Así, durante la presidencia de Reagan, cuando el presidente de Estados Unidos habló de la posibilidad de una “guerra nuclear localizada” en Europa, la popularidad de la NATO atravesó por horas realmente bajas. El auge de los Verdes en Alemania o el enfrentamiento de los socialdemócratas germánicos con esa política son sólo dos botones de muestras. Bien estaba – podría decirse - una alianza dispar, pero resultaba intolerable un conflicto atómico europeo y más cuando los dirigentes soviéticos abogaban por la distensión. El hecho de que la Unión Soviética se colapsara contribuyó a correr un tupido velo sobre aquellos días.
En teoría y si la verdadera y principal finalidad de la NATO hubiera sido contener el comunismo en Europa, la organización tendría que haberse disuelto con todos los honores antes de finales del siglo XX. Sin embargo, al tratarse en realidad de una construcción hegemónica, la Casa Blanca insistió en ir sumando nación tras nación a la Alianza y cuando Putin solicitó la entrada formal de la nueva Rusia en la NATO, como era de esperar, la respuesta fue negativa. Para los miembros de la NATO, semejante evolución fue acogida con sentimientos encontrados. Por un lado, no había nada en contra de “mantener a los rusos fuera” e incluso de sumar nuevos aliados. Más discutible y costoso parecía que el pago de esas incorporaciones constituyera un coste directo para ellos ya que el ingreso en la NATO iba acompañado de la promesa de formar parte de la próspera Unión Europea. Para muchos, mantener el proyecto hegemónico de Estados Unidos en Europa resultaba demasiado gravoso si era a costa de que lo pagara la Unión Europea franqueando las puertas de su club exclusivo a naciones con un claro desnivel económico y social que durante años deberían vivir de las subvenciones, subvenciones a las que no contribuiría Estados Unidos.
El segundo bajón dentro de la NATO se produjo durante el golpe de estado en Ucrania que derribó a un presidente pro-ruso e impuso en su lugar a una oligarquía nacionalista y profundamente corrupta entre cuyos sostenes se encuentran partidos abiertamente nazis que honran a las SS ucranianas de Hitler. No resulta exagerado afirmar que sólo la autoridad de hegemón de Estados Unidos llevó a la mayoría de los aliados europeos a aceptar imponer sanciones a Rusia. De nuevo, el coste de la medida recaía en las economías nacionales de Alemania, España, Italia o Bélgica, pero no en la de Estados Unidos. Ese coste, en medio de una crisis, resultó para muchos inaceptable y no tardaron en emprender relaciones por vías extrao-oficiales con Putin para poder seguir exportando sus productos a Rusia. No es que se desentendieran de Ucrania. Es que eran conscientes de que se trataba de una nación totalmente artificial, de que su clase política era una de las más corrompidas de Europa e incluso del planeta y de que asumir su integración en una Unión Europea sujeta a fuertes tensiones resultaba imposible de plantear. Por añadidura y más allá de las afirmaciones oficiales, costaba creer que Rusia pudiera ser una amenaza militar cuando su gasto militar anual es inferior a la décima parte del presupuesto de la NATO en Europa. Ciertamente, hay que reconocer que si Rusia constituye una amenaza para la Alianza gastando menos de la décima parte en armamento deberíamos desentrañar la eficacia de su sistema y copiarlo por sus resultados con entusiasmo en Estados Unidos y la UE. Al respecto, no sorprende que en esa amenaza rusa sólo crean de manera mayoritaria polacos y estonios, pero no el resto de los europeos.
Tampoco puede sorprender que cuando Turquía derribó un avión ruso alegando que había violado su espacio aéreo – lo que se descubriría falso con posterioridad – más allá de algunas declaraciones, los aliados se negaran a respaldar al país asiático con pretensiones de entrar en la UE. El pacto hegemónico no se cuestionaba, pero estaba revelándose muy gravoso. La relación de este episodio – que Putin perdonó públicamente hace unas semanas en un encuentro con Erdogan – con el golpe de estado sufrido por el presidente turco es algo que, a día de hoy, ignoramos.
Durante los últimos años, no han dejado de sumarse razones de resquemor para los aliados europeos. Sin ánimo de ser exhaustivos, señalemos entre ellas que Turquía, miembro de la NATO, seguía llamando a las puertas de la UE amenazando con introducir cien millones de musulmanes en sus fronteras; que las sanciones contra Rusia causaban estragos en sectores económicos como el agro-pecuario; o que las intervenciones de Estados Unidos con o sin respaldo de la NATO catapultaban a millones de musulmanes hacia la UE en la mayor invasión demográfica desde la Edad Media. Fenómenos como el Brexit, la victoria electoral de Viktor Orbán en Hungría o el crecimiento del Frente nacional en Francia son sólo algunas muestras de ese malestar creciente. Y en eso llegó Trump.
Cuando en medio de la campaña electoral, el entonces candidato Trump anunció que iba a obligar a Europa a pagar su parte de los gastos de la NATO provocó la inquietud en republicanos y demócratas. No era para menos porque demócratas y republicanos por igual jamás han pretendido que Europa pague la parte alícuota del gasto de la NATO y no lo han pretendido porque saben que Europa aporta el terreno para las bases militares y los silos de armamento nuclear aparte de ser el posible campo de batalla y la primera que se llevaría los golpes en caso de una – ¡Dios no lo quiera! – confrontación bélica. Por otro lado, los beneficios obtenidos por Estados Unidos compensan más que sobradamente ese gasto adicional.
Sin embargo, Trump, en realidad, no es demócrata ni republicano y también se le escapan las sutilezas no dichas de la política internacional. Es un hombre del pueblo llano, con éxito en la vida empresarial y convencido de que la política de Estados Unidos sólo se mueve por impulsos generosos e idealistas, tan generosos e idealistas que olvidan el coste que significa para los contribuyentes. Desde esa perspectiva, no sorprende que en su viaje enfatizara que lo menos que podrían hacer los europeos es rascarse el bolsillo en la parte que les corresponde y pagar el coste proporcional de la NATO. Todo ello sin olvidar asestar una bofetada a Alemania por su potencia exportadora.
La visión de Trump puede ser inexacta y primitiva, pero no resulta extraña. A decir verdad es la misma de millones de norteamericanos no sólo porque su conocimiento del mundo exterior es limitado sino también porque en pocos lugares se puede encontrar a gente más noble y desinteresada que en Estados Unidos. Lo cierto, sin embargo, es que una cosa es lo que se alberga en el corazón de ciertas personas y otra, la realidad. Al irrumpir en la cumbre de la NATO, totalmente ignorante del pacto hegemónico y con una cosmovisión propia de un sencillo montador de Detroit, de un tosco granjero de Arkansas o de un hillbilly de Kentucky, Trump ha removido todavía más un mar donde sobrevolaban las nubes de tormenta hacía tiempo. El resultado ha sido inmediato. Mientras Angela Merkel – siempre identificada con las directrices de Washington a pesar de los costes electorales – ha indicado que quizá sería mejor que Europa contara con una política exterior propia, a Macron le ha faltado tiempo para recibir a Putin, un personaje que, bajo ningún concepto, va a consentir la repetición de un episodio como el sufrido por su nación en la última década del siglo XX, episodio conocido allí como “la violación de Rusia”.
Si Trump rectificara – como lo ha hecho en sus posiciones hacia Arabia Saudí, la nación a la que pertenecían cuatro quintas partes de los terroristas de los atentados del 11-S y que financia la inmensa mayoría de los grupos terroristas islámicos del globo – es posible que sólo hayamos asistido a una tormenta de verano, aparatosa y desagradable, pero breve y sin mayor relevancia. ¿Y si no lo hiciera? Quizá, sería conveniente entonces que alguien recomendara al presidente la lectura de Tucídides. En su Historia de la guerra del Peloponeso podrá descubrir cómo Atenas, la primera democracia de la Historia, se vio abandonada poco a poco por sus aliados que consideraron que el pacto hegemónico era demasiado gravoso. De esa manera, a lo largo de un proceso que duró décadas, finalmente, acabó perdiendo su posición hegemónica frente a la roja Esparta. Sería lamentable que ese fuera el final del camino que va desde Delos a Bruselas.