Viernes, 17 de Mayo de 2024

Fidel ha muerto

Sábado, 26 de Noviembre de 2016
Cualquiera que se hubiera molestado en mirar de cerca la trayectoria del joven Fidel Castro hubiera tenido dificultades para concebirlo como futuro dictador comunista.

De entrada, no pertenecía a una clase
oprimida. Su padre, un inmigrante español, había hecho fortuna en Cuba
hasta convertirse en terrateniente y dedicarse a hábitos tan burgueses
como dejar embarazadas a las criadas. Fidel, de hecho, era uno de los
hijos bastardos del laborioso español. Por añadidura, desdeñaba al
partido comunista, al que nunca quiso acercarse y veneraba los escritos
de otro joven carismático y dedicado a la política: José Antonio Primo de Rivera, el fundador de Falange.
No resulta, por tanto, tan sorprendente que asumiera una posición
política que no era ni liberal ni pro-americana, pero que tampoco era
todavía marxista. Esa falta de definición unida a su entusiasmo provocó que fuera visto con simpatía en el exterior desde el fallido asalto al Cuartel de Moncada en 1953
–disparate que le costó un año de prisión– al ulterior desembarco en
Cuba en 1956 al mando de un grupo de revolucionarios, entre los que se
encontraba el argentino Ernesto Che Guevara. Algún día se aclarará si el
dictador Batista fue más vencido por el abandono de los Estados Unidos,
tan dados a dejar a los dictadores a su suerte cuando no les ven futuro,
o por un grupo de revolucionarios, entre los que también se hallaban el
español Gutiérrez Menoyo (pronto encarcelado) y el idolatrado Camilo
Cienfuegos (pronto muerto). También determinará en qué momento lo que había sido un movimiento de
distintas fuerzas decidió caminar, siguiendo un modelo ensayado en
España en 1937 y en el Este de Europa a partir de 1945, hacia una
dictadura comunista. Quizá Castro se hubiera limitado a ser un dictador de tantos como ha habido en la Historia del Caribe de haber actuado Estados Unidos con menos acritud ante una reforma agraria que perjudicaba a sus negocios azucareros. De hecho, es más que posible que Fidel Castro diera el paso más por ambición personal que por convicción ideológica en la constancia
de que sólo conseguiría neutralizar las acciones de Estados Unidos si contaba con el paraguas soviético. Lo buscó –y lo obtuvo–
enseguida porque Nikita Jrushov no podía desperdiciar la posibilidad de
colocar una daga en la garganta de Estados Unidos tras la división del
mundo acordada en Yalta y Postdam. A esas alturas, cuando recibía ayuda
para montar su cadena de radio nacional de un casi desconocido senador
chileno llamado Salvador Allende, Castro ya estaba concibiendo un plan
revolucionario que sacudiría el continente.
Como le comentaría un día a uno de los técnicos chilenos, igual que
desde aquel punto de Cuba partía una cordillera subterránea que llegaba
hasta la Tierra del Fuego, pensaba él extender la revolución
anti-imperialista desde La Habana hasta todos los confines de
Hispanoamérica.
La respuesta norteamericana fue inmediata y enérgica. El presidente Eisenhower dio
orden a la CIA de derrocar a Castro y le dejó el problema a JFK que lo sucedió en la Casa Blanca. Sin embargo, a diferencia de Sandino en Nicaragua o de Arbenz en Guatemala, Castro estaba en una isla.
y pronto disfrutaría de la protección de una superpotencia. En 1961, Kennedy no se dejó arrastrar a una intervención directa en Cuba – como pretendían la CIA y el Pentágono – y, al negarse a enviar la aviación de Estados Unidos, la invasión de Bahía de Cochinos se convirtió en un fracaso estruendoso. Dado que además los servicios norteamericanos habían intentado asesinarlo en varias ocasiones, Castro reforzó las
relaciones con la URSS y declaró la naturaleza socialista de la
revolución cubana. Al año siguiente, los soviéticos habían comenzado a
desplegar misiles en territorio cubano en respuesta a los que Estados Unidos había desplegado en la frontera de la URSS con Turquía. Seguramente pasarán años antes de que conozcamos todos los detalles de la crisis de los misiles. Sí podemos dar por seguro que de ella salió la retirada de las armas nucleares de Cuba y Turquía y la promesa de que Estados Unidos no invadiría la isla. Fue una conclusión frustrante para Castro que no se recató en Nueva York de acusar al soviético de
ser «un viejo incapaz de sujetarse los pantalones». El impacto de
aquellos dos acontecimientos emblemáticos proporcionaron a Castro una
proyección apropiada para el ego de un personaje que gustaba de ser
conocido como «el caballo». Era él quien había derribado la dictadura
de Batista, quien había derrotado a los «yanquis» en las playas de Bahía
Girón y quien iba a exportar la revolución en todas direcciones.
En 1965, se convirtió en primer secretario de un Partido Comunista de
nueva factura que nada tenía que ver con el que había existido por
décadas en Cuba. Lo que vino a continuación fue una verdadera orgía de
intervenciones militares en el exterior, mientras en el interior sólo
había represión y miseria. A la vez que enviaba grupos de cooperantes a
los lugares más lejanos del globo, Castro desplazó unidades del Ejército
cubano a la guerras de Yom Kippur, Angola y Ogadén. Mandela – y no fue el único dirigente africano – lo proclamó públicamente como un paladín de la lucha contra el apartheid y un ejemplo a seguir. Por supuesto, viajó
también al Chile de Allende y a la Nicaragua sandinista en interminables
periplos donde, en su calidad de autoinvestido dispensador de patentes
revolucionarias, dio su visto bueno a la «vía chilena hacia el
socialismo» y a la «revolución sandinista».
Aunque se las arregló para desempeñar un papel de cierta relevancia en
el seno del movimiento de países no alineados, Castro no era mucho más que un hábil peón
en la política de la Unión Soviética. Los años 70 fueron
su período dorado con su conversión en 1976 en presidente del Consejo de
Estado y del Consejo de ministros –pantallas legales que no servían para
ocultar que era un dictador absoluto que aplastaba despiadadamente
cualquier disidencia– y, sobre todo, con su ayuda a un conjunto de
guerras en el «patio trasero» de los Estados Unidos, signo, según él, de
que el triunfo del socialismo estaba cerca. Tan madura debió de ver la
ocasión que incluso permitió que Frei Beto, uno de los teólogos de la liberación, redactara un libro de
entrevistas con él donde pontificaba sobre una interpretación adecuada
de los Evangelios.
Por supuesto, no pocos europeos, incluido Felipe González, pero también
Fraga, lo contemplaban con benevolencia, como el David caribeño opuesto
al Goliat del norte. Al final, los hechos, como insistía el compañero
Lenin, son testarudos y acabaron imponiéndose. Con la caída de la Unión
Soviética en 1991, la dictadura castrista perdió su valedor –un valedor
que había gastado en ella cantidades que multiplicaban por ocho el
conjunto del Plan Marshall– y se encontró en una difícil situación. No
sólo es que «el caballo» había perdido su atractivo, no sólo es que cada
vez le resultaba más difícil a la progresía defender sus violaciones de
derechos humanos –Saramago descubrió, por ejemplo, que en Cuba había
pena de muerte aunque fuera con décadas de retraso– sino que el modelo se había venido abajo como un castillo de naipes. Fidel salió adelante a su manera, es decir,
desafiando a la comunidad internacional desde su impunidad insular.
Afirmó que no pagaría la deuda gigantesca que tenía con la URSS y esperó
a que amainara. Amainó, efectivamente, cuando, aparte de recibir el reconocimiento agradecido de Mandela, una nueva hornada de
revolucionarios comenzó a surgir de las ruinas de algunos sistemas
políticos hispanoamericanos y, carentes de trayectoria heroica,
aceptaron encantados las credenciales revolucionarias que Fidel les
brindaba. En el año 2006, Fidel Castro entraba con pompa y circunstancia
en la Alianza Bolivariana para las Américas al lado de personajes como
Hugo Chávez o Evo Morales. Pero la biología no estaba dispuesta a darle
cuartel. A pesar de que existen fotos en las que Castro aparece
iniciándose en la santería, quizá en busca de la inmortalidad, aquel
mismo año de 2006 se vio obligado a transferir sus responsabilidades al
vicepresidente que no era otro que su hermano Raúl. En el 2008, se apartó, al
menos formalmente, de la política. Con todo, aprovechando la tecnología,
seguía lanzando sus homilías en YouTube como el sumo pontífice que
siempre había sido. Durante la visita que le dispensó el papa Francisco transmitió una imagen de personaje indomable, pero ya casi vencido por las leyes biológicas. Así lo manifestó él mismo hace unos meses al señalar que quizá era la última vez que lo veían en público. Lo cierto es que antes de morir iba a ver el final del embargo de Estados Unidos, un momento histórico en el que tendrían un papel decisivo el papa y el presidente Obama y que, curiosamente, volcó el voto cubano este año en favor de Trump. Finalmente, ha exhalado el último aliento provocando que millones griten de júbilo. En el futuro se discutirá sobre la adscripción
exacta de su régimen. La mejor definición se halla en una frase que
coreaban sus fieles y que decía «Pa’lo que sea, Fidel, pa’lo que sea».
Lo suyo ha sido una dictadura aún más personal y servil que las de
Stalin o Mao. El enigma, como siempre, es lo que pueda venir después.

 

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