Mientras repasaba en los últimos tiempos la crisis coreana me topé con un material curioso, un programa en el que analicé la Historia de Corea del norte.
Corría la década de los cincuenta y una familia de cómicos ambulantes llegó a cierta localidad. La señora de la casa les indicó satisfecha que había comprado un colchón para que pudieran descansar.
La literatura dedicada a narrar las peripecias de los sindicatos ha estado siempre infectada por el signo del panfleto más burdo.
Me han pedido estos días que vuelva a referirme a la revolución rusa cuyo centenario se conmemoró el año pasado.
DE CESAREA A ROMA (V): El viaje hacia Roma (III): al fin, tierra
La canción que traigo este sábado es un himno evangélico muy modesto, tanto que en muchos casos se ha limitado su canto a niños de la escuela dominical. Sin embargo, en sus líneas sencillas se percibe esa realidad que enseñó Jesús de que hay que ser un niño para entrar en el Reino así como otra afirmación de enorme relevancia.
Sucedió a inicios de la última década del siglo pasado. Una profesora titular de una muy importante universidad española me refirió el peculiar caso protagonizado por dos colegas. Un docente aprovechaba los congresos profesionales para invitar a compañeras a subir a su habitación de hotel con el pretexto de mostrarles documentación histórica.
Hace unos días, poco antes de salir hacia China, estuve hablando con una excelente amiga de Madrid. Persona extraordinariamente preparada, con experiencia impecable en el terreno profesional, me confesó que, en estos días en que el calentamiento global está congelando España, tiene que elegir entre encender la calefacción o comer.
Una de las preguntas más relevantes que pueden formularse es aquella que pretende saber si puede un ser humano cambiar radicalmente de rumbo y asumir al final de su vida una conducta que no sólo desmiente la de la existencia previa si no que además la mejora y la sublima.