El segundo gran discurso (10: 5-31) (II): la misión de los apóstoles
La semana pasada, Mariano Rajoy se despidió señalando su orgullo por dejar tras de si una España mejor que la que encontró. Objetivamente hablando, esa afirmación no es verdad.
Debía yo andar por los siete u ocho años y recuerdo que era un día del Libro. Paseaba con mi padre cuando mis ojos quedaron atrapados por una llamativa fotografía en la que la blanca silueta de un velero se recortaba contra un cielo hermosamente azul.
Hace justo una semana regresé de mi último viaje a Perú. Fue un viaje breve, pero extraordinariamente intenso en el que tuve que hablar ante auditorios de centenares de personas – en algún caso de más de un millar – y en el que también participé como conferenciante en un congreso internacional para periodistas.
Charles Wesley es, sin ningún género de dudas, uno de los compositores de himnos espirituales más sensacional de todos los siglos. Con seis mil escritos – y todos los que yo conozco son extraordinarios – muy posiblemente se merece el primer lugar.
Señalaba ayer como la Declaración de Granada, suscrita por cerca de cuarenta catedráticos, ha puesto el dedo en la llaga en la mayoría de los aspectos verdaderamente pavorosos que caracterizan la gestión lamentable de Cristóbal Montoro al frente del ministerio de Hacienda.
Han tardado, pero lo han hecho. Cerca de cuarenta catedráticos – algunos de ellos primeras espadas del derecho tributario – han firmado una declaración conjunta en la que Hacienda y la Agencia tributaria quedan cual no digan dueñas. ¡Vamos! ¡Como el mismísimo Rufete en Lorca!