La primera cuestión es el reparto de responsabilidades. Cualquiera que crea ciertas afirmaciones repetidas una y otra vez diría que Venezuela era una paradisiaca nación hasta que llegó Hugo Chávez y se hizo con el poder con la ayuda de Fidel Castro. La realidad es muy diferente. En primer lugar, en esa república que se presenta con tonos idílicos, más del cincuenta por cien de la población vivía por debajo del umbral de la pobreza y la causa fundamental era la inmensa corrupción y latrocinio protagonizados por los partidos clásicos de derecha e izquierda. Si Chávez llegó al poder no fue por un movimiento magistral de una supuesta varita mágica de La Habana sino porque lo votaron mayoritariamente millones de venezolanos hartos de la inmundicia de décadas. A decir verdad, el gran mérito táctico del difunto gorila rojo fue captar el potencial derivado de la hartura ciudadana ante un sistema más que erosionado. Que el remedio ha sido peor que la enfermedad tiene poca discusión, pero que se pase por alto ese aspecto y que, por añadidura, los partidos que abrieron con su conducta el camino a Chávez pretendan marcar la transición a la democracia no deja de provocarme perplejidad. Al parecer, todavía no han asimilado que Chávez ganó una elección presidencial con una extraordinaria mayoría y, desde luego, sin votos cubanos o que la horrorosa constitución chavista fue aprobada también por los votantes venezolanos. Quizá en estos años todos han experimentado una profunda catarsis moral, pero, sinceramente, me basta examinar lo que han dicho sus dirigentes hace cuatro días para sentir una inquietud difícil de soportar. Desearía poder decir que esa oposición a la que se incensa comprensiblemente es un modelo de políticos honrados, contrarios a pactar con el chavismo y preocupados, sobre todo, por los problemas reales de los venezolanos. Sin duda, hay gente así, pero en no pocos casos, el deseo de ser presidente, la ocultación de los problemas tras la consigna de derribar a Maduro o la búsqueda de pactos que les permitan apoderarse de cuotas de poder local parece que preocupan a muchos dirigentes de la oposición más que una evaluación realista de la pavorosa situación que padece Venezuela o del trazado de un plan de futuro realista e inteligente. Da la sensación de que más que acabar con el mal, muchos pretenden prolongar la situación que existía antes de Chávez y que acabó desembocando en la actual robolución. La desaparición del chavismo sería una magnífica noticia para la democracia y para los que creemos en la causa de la libertad. Precisamente por ello, no soy optimista en cuanto a la acción de colectivos que carecen de unidad, de estrategia, de táctica – más allá de seguir provocando cortes de carreteras y de lanzar a jovencitos a pecho descubierto contra los sicarios de Maduro – y que lo mismo defienden – con otro nombre - un golpe de estado como el que fracasó el pasado fin de semana que sentarse a negociar o a repartir las raciones del poder en unas elecciones locales. No es una buena perspectiva. Con todo, Maduro puede y debe caer, pero de eso hablaré el próximo día.