A lo largo de las semanas anteriores, hemos ido viendo cómo la situación de Jesús fue empeorando en el seno de su pueblo. No es que semejante destino resultara novedoso. A decir verdad, cualquiera que conozca la peripecia previa de profetas como Amós o Jeremías sabe sobradamente que aquel que proclama en público la Verdad se ve sometido a un riesgo no pequeño. Sin embargo, en el caso de Jesús, la apuesta era mucho mayor. Jesús no sólo llamaba a convertirse a todos independientemente de su inclinación política (Lucas 13: 1 ss), no sólo señalaba que Dios no iba a hacer concesión alguna porque alguien perteneciera al pueblo judío (Lucas 4: 1 ss), no sólo dejaba de manifiesto que nadie podía salvarse por sus medios porque todos somos como una oveja perdida, una moneda perdida o un hijo tontorrón perdido (Lucas 15). Para colmo, indicaba que la salvación pasaba por él y no por el nacionalismo espiritual, por las autoridades del templo o por prácticas, ceremonias y ofrendas dinerarias. Con su predicación y sus acciones, Jesús no sólo mostraba la Verdad. Además enseñaba hasta qué punto la dirección espiritual de Israel no sólo no era buena sino que encaminaba a la perdición a una nación que rezumaba nacionalismo, sentimiento de superioridad y ceguera espiritual. Jesús colocaba a sus contemporáneos en una disyuntiva: la de aceptar lo que decía o la rechazarle y ese rechazo tendría las peores manifestaciones. En ese sentido, como en tantas otras ocasiones a lo largo de la Historia, descubrir la Verdad implicaba consecuencias pésimas para los que vivían de la mentira. Es conocida la anécdota de cómo el emperador Carlos V preguntó a Erasmo de Rotterdam lo que pensaba de Lutero. Erasmo le respondió que, sin duda, Lutero tenía razón, pero que había cometido dos errores: enfrentarse con la tiara de los obispos y con la panza de los frailes. En otras palabras, la predicación de la salvación por la sola fe y la sola gracia de Lutero se correspondía totalmente con la Verdad – el propio Erasmo había escrito al respecto años antes – pero no se había percatado de hasta qué punto al predicar lo mismo que aparecía en la Biblia convertía en inútil el poder episcopal e impedía que las órdenes religiosas llenaran sus arcas. ¡¡Ahí estaban sus dos grandes errores!!
Por razones semejantes, en la cercanía de la Pascua (22: 1), tanto el clero del templo como los escribas decidieron que había que matar a Jesús (22: 2), temerosos de que el pueblo – el que lo había aclamado al entrar en Jerusalén – lo siguiera. La situación vino facilitada porque Judas Iscariote, uno de los doce, se puso en contacto con ellos para entregarlo (22: 3). Que le ofrecieron dinero es obvio (22: 5), pero no da la sensación de que la cuestión económica fuera esencial en la traición de Judas. De hecho, Lucas – como Juan – ven detrás de esa acción un impulso diabólico. Quizá no habría que ver en esa afirmación una especie de endemoniamiento sino más bien el hecho de que Judas creía en un mesías como aquel en el que había creído Pedro en Cesarea de Filipo, un mesías que no podía ni debía morir, ni ser rechazado por las autoridades religiosas (Mateo 16: 21-28). Esa visión mesiánica era satánica – como Jesús le había dicho a Pedro – y, muy posiblemente, fue la que iría abriendo un abismo entre Jesús y Judas. La desilusión, el desengaño, la frustración provocan reacciones malignas y airadas y, muy posiblemente, fue lo que sucedió con Judas. Jesús lo había defraudado. Deshacerse de él parecía natural. Si además le sacaba un beneficio económico por magro que fuera…
Los dirigentes religiosos se alegraron al recibir la visita de Judas y llegaron a un acuerdo (22: 5). Ya sólo era cuestión de encontrar el momento adecuado (22: 6).
CONTINUARÁ