Buenos días. Permítanme, en primer lugar, dar las gracias al Instituto Americano para la democracia por haberme cursado la invitación para pronunciar la primera ponencia de este panel sobre la corrupción en Latinoamérica y al congreso de los Estados Unidos por darnos cabida y respaldo en este empeño. Para mi, se trata de un honor y un privilegio.
No es tarea fácil, ciertamente, perfilar el concepto de corrupción. A lo largo de los siglos ha cambiado y evolucionado de maneras no siempre uniformes. Trasladémonos a una situación acontecida hace cuatro mil años en el Antiguo Egipto. Un antiguo texto del 2000 a.de C., nos narra cómo fue robado el ganado de un campesino llamado Jun-anup. El desdichado pidió justicia a un juez llamado Rensi, pero el juez, en lugar de escuchar al campesino, optó, por orden directa del faraón, azotarlo hasta nueve veces. La razón no era otra que el deseo del faraón de divertirse escuchando las quejas de Jun-anup. Sólo cuando el monarca quedó satisfecho, ordenó al juez que hiciera justicia. Resulta obvio que el concepto de corrupción en el Antiguo Egipto estaba más vinculado a obedecer al faraón aunque esa obediencia pudiera converirse, en un sentido muy literal, en una situación muy dolorosa para la gente que pedía justicia.
Un texto casi ocho siglos posterior - 1230 a. de C. – relacionado con el dios Amón-Ra afirma que no recibía regalos de los culpables. En otras palabras, la corrupción, a esas alturas, no estaba sólo relacionada con la obediencia al faraón sino también con rechazar sobornos en favor del culpable. Se trataba de un principio.
No mucho más prometedora fue la situación en la Antigua Mesopotamia. Hammurabi, el famoso rey babilónico que legislaba siguiendo las órdenes del dios Shamash y que nos ha dejado un código de leyes conservado en la actualidad en el museo del Louvre, en París, estableció una pena para castigar al juez que alterara su sentencia. Había que multarlo, infamarlo e incluso expulsarlo, pero, de manera bastante curiosa, parece que era la única forma de soborno castigada. Para colmo, no sabemos en realidad si Hammurabi castigaba el soborno en si o la falta de constancia del juez al dictar sentencias. Muy posiblemente, el concepto de corrupción estaba más ligado a la apariencia de justicia que a la justicia misma.
También Assurbanipal, el famoso rey asirio, tuvo su propia definición de corrupción procedente del dios Shamash que castigaba a “el juez injusto… al que recibe un regalo (tatu) que pervierte…”. En términos generales, los mesopotámicos no parecen haber sido muy estrictos con la corrupción. Por ejemplo, el archivo del templo de la Uruk neo-babilónica ha conservado numerosos documentos donde se registran casos judiciales presentados ante las autoridades del templo. La mayoría se relacionan con episodios relativamente menores de robo y corrupción. Tomemos, por ejemplo, el caso de un personaje llamado Gimillu. Durante una veintena de años, Gimllu estuvo a cargo del ganado del templo y más adelante se ocupó de los ingresos que procedían de las tierras del templo. Gimillu aprovechó su posición para apropiarse indebidamente de la propiedad del templo una y otra vez y, por añadidura, en no pequeña escala. Fue condenado y le impusieron una elevada multa, pero, de forma bien reveladora, continuó trabajando para el templo en una posición de responsabilidad. Reconozcamos que no deja de ser llamativo. No se puede evitar tener la sensación de que el concepto de corrupción no preocupaba especialmente a la gente de la mesopotámica Uruk. Incluso cuando se demostraba y castigaba, el culpable podía seguir desempeñando su cargo.
Con toda seguridad, no llegamos a encontrar una visión más estricta en relación con la corrupción hasta llegar a la Torah recibida por Moisés en el Sinaí para que sirviera de norma de vida a Israel. En el capítulo 23 del libro del Éxodo, por ejemplo, se recogen una serie de normas que se relacionan directamente con la corrupción:
“No esparzas falsos informes. No ayudes a una persona culpable siendo un testigo falso. No sigas a la multitud haciendo el mal. Cuando prestes testimonio en un proceso judicial, no perviertas la justicia colocándote al lado de la multitud y no muestres favoritismo para con el pobre en un proceso… No niegues la justicia a tus pobres en sus procesos. No tengas nada que ver con una falsa acusación y no condenes a muerte a alguien inocente u honrado… No aceptes un soborno porque el soborno ciega a los que ven y tuerce las palabras del inocente”.
En su escueta formulación, la Torah muestra ya una serie de conductas inaceptables precisamente porque implican corrupción. El populismo pauperista, la aceptación del criterio de la masa sea justo o no, la recepción de sobornos, el falso testimonio, el juicio carente de justicia… son conductas que encajan sobradamente en el concepto de corrupción. No deja de ser significativo igualmente que las primeras instrucciones contenidas en la Torah justo en vísperas de la entrada en la Tierra prometida se relacionen con una justicia imparcial impermeable a la corrupción. En Deuteronomio 16: 18-9 se afirma:
“Nombrarás jueces y oficiales en todas tus puertas que YHVH tu Dios te da, en tus tribus y juzgarán al pueblo con justo juicio. No torcerás el juicio, no serás parcial, no aceptarás regalos porque un regalo ciega los ojos del sabio y pervierte las palabras de los justos”.
El mensaje resultaba obvio: la justicia independiente era esencial para acabar con la corrupción, una corrupción cuyo concepto se había perfilado no poco.
Por supuesto, ni la justicia independiente ni la lucha contra la corrupción existieron siempre en el devenir histórico del antiguo Israel. Esa circunstancia es, precisamente, una de las causas de la aparición de uno de los fenómenos más interesantes de la Historia. Me refiero a los profetas del Antiguo Israel. La comprensión vulgar identifica a los profetas con meros vaticinadores del futuro, pero, en realidad, en la Biblia, son más bien personajes que leen el presente y señalan las consecuencias de la situación que ahora, en la actualidad, se vive. De manera bien significativa, para los profetas la lucha contra la corrupción era, por ejemplo, mucho más importante que la práctica de las ceremonias de la religión. Amós (5: 21-4), por ejemplo, podía afirmar:
“Odio, desprecio vuestras fiestas religiosas. Vuestras reuniones me apestan. Incluso aunque me traigáis ofrendas quemadas y de grano, no las aceptaré. Aunque me traigáis ofrendas de comunión selectas, no las consideraré. ¡Fuera el ruido de vuestras canciones! No escucharé la música de vuestras arpas. Pero dejad que corra la justicia como un río y la equidad como una corriente que no se interrumpe”.
Sin duda, el avance en el concepto de corrupción era muy importante. Lo que era o no corrupción no era decidido de acuerdo al deseo del rey o a la opinión humana sino a la justicia imparcial colocada bajo el imperio de la ley. Cualquier acción contra esa justicia debida a la codicia, el soborno, la parcialidad, la ambición u otras causas entraba en el concepto de corrupción.
Así de claro resultaba, siquiera teóricamente, en el Israel que vivía bajo un único Dios, pero resultaba más problemático en las sociedades politeístas. Por ejemplo, Platón, en el diálogo titulado Las leyes, reconocía que los dioses recibían ofrendas de los hombres, pero, a la vez, quizá pensando en que esas ofrendas a los dioses no eran sino una forma de soborno, Platón añadía que ese tipo de acción no podía ser aceptada entre los hombres.
Curiosamente, los griegos – inventores de la democracia a fin de cuentas – dispusieron de no pocas palabras que pueden traducirse como “corrupción”. Es el caso de, por ejemplo, luô, stasis, metabolê, diaphthora. Todas ellas, en mayor o menor medida, contienen una idea de pérdida con consecuencias negativas. Detengámonos, por ejemplo, en la palabra diafzora y en el verbo diafzerein. Este verbo contiene la idea de decadencia desde una forma original o pérdida de unidad o integridad lo mismo en un cuerpo físico que en una sociedad. Curiosamente, el verbo – y el paralelo con la Torah es llamativo – no indica tanto corromper como una corrupción de la mente que lleva a tomar decisiones erróneas.
La idea era clara, pero no lo era menos la realidad que no resultaba precisamente halagüeña. Reparemos, por ejemplo, en la Atenas que creó la democracia. El historiador Jenofonte (c. 430 – 354 BC), famoso autor de laAnábasis y defensor de la regeneración política incluso a costa de asumir formas políticas despóticas, nos ha transmitido un interesante diálogo entre Sócrates y Glaucón. El filósofo Sócrates informa a Glaucón de que no existe una ambición más honrosa que la de política. La afirmación puede aceptarse o no, pero, a continuación, Sócrates, de manera bien significativa, señala a Glaucón que lo mejor de desempeñar un cargo público, parte de la gloria que proporciona al que lo detenta y al estado, es que permite “obtener lo que se desea” ya que, de otra manera, no “tendrá los medios para ayudar a sus amigos”. Reconózcase que el comentario es significativo. No era excepcional. Por ejemplo, Solón, una de las figuras esenciales en la Historia de la democracia ateniense, proclamó en un acto nada exento de populismo la cancelación de deudas. Justo antes de anunciar la medida, informó a sus amigos de que les convendría negociar la concesión de elevados préstamos que, por supuesto, nunca pagarían. Se trataba de un claro ejemplo de información privilegiada que abrió la puerta a la riqueza. Insistamos de nuevo en que no se trataba de una excepción. Temístocles, uno de los grandes demócratas atenienses, no ocultaba que, en su opinión, no resultaba nada interesante desempeñar un cargo si no se podía enriquecer a los amigos. Y no se trataba sól del amiguismo o de la información privilegiada. También estaba la malversación. Periclés, otra de las grandes figuras de la democracia ateniense, creó los fondos reservados o secretos. Cuando se le preguntó en cierta ocasión como los empleaba, se limitó a responder que los había dado “según se necesitaba”. Suena, desde luego, no poco familiar.
En cierta medida, la extensión de la democracia o, al menos, de un sistema basado en las elecciones sirvió para idear nuevas formas de corrupción. Así lo vemos, al menos, en la Antigua Roma. En el año 63 a. de C., Cicerón, que era cónsul a la sazón, asumió el propósito de castigar un delito electoral que recibió el nombre de ambitus y que tenía una raíz similar a la de ambitio, es decir, ambición. Ambitus no era sólo el usar el dinero para obtener votos, sino también para ser aclamado o seguido por la gente, para pagar reservas para los votantes en los juegos públicos, para dar banquetes públicos o para patrocinar juegos de gladiadores. Los romanos… qué civilización. Eran conscientes no sólo de cómo se podían corromper unas elecciones sino también de cómo crer un ejército de clientes. El filósofo estoico Epicteto (55 – 135 d. de C.) podía preguntar amargamente: “¿Cómo llegaste a ser juez? ¿Qué mano besaste? ¿Frente a qué dormitorio dormiste? ¿A quién enviaste regalos?”. Se trata de preguntas retóricas que describen sobradamente una situación de corrupción extensa. No sorprende que el poeta Lucano indicara que la corrupción electoral había “destruido la república” al aumentar la deuda y las tasas de interés y empujado al enfrentamiento civil. Una vez más reconozcamos que esta visión de la corrupción suena familiar.
Los primeros cristianos no sólo fueron conscientes de la corrupción que aquejaba el imperio romano sino también la de los estados que orbitaban en torno suyo. Juan el Bautista consideró, por ejemplo, una manifestación de arrepentimiento que los funcionarios encargados de recaudar impuestos no despojaran a los ciudadanos más de lo debido (Lucas 3: 12-3). Tampoco deja de ser revelador que Pablo no fuera puesto en libertad por la sencilla razón de que el gobernador romano encargado de dar ese paso no deseara enemistarse con los judíos contrarios al apóstol (Hechos 24: 27). En estos aspectos, los primeros cristianos no fueron sino fieles seguidores de lo establecido por la Torah. Sin embargo, los primeros cristianos catalogaron también a una forma de corrupción si no del todo nueva sí llamada a disfrutar de una inmensa andadura. Me refiero a la simonía, es decir, la compraventa de bienes espirituales (Hechos 8: 17 ss), que recibe su nombre de Simón el mago. De esa manera, lo que era común en el paganismo fue contemplado con horror por los primeros cristianos. Deseo subrayar el término “primeros” porque, a lo largo de la Edad Media y como consecuencia de la inmensa inyección de paganismo que se produjo desde inicios del siglo IV, el papado no dejó de crear, difundir y acumular prácticas que sólo pueden ser calificadas como simonía. Como no podía ser menos, esa simonía, esa corrupción específicamente religiosa, garantizaba, supuestamente, no sólo un buen resultado en este mundo sino también una excelente posición en el futuro. Por cierto, esa corrupción institucionalizada no sólo fue la chispa que encendió la llama de la Reforma protestante a inicio del siglo XVI sino que además originó la denominación de una nueva forma de nepotismo. Me refiero al nepotismo. Como ustedes saben, el término deriva de la palabra latina “nepos” que significa “sobrino”. La realidad es que los papas entregaban cargos a sus sobrinos estableciendo una forma especial de corrupción que se prolongó escandalosamente durante siglos.
He mencionado la Reforma y resulta obligado detenerme en ella porque implicó importantes cambios en el concepto de corrupción. Permítaseme citar un episodio claramente revelador. En el año 1538, Calvino y algunos de sus amigos fueron expulsados de la ciudad de Ginebra por las autoridades. El momento fue aprovechado por el cardenal Sadoleto para enviar una carta a los poderes públicos de la ciudad instándoles a rechazar la Reforma y regresar a la obediencia a Roma. La carta del cardenal Sadoleto estaba muy bien escrita, pero lo cierto es que no debió de convencer a los ginebrinos ya que éstos solicitaron en 1539 a Calvino (que seguía desterrado) que diera respuesta epistolar al cardenal. Calvino redactó su respuesta al cardenal Sadoleto en seis días y el texto se convirtió en un clásico de la Historia de la teología. Escapa a los límites de esta ponencia el adentrarse en el opúsculo, pero sí es obligado mencionarlo porque en él se puede contemplar dos visiones de la ley que diferenciaron – ¡como tantas otras cosas! – a las naciones en las que triunfó la Reforma de aquellas en que no sucedió así.
El dilema que se planteaba era si el criterio que marcara la conducta debía estar en el sometimiento a la ley o, por el contrario, a la institución que establecía sin control superior lo que dice una ley a la que hay que someterse. Sadoleto defendía el segundo criterio mientras que Calvino apoyaba el primero. Para Calvino, era obvio que la ley – en este caso, la Biblia – tenía primacía y, por lo tanto, si una persona o institución se apartaba de ella carecía de legitimidad. El cardenal Sadoleto, por el contrario, defendía que era la institución la que decidía cómo se aplicaba esa ley y que apartarse de la obediencia a la institución era extraordinariamente grave, a decir verdad, tratándose de la iglesia católica implicaría la condenación eterna. La Reforma optó por la primera visión, mientras que en las naciones donde se afianzó la Contrarreforma se mantuvo un principio diferente, el que establecía no sólo que no todos no eran iguales ante la ley sino que, por añadidura, había sectores sociales no sometidos a la ley. De esa manera, la Reforma abrió la puerta a que la ley estuviera por encima incluso de papas y emperadores. Igualmente, afirmó una visión del ser humano que tendría una extraordinaria repercusión institucional.
La Reforma recuperó el principio, expresado en la Biblia, que sostiene que el género humano es una especie caída. Lejos de nacer buenos, como pretendería después Rousseau, los seres humanos nacen y se desarrollan con una predisposición innegable hacia el mal. Ni que decir tiene que una sociedad en que la acción de los seres humanos discurriera sin someterse al imperio de la ley o en que se permitiera un poder absoluto tan sólo puede acabar en una corrupción creciente y en la tiranía. A contrario sensu, si una sociedad desea protegerse de la tiranía y de la corrupción, los poderes del estado deben estar separados desembocando en lo que conocemos como un sistema de frenos y contrapesos (checks and balances), precisamente la base del sistema constitucional de Estados Unidos. A decir verdad, sólo una sociedad que cuenta con un sistema semejante cuenta con posibilidades jurídicas de combatir la corrupción.
Basta de Historia… Quizá podamos ya definir un concepto de corrupción. Al menos, podemos atrevernos a ello.
La corrupción es, primero, una desviación en el proceso de tomar decisiones; segundo, esa desviación implica el apartarse del fin legal y lógico de la decisión; tercero, esa desviación no se debe a un error humano ni a mera incompetencia; cuarto, por el contrario, la desviación tiene lugar a cambio de alguna forma de recompensa o de la promesa de la misma y quinto, esa desviación tiene un efecto en la sociedad que contribuye en mayor o menor medida a corromperla y a avanzar por el camino de la decadencia.
Por supuesto, la corrupción se ve ayudada por distintas circunstancias y habrá otros ponentes que se referirán al tema, pero quisiera sugerir que esas razones son más culturales que poíticas, más sociológicas que económicas, más espirituales que materiales. De hecho, la corrupción arranca, fundamentalmente, de la ausencia de un imperio de la ley igual para todos y de la falta de un trasfondo cultural que repudie enérgicamente esa corrupción. Fue precisamente un católico, por cierto, profundamente deprimido por la conducta de su iglesia y, en especial, de su cabeza, el que subrayó la importancia del primer factor. Su nombre era Lord Acton y, escribiendo a otro católico, afirmó:
“No puedo aceptar su canon de que tenemos que juzgar al papa y al rey de manera diferente a otros hombres, con una presunción favorable de que no han hecho nada malo. De existir alguna presunción sería, al revés, contraria a los que detentan el poder, aumentando en la medida en que el poder aumenta. La responsabilidad histórica obliga a enfrentarse con la falta de responsabilidad legal. El poder tiende a corromperse y el poder absoluto se corrompe absolutamente…”.
No deja de ser significativo que mientras que la frase final es relativamente conocida, el conjunto del argumento de Lord Acton no suela citarse. El papado y la monarquía no sólo no podían gozar de una presuposición favorable sino todo lo contrario. El hecho de que su poder fuera absoluto si acaso indica que su corrupción también sería absoluta y no se puede negar que la Historia ofrece abundantes ejemplos de la veracidad de lo afirmado por Lord Acton.
La segunda característica está muy relacionada con la falta de igualdad ante el imperio de la ley y se manifiesta de manera especialmente obvia en sociedades como las del sur de Europa o las de Hispanoamérica a las que otros conferenciantes se referirán con más detalle. En esas sociedades, es común el concepto católico de pecado venial que incluye, por ejemplo, la mentira y la falta de respeto por la propiedad privada. Cuando hace apenas unos años, una ministra socialista llamada Magdalena Álvarez señaló en España que “el dinero público no es de nadie” simplemente repetía lo que es una noción común en el sur de Europa y en el centro y sur de América. Habiendo nacido en una cultura de pecados veniales, la noción de la señora Álvarez era tanto una invitación a la corrupción como una poco velada legitimación de la misma.
¿Puede esta corrupción de honda raíz cultural ser combatida? No es el tema que yo debo abordar, pero no puedo menos que indicar que, efectivamente, ha de ser combatida ya que la corrupción, al fin y a la postre, destruye el cuerpo social. Una vez más, el trasfondo cultural es determinante.
Ibn Jaldun, un extraordinario historiador musulmán de la Edad Media, era muy pesimista al respecto y dejó escrito:
“Varios gobernantes, hombres de gran prudencia en el gobierno, viendo los accidentes que han llevado a la decadencia de los imperios, han buscado curar el estado y restaurarlo a una salud normal. Piensan que esta decadencia es el resultado de la incapacidad o la negligencia en sus predecesores. Se equivocan. Estos accidentes son inherentes a los imperios y no pueden ser curados”.
Ibn Jaldun expresaba, sin saberlo, lo mismo que describiría la Reforma siglos después - aunque apuntando ésta a un posible remedio - y que Lord Acton constataría con amargura en relación con papas y reyes: el poder absoluto corrompe absolutamente.
Sin embargo, sin caer en un fácil optimismo, creo que deberíamos adoptar otra actitud. En el suelo de piedra de la Torre de Constance, una prisión situada en Aigues Mortes, en Francia, un desconocido cautivo protestante escribió con un clavo una sola palabra: “Résistez”. ¡Resistid! Ciertamente, ése es el mejor grito que se puede lanzar contra la corrupción. Resistid. Resistamos como si nos enfrentáramos con la misma muerte porque, efectivamente, esa corrupción implica, tarde o temprano, el final del sistema político que la alberga en su seno. Muchas gracias.