Aunque, seguramente, los discípulos se encontraban desconcertados tras la revelación de Jesús de que todos huirían, poco podían imaginar lo que vendría a continuación. De hecho, juntos – salvo Judas – llegaron a Getsemaní, un olivar situado cerca de Jerusalén y que, muy posiblemente, no tenía nada que ver con el lugar que se enseña hoy en día sino que se encontraba a unos centenares de metros. El enclave servía, ocasionalmente, para proporcionar alojamiento a los peregrinos que descendían a la fiesta y resultaba ideal para perderse en medio de la multitud. Lo había sido hasta entonces, al menos. Cuando llegaron, Jesús se separó de los discípulos, con la excepción de Pedro, Santiago y Juan, y se apartó a orar (14: 32-33). La confesión de Jesús a sus discípulos en esos momentos resulta verdaderamente sobrecogedora. Su alma sufría una tristeza sólo propia de la muerte y además se mantendría en esa situación hasta el último momento (13: 34). Podemos especular sobre esa sensación, pero Jesús había entrado en un lóbrego túnel de abatimiento que no acabaría hasta su propia muerte. En esos instantes, lo único que pedía a los tres más cercanos era que lo acompañaran mientras oraba.