Una de las grandes tragedias de la Historia de España ha sido la incapacidad de sus monarcas para estar al servicio de toda la nación. Los Reyes Católicos expulsaron en 1492 a los judíos a pesar de ser súbditos leales, Felipe II exterminó a los protestantes aunque estaban dispuestos a rendir los mayores servicios a España, Fernando VII se ocupó de borrar de la faz de la tierra a los liberales y a los partidarios de una constitución por moderada que pudiera resultar. En realidad, hubo que esperar a la experiencia de la Gloriosa revolución de 1868 y a la llegada de Amadeo de Saboya para que la monarquía se convirtiera en democrática y el rey pensara en la conveniencia de dispensar su amparo a todos los españoles. La experiencia de Amadeo fracasó y el nuevo régimen creado con Alfonso XII, a pesar de sus deseos de ampliar la base social de la monarquía, nunca logró abrirse hasta abarcar a la totalidad de los súbditos. A decir verdad, la idea de un “rey para todos los españoles” sería consecuencia directa y paradójica de la experiencia dramática de la guerra civil española. Responsabilidades de cada bando aparte, lo que resulta innegable es que la lucha fratricida dejó de manifiesto la incapacidad trágica de los españoles para dialogar con el distinto, para intentar entenderlo y para buscar un futuro común. Empeñados en imponerse al diferente con las armas en la mano, el desenlace condujo a una dictadura. Fue ese trauma que algunos todavía lamentan en sus carnes el que abrió paso a la idea de un monarca que pudiera ser el de todos los españoles, incluidos los republicanos. La consigna comenzó a defenderla don Juan, el padre de don Juan Carlos, a mediados de los cuarenta garantizándose que el vencedor de la guerra jamás le dejaría acceder al trono. Sin embargo, Franco era, a fin de cuentas, un conservador. A diferencia de Hitler, de Stalin e incluso de Oliveira Salazar la única salida que veía para España era una monarquía. No sería una monarquía parlamentaria, sino otra en la que el rey reinaría y gobernaría tomando como ejemplo a los Reyes Católicos y a los Austrias mayores interpretados por Franco, pero, a fin de cuentas, sería monarquía. Con esa finalidad pactó con don Juan la llegada a España de Juanito, es decir, del príncipe Juan Carlos, en la famosa entrevista del Azor, de 25 de agosto de 1948. Don Juan entregaba a su hijo como rehén para que se educara bajo la atenta mirada del dictador a cambio de la vaga promesa de que no se le vilipendiaría en la prensa española y de que el príncipe, quizá, llegaría a rey. Tenía Juan Carlos diez años y lo que vino después no fue fácil. En 1949, por ejemplo, estuvo a punto de romperse el pacto. En 1950, Juan Carlos, que había salido de España rumbo a Estoril, regresó a suelo patrio, para recibir una educación extraordinariamente severa y de corte fundamentalmente militar. En situación de penuria económica, sometido a una disciplina notable y azotado por dramas como la muerte accidental de su hermano Alfonso, Juan Carlos terminó sus estudios en 1959 y, de manera casi inmediata, se enfrentó con la necesidad de encontrar una esposa que asegurara la continuidad dinástica. Se discutirá siempre hasta qué punto el enlace en 1961 con la princesa Sofía de Grecia fue fruto del amor o vino impuesto por la razón de estado. Lo que no es discutible es que en él pesaron enormemente los consejos de don Juan que insistían en colocar en primer lugar los deberes dinásticos. El matrimonio se celebró en 1962 y al año siguiente, la pareja se trasladó a vivir al palacio de la Zarzuela. El gesto no gustó a don Juan que alentaba todavía la esperanza de ser rey, pero encajaba con la trayectoria de un príncipe consciente de que sus posibilidades de llegar a sentarse en el trono dependían totalmente de Franco. No se trató de un proceso fácil. El dictador acostumbraba a recibirlo en un despacho sentado de tal manera que la luz diera sobre los ojos del príncipe impidiendo ver las expresiones del general, pero permitiéndole a él estudiar el rostro del joven aspirante. Franco terminó, sin embargo, por cobrarle afecto. Le parecía un muchacho, serio, sencillo, imbuido de espíritu militar e incluso un poco tímido, características que debían recordarle a las suyas cuando era un joven oficial. De hecho, basta ver las imágenes del bautizo de alguno de los vástagos del príncipe para darse cuenta de que Franco lo sentía como alguien de la familia. En 1966, en un paso más en esa dirección, el príncipe decidió no acudir a una reunión del Consejo privado del Conde de Barcelona en Estoril con ocasión de la celebración del vigésimo qunto aniversario de la muerte de Alfonso XIII. La unidad de propósito dinástico se había roto y, para el que no lo supiera, resultaba obvio que el príncipe estaba decidido a ser rey en lugar de su regio progenitor. La acción del príncipe tuvo sus frutos porque tres años después Franco decidió designarlo sucesor en la jefatura del estado a título de rey y el 22 de julio de ese año, las cortes ratificaron el nombramiento a la vez que Juan Carlos prestabajuramento el mismo día de guardar y hacer guardar las Leyes Fundamentales del Reino y los principios del Movimiento nacional. Para que a nadie le cupiera duda de que aquella no iba a ser la odiada monarquía liberal sino la del 18 de julio. Franco decidió que el príncipe lo fuera de España y no de Asturias como tradicionalmente se había designado a los herederos a la corona. Puede decirse que a partir de ese momento el franquismo entró en agonía. No es menos cierto que no faltaron los que desearon descabalgar al príncipe de la sucesión. El desprecio de la gente del bunker, las intrigas cortesanas y el rigodón de asunción y abandono de las competencias del jefe del estado – de 19 de julio a 2 de septiembre de 1974 y de 30 de octubre a 20 de noviembre de 1975 – fueron sólo algunos de los jalones difíciles que tuvo que sortear en los últimos momentos del régimen de Franco mientras miembros de la familia del Caudillo insistían en que nombrara a otro sucesor.
Juan Carlos era joven y podía apoyarse en las ilusiones de cambio de millones de españoles, pero accedió al trono en una tesitura difícil. Desde 1973, la nación se veía sumida en una crisis económica que no concluyó hasta la década siguiente; ETA había adquirido una fuerza inusitada hasta el punto de llegar a asesinar al jefe de gobierno en 1973, el bunker amenazaba con sacar a la calle a los antiguos combatientes y Marruecos se había apoderado del Sáhara aprovechando la debilidad de la dictadura. Con ese panorama de fondo, intentar pilotar la transición desde una dictadura a una democracia no era empeño baladí. Sin embargo, Juan Carlos estaba decidido a ser el rey no sólo de los vencedores de una guerra que comenzó el 18 de julio de 1936 sino de todos los españoles. No fue la única figura de una Transición en la que resultaron esenciales el cardenal Tarancón, Torcuato Fernández Miranda y Adolfo Suárez. Sí fue el más importante y el más decisivo. Fue él quien decidió escuchar los consejos de Tarancón abriendo camino a un sistema moderado en el que pudieran integrarse los comunistas y en el que los nacionalistas catalanes y vascos tuvieran un especial papel. Fue él quien supo colocar a Torcuato Fernández Miranda en el lugar que le permitiera controlar el Consejo del Reino, las Cortes y, sobre todo, la inclusión de Suárez en la terna de candidatos a la presidencia del gobernó. Fue él quien supo ver lo que nadie contempló, que Suárez sería un magnífico presidente de gobernó para desmantelar el franquismo y dar los primeros pasos hacia la configuración de un sistema constitucional.
De aquel póker de ases, todos – menos el rey – deberían haberse jubilado tras cumplir con su deber. Fue obvio en el caso de Tarancón, injustamente caído en el olvido: Fue innegable en el de un Torcuato apenado por lo que consideró un retiro injusto. Fue casi imposible en el caso de un Suárez que, en contra de lo esperado por el rey, no quiso dejar el poder y que se presentó a las primeras elecciones democráticas ganándolas y debiendo su legitimidad no a la designación regia sino a las urnas. En noviembre de 1976 con la aprobación por referéndum – noventa y cuatro por ciento de apoyo – de la ley de reforma política, el franquismo podía darse por liquidado. El 14 de mayo de 1977, con la renuncia de don Juan a sus derechos dinásticos desapareció cualquier posibilidad de conflicto legitimista. Lo que nacería del impulso directo del rey sería un sistema democrático con escaso punto de contacto con la monarquía del 18 de julio. Con sus defectos y sus virtudes, el nuevo sistema sería un claro reflejo de la voluntad del “rey de todos los españoles”. En España, cabían ahora todos. De hecho, el sistema ni siquiera era bipartidista – como erróneamente se dice – para garantizar su pluralidad. Sí establecía la posibilidad de una alternancia en el poder para la izquierda y para la derecha y el respaldo tácito de los nacionalistas catalanes y vascos. Con el rey, como poder moderador en la sombra, el nuevo orden político – al que se llegó sin guerra, revolución o derramamiento de sangre más allá de las víctimas inolvidables del terrorismo – debía durar décadas. De hecho, cuando un grupo de mandos militares cuyas motivaciones reales iban de implantar una dictadura militar a convertirse en presidente del gobierno pretendieron dar un golpe de estado el 23 de febrero de 1981, fue el rey el que paró la bochornosa intentona y defendió la constitución. La extrema derecha nunca le perdonaría aquella actitud y difundiría desde el principio la calumnia de que el golpe había tenido al rey como director. Luego la tomarían con Letizia o con otras cuestiones porque, en el fondo, lo que les jeringaba es que el franquismo – un cadáver muerto antes que el dictador – hubiera sido enterrado. Por su parte, los nacionalistas y la izquierda se resentirían por el papel poco airoso que habían tenido en una jornada donde la gente quemó por millares los carnets de los sindicatos o se apresuró a llegar a Perpiñán. Guste o no, aquella tétrica noche en que Miláns del Bosch sacó los tanques a la calle en Valencia y Tejero entró como un energúmeno en el congreso fue el rey el único garante de que España no volviera a entrar en uno de esos túneles trágicos tan comunes en su Historia.
Durante los años siguientes, la figura del rey seguiría ejerciendo un poder moderador que garantizó que el sistema sobreviviera, que la constitución fuera respetada con gobiernos de distinto color y que España disfrutará de su período más prolongado de paz, libertad y prosperidad. A decir verdad, el sistema sólo se vio herido cuando ZP y sus aliados nacionalistas decidieron liquidar el orden nacido durante la Transición y evitaron que el rey pudiera ejercer su poder moderador entre las sombras. Pujol no estaba dispuesto a escuchar al monarca - al que se había dirigido, temblón y balbuciente, la noche del 23-F - cuando aquel le recordó el dicho de que “hablando se entiende la gente”. Por lo que se refiere a ZP, no oía a Felipe González en relación con el estatuto catalán y, difícilmente, iba a prestar oídos al monarca. Fue en esos años, cuando alguna voz aislada propugnó la conveniencia de la abdicación del rey. De haber tenido lugar en aquel entonces, el príncipe Felipe se habría enfrentado a situaciones extremadamente difíciles desprovisto – como su padre – de los instrumentos legales para evitarlas. Resultaba obvio que los nacionalistas catalanes habían decidido romper la baraja del régimen de la Transición y frente a esa deslealtad gigantesca no había soluciones fáciles. Con todo, el monarca – cuyos vástagos se fueron casando con mayor o menor fortuna con el paso de los años – seguía siendo extraordinariamente popular, contaba con un prestigio verdaderamente impresionante en el continente americano y conservaba la consideración de mejor embajador de España. Sólo sus últimos años se verían ensombrecidos por las noticias sobre la presunta corrupción de personajes cercanos, la erosión sufrida por el régimen de la Transición, la falta de gusto de las publicaciones mal llamadas del corazón y el deterioro inevitable que acompaña al paso de los años. De manera inesperada – aunque ya conocida por algunos – el 2 de junio de 2014, a las diez y media de la mañana, el presidente del gobierno Mariano Rajoy anunció la abdicación del monarca. El momento es difícil y sólo la Historia, documentada y desapasionada podrá dictar veredicto sobre su reinado. Con todo, existe un mérito, enorme e indiscutible, que apuntar ya en su haber, el de que, por primera vez en la Historia de España, un monarca se esforzó por ser el rey de todos los españoles.