obligará a regresar a su aldea y a permanecer en ella sin emprender nuevas hazañas.

El bien no puede - ¡qué absurdo creerlo! - vencer el mal. No en este mundo. Sin embargo, ese descubrimiento no aniquila a los protagonistas de la novela ni tampoco los corrompe. Por el contrario, los purifica. Sancho descubre que la libertad aún ligada a la pobreza es mejor que la riqueza unida a la corrupción y al poder (II, 53). Don Quijote, por su parte, regresa a la aldea, pero, como señala su escudero, aunque vencido en el combate se ha convertido en vencedor de si mismo que es la mejor victoria que puede obtener un ser humano. El sufrimiento le lleva finalmente a recuperar la cordura y así, lamentando su pasado (incluida la lectura de los libros de caballerías), a ponerse a bien con un Dios al que invocó antes, pero al que parece haber descubierto ahora, por primera vez, de verdad.

Como el propio Cervantes debió vivir al final de su vida, es precisamente la fe en ese Dios la que da un sentido a la derrota terrenal del bien y al triunfo vergonzante y canalla del mal. Don Quijote puede asumir aunque sea apesadumbrado su derrota porque la misma no arranca de un azar ciego sino del designio de una Providencia que considera sabia y buena y que además deja al hombre en libertad de labrarse su destino:

 

“Lo que te se decir es que no hay Fortuna en el mundo, ni las cosas que en él suceden, buenas o malas que sean, vienen acaso, sino por particular providencia de los cielos, y de aquí viene lo que suele decirse: que cada uno es artífice de su ventura. Yo lo he sido de la mía… Atrevíme en fin; hice lo que pude; derribáronme, y aunque perdí la honra, no perdí, ni puedo perder, la virtud de cumplir mi palabra” (II, 66).

 

Las últimas palabras de don Quijote vendrán a confirmar su descubrimiento final de la Luz, su verdadero despertar a la Verdad y la confianza en que detrás de ello ha estado Dios:

 

“Despertó al cabo del tiempo dicho, y dando una gran voz, dijo:

- ¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! Enfin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres.

Estuvo atenta la sobrina a las razones del tío, y pareciéronle más concertadas que él solía decirlas, a lo menos en aquella enfermedad, y preguntóle:

- ¿Qué es lo que vuesa merced dice, señor? ¿Tenemos algo de nuevo? ¿Qué misericordias son éstas, o qué pecados de los hombres?

- Las misericordias - respondió don Quijote - , Sobrina, son las que en este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis pecados. Yo tengo juicio ya, libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de caballerías. Ya conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha llegado tan tarde, que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa, leyendo otros que sean luz del alma. Yo me siento, sobrina, a punto de muerte; querría hacerla de tal modo, que diese a entender que no había sido mi vida tan mala, que dejase renombre de loco; que puesto que lo he sido, no querría confirmar esta verdad en mi muerte. Llámame, amiga, a mis buenos amigos: al Cura, al bachiller Sansón Carrasco y a maese Nicolás el barbero; que quiero confesarme y hacer mi testamento.

Pero de este trabajo se escusó la Sobrina con la entrada de los tres. Apenas los vio don Quijote, cuando dijo:

- Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno. Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinitiva caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las historias profanas de la andante caballería; ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído; ya, por misericordia de Dios, escarmentando en cabeza propia, las abomino” (II, 74)

 

Para cuando se llega a esa parte de la novela, a su capítulo final, resulta obvio que Cervantes ha trascendido, aunque sin abandonarlo, el objetivo que se marcó en un principio. Junto a la crítica de los libros de caballerías, ha unido la exposición de una auténtica filosofía de la vida que desborda la finalidad inicial. Se trata de una cosmovisión que choca con la de la España de la Contrarreforma, la de la limpieza de sangre como principio vertebrador de la sociedad, la que entrega su mente y su alma al poder clerical. Es una cosmovisión que, según Cervantes, hunde sus raíces en “la Santa Escritura que no puede faltar un átomo en la verdad” (II, 1) pero también en la manera en que Cervantes mismo reflexiona sobre su vida precisamente cuando ésta se acerca a pasos agigantados a su ocaso. De acuerdo a la misma, incluso en el medio más hostil, el ser humano siempre tiene la última palabra para optar por el bien o por el mal, por el ejercicio de la virtud o de la bajeza, una bajeza que nunca puede ser legitimada por la altura de linaje o de posición. Vivir de acuerdo a ese ideal de virtud - cuya manifestación cimera es el amor al prójimo - es lo que da un verdadero sentido a la vida. El lograrlo, a juicio de Cervantes, sólo es posible cuando el sujeto se sustenta, en medio de derrotas y sinsabores, en la fe en un Dios bueno, justo y providente. Ése es el mensaje final en todos los sentidos que Cervantes, a través de las vivencias de sus dos criaturas más famosas, dejó a sus contemporáneos y a las generaciones venideras.

 

Esta es la clave que explica que sus compatriotas, emborrachados por la vivencia de un imperio altivo y derrotado, lograran olvidarlo durante décadas- ciertamente, no podían tolerar a alguien que cuestionaba el papel omnipresente de la iglesia católica, la legitimidad de los estatutos de pureza de sangre, el sistema aristocrático e incluso las relaciones con los disidentes religiosos o entre hombre y mujer. El ideal de Cervantes y de su criatura literaria era muy superior ética y espiritualmente al de la España de la Contrarreforma y esa sola razón explica su permanencia cuando aquella es desde hace siglos ya cosa del pasado. Durante cuatro siglos, tanto Cervantes como su caballero han seguido cabalgando como ilustres disidentes.

 

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