Los políticos son otro cantar. Donde yo vivo, es posible que no le importe un pito al senador o al congresista que me representa, pero dado que soy quien elige si sigue o no en su cargo, no le queda más remedio que recibirme, atenderme e intentar satisfacerme. En España, el futuro del político depende del capitoste del partido que decide si lo coloca al inicio de la lista para que tenga cargo o al final para que no lo alcance. Por lo tanto, trata de halagar al que confecciona las listas y no a los electores. Muchos se han quedado fuera en las últimas elecciones. La querida – o querido – del político se le adelantó en la lista, los nuevos apartaron a manotazos a los veteranos, los votantes están hartos… y se han quedado sin poltrona. Entonces se preguntan si marcharse al extranjero. Gente que jamás pensó en ayudarte, a la que jamás importaste, aparece diciéndote que cuánta razón tenías años atrás criticando a tal o cuál jefe, incluido el suyo al que entonces baboseaba porque, arrimado a él, tenía sombra bajo la que cobijarse. Tras adularte porque viste lo que ellos no vieron – más bien no quisieron ver – vacían el saco de la información para que sepas lo que acontece en el PSOE, en el PP, en Ciudadanos y hasta en el partido proverista. Luego quieren saber cómo abrirse camino al otro lado del mar. ¡Ay! ¡Qué mal lo tienen! No saben hacer nada más allá de brujulear en las sentinas del partido. Los más importantes ya han ido a parar a consejos de administración, a despachos de abogados, a prebendas diversas. Los otros… los otros tienen que escuchar las mismas palabras que dirijo a todos: ¿qué sabe usted hacer? ¿cómo va su inglés? En mi interior me guardo otra que me corroe, pero que silencio: ¿no se le cae la cara de vergüenza de haber apoyado la desgracia del pueblo español y ahora decir que yo tenía razón?