La persona encargada de cantar La vieja bandera cuajada de estrellas es incluso escogida con auténtica meticulosidad y no faltan los que consideran que debe ser hasta norteamericana de nacimiento para otorgar una solemnidad de rancio abolengo a la ceremonia. Se me dirá que Estados Unidos en esto, como en tantas cosas, puede hacer gala de eso que denominan “excepcionalidad”. Es cierto, pero la pitada al jefe del Estado o el abucheo al himno nacional sólo se produce entre grupos marginales. Fue el caso, por ejemplo, de los inmigrantes argelinos que, en el curso de un partido de futbol entre la selección de su nación de origen y la francesa, se permitieron armar bronca mientras sonaban los compases de La Marsellesa. Estas circunstancias son las que convierten la costumbre de los nacionalistas catalanes y vascos de pitar el himno nacional e insultar al Jefe del Estado en algo lamentablemente inusual en cualquier nación civilizada. De entrada, ni Cataluña ni Vascongadas son, en absoluto, segmentos marginales de España como pueden serlo los inmigrantes musulmanes de los suburbios franceses. A decir verdad, tanto una como otra región disfrutan de un grado de privilegio sin paralelos en el resto de la nación. En el caso de las Vascongadas, su economía y su sistema de bienestar social son sostenidos de manera directa e innegable por el resto de los españoles. Bien pueden jactarse los nacionalistas vascos de que su sanidad es la mejor del estado o de que sus pensiones son las más elevadas. Así es porque a cada ciudadano español le cuesta al año no menos de dos mil euros el que se mantenga en pie la sanidad vasca y porque su sistema de pensiones lo costeamos bien generosamente entre todos aceptando que el nuestro entregue renumeraciones inferiores a los que se retiran tras una vida de trabajo. Gracias a la figura del concierto – que el catedrático Mikel Buesa definió acertadamente hace años como el “pufo vasco” – las Vascongadas tienen mesa y mantel puesto por el resto de España contribuyendo a las cargas comunes de manera menos que simbólica. No es mucho peor la situación de privilegio de Cataluña. A pesar de que representa más del treinta por ciento de la deuda de la totalidad de las Comunidades Autónomas y de que en los últimos años se han subido los impuestos de todos los españoles para que Artur Mas no tenga que cerrar ni una sola de sus embajadas en el extranjero – a decir verdad, ha seguido abriendo nuevas legaciones – y pueda seguir financiando el nacionalismo catalán en los territorios que desea someter como Aragón, Valencia y las Baleares, los nacionalistas catalanes están más que descontentos. No es para menos porque el resto de España lleva años sintiendo como un peso insoportable las insaciables exigencias de todos y cada uno de sus sectores y, ocasionalmente, alguna voz se atreve a discrepar. Las oligarquías políticas de estas dos regiones españolas no están, sin embargo, satisfechas y llevan décadas sembrando el odio a España desde una educación, unos medios de comunicación y una red clientelar que se encuentran totalmente bajo su control. Son precisamente esos pilares los que van a permitir, presumiblemente, volver a ofender a la nación que los mantiene y a su Jefe de Estado de manera totalmente impune. Es cierto. Nadie puede entender por qué pitan cuando mantenemos sus dispendios, cuando soportamos su desprecio y cuando aguantamos sus dislates peseudo-históricos que lo mismo convierten a Leonardo en catalán o a Navarra en la primera Euzkadi. Hasta dan ganas de preguntar: ¿Por qué pitáis si nos sacáis hasta los higadillos? En realidad, deberíamos ser nosotros los que pitáramos para expulsaros del campo de juego.