Entre el 90 y el 93 por cientos de las muertes violentas sufridas por negros en Estados Unidos son perpetradas por otros negros. En Chicago, por ejemplo, una media del 76 por cien de los homicidios son cometidos por negros que constituyen el 35 por ciento de la población. La tasa de muertes violentas de Chicago – mayoritariamente debida a negros – casi iguala a la de las guerras de Afganistán e Irak. Así, entre 2001 y 2015, se llegó a la cifra de 7.401. En ese mismo período de tiempo, el número de soldados norteamericanos muertos en las guerras de Afganistán e Irak fue de 8.321. Igualmente, el número de muertos por la policía en los años de 2017 a 2020 ha sido superior entre los blancos que entre cualquier grupo étnico. En 2017, 457 blancos fueron abatidos por la policía frente a 223 negros, 179 hispanos y 44 de otros grupos, es decir, el 50.6 de los abatidos por la policía fueron blancos. En 2020, van 42 blancos muertos por la policía frente a 31 negros, 13 hispanos y 3 de otros grupos. Aún más revelador si cabe es el número de vidas negras destruidas en abortorios. El número de niños negros exterminados por la industria del aborto en Estados Unidos desde los años setenta supera los 18 millones, el triple de los judíos que perdieron la vida durante el Holocausto. De hecho, a lo largo de los 86 años que van de 1882 a 1968, el KKK linchó a 3.446 negros. Esa cifra de muertes negras es duplicada prácticamente cada semana en los abortorios. Pues bien ni una sola de esas muertes – millones - ha merecido el menor comentario, censura o campaña de Black Lives Matter. Porque lo único que importa a este movimiento, de cuyas fundadoras espero poder escribir algún día, es la subversión y para la subversión sólo se puede enarbolar a los negros muertos por policías. ¿Y el resto de muertes violentas negras que son la aplastante mayoría? Nada importan.