El escarmiento público de los judíos - verdadera advertencia para todos los disidentes – estuvo relacionado con el deseo de cubrir unos gastos relacionados con el pago de sangre de dos amiríes asesinados por Amr b. Umayya. Mahoma decidió que todos los habitantes de Yatrib debían contribuir a compensar lo pagado y con tal finalidad se dirigió, en compañía de algunos de sus seguidores, a una reunión de los jefes de los Banu-l-Nadir, una tribu de árabes que habían abrazado el judaísmo. Los judíos escucharon las pretensiones de Mahoma y, acto seguido, le pidieron que los dejara solos para proceder a deliberar. Los reunidos se dividieron de manera inmediata en dos bandos. Los encabezados por Huyyay b. al-Ajtab eran partidarios de dar muerte a Mahoma para concluir con el problema – la misma solución que llevaba preconizando Abu Sufyan desde hacía tiempo – mientras que los dirigidos por Sallam b. Miskam eran opuestos a esa solución tan radical. Se impusieron los primeros, pero, cuando fueron a ejecutar sus propósitos, no encontraron a Mahoma. La tradición islámica afirmaría que Al.lah le había advertido del peligro que corría. Lo cierto es que Mahoma había regresado a Yatrib y que dio orden a Muhammad b. Maslama al-Awsí de presentar un ultimátum a los Banu Nadir. Tenían que abandonar, so pena de muerte, sus territorios en el plazo de diez días, aunque podrían conservar sus bienes muebles y regresar anualmente a recoger la cosecha de sus palmerales. Se trataba de unas condiciones muy duras, pero los judíos – y esto muestra hasta qué punto constituían un peligro real de carácter muy limitado - las aceptaron sin plantear ninguna objeción aceptando el expolio de sus bienes a cambio de conservar la vida.
Aunque, seguramente, los discípulos se encontraban desconcertados tras la revelación de Jesús de que todos huirían, poco podían imaginar lo que vendría a continuación. De hecho, juntos – salvo Judas – llegaron a Getsemaní, un olivar situado cerca de Jerusalén y que, muy posiblemente, no tenía nada que ver con el lugar que se enseña hoy en día sino que se encontraba a unos centenares de metros. El enclave servía, ocasionalmente, para proporcionar alojamiento a los peregrinos que descendían a la fiesta y resultaba ideal para perderse en medio de la multitud. Lo había sido hasta entonces, al menos. Cuando llegaron, Jesús se separó de los discípulos, con la excepción de Pedro, Santiago y Juan, y se apartó a orar (14: 32-33). La confesión de Jesús a sus discípulos en esos momentos resulta verdaderamente sobrecogedora. Su alma sufría una tristeza sólo propia de la muerte y además se mantendría en esa situación hasta el último momento (13: 34). Podemos especular sobre esa sensación, pero Jesús había entrado en un lóbrego túnel de abatimiento que no acabaría hasta su propia muerte. En esos instantes, lo único que pedía a los tres más cercanos era que lo acompañaran mientras oraba.