El relato que viene a continuación recalca todavía más esa realidad. Es la conocida historia del hombre rico. Lucas indica que era un hombre principal lo que apunta a que, muy posiblemente, además de la riqueza, disfrutaba de una posición social relevante. En apariencia, el hombre se acercó a Jesús con la mejor de las disposiciones. De hecho, llamó a Jesús maestro bueno a la vez que le preguntaba qué debía hacer para ganar la vida eterna. Pero Jesús no era persona a la que conmoviera la adulación sino que señaló que sólo uno era bueno: Dios (18: 19). El comentario de Jesús resulta de enorme trascendencia porque estaba diciendo al hombre que se le había acercado que o bien sabía lo que decía y entonces estaba atribuyendo a Jesús una categoría que iba más de lo humano o era un simple adulador. Por si fuera poco, Jesús añadió que conocía los mandamientos. Semejante respuesta debería haber conducido al hombre a confesar que, en mayor o menor medida, no había obedecido siempre los mandamientos y semejante reconocimiento lo habría puesto en el camino de recibir una salvación que sólo es por gracia. Pero aquel hombre no parece haber captado lo que Jesús le decía. No sólo no reparó en la referencia al único bueno sino que además señaló que desde su juventud había guardado todo lo referente a los mandamientos (18: 21). En otras palabras, estaba más que convencido – como el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo, como el fariseo que subió a orar al templo – de que se merecía la vida eterna porque siempre había cumplido los mandamientos. La respuesta de Jesús quebró todo sentimiento de complacencia. Cumplir los mandamientos estaba bien, pero era insuficiente si no iba unido a romper con lo que lo esclavizaba – la riqueza – y con seguir a Jesús (18: 22). El hombre no recibió aquellas palabras con la alegría del que ve cómo se le enseña el camino para la vida eterna sino que se vio sumido en la tristeza (18: 23). La vida eterna estaba bien como meta, sin duda, pero siempre que no significara renunciar a marcar sus metas en la vida, a poder decidir qué es lo importante en la vida. Por eso, pensar que en lugar de seguir unas normas morales como camino para alcanzar la vida eterna, Jesús insistía en volverse a él y seguirlo le provocó una inmensa tristeza. Sí, las riquezas atan mucho y por ello obstaculizan entrar en el reino de Dios tanto como la angostura del ojo de una aguja impide la entrada de un camello (18: 24-25). Naturalmente, la reacción de los presentes no pudo ser más clara: si para entrar en el reino de Dios hay que romper con lo que más nos ata ¿quién puede salvarse? (11: 26) y la respuesta de Jesús fue evidente: es cierto que los hombres no pueden, pero Dios sí porque la salvación no deriva de méritos humanos sino de gracia (11: 27).
En esos momentos, Pedro recordó – ¿quizá con nostalgia? – lo que habían dejado atrás (11: 28). La respuesta de Jesús, una vez más, resultó terminante: el que opta por el reino de Dios recibe mucho más ya en esta vida y disfrutará en el mundo futuro de la vida eterna (11: 29-30). Durante siglos, este revelador episodio se ha ido interpretando como si Jesús predicara una recomendable pobreza extrema para alcanzar si no la salvación, al menos la perfección espiritual. Es el que se convierte en pobre el que puede dar por segura su salvación. Durante la Edad Media, tendría lugar una codificación de ese punto de vista situando el voto de pobreza entre los denominados consejos – que no mandamientos – de perfección. Esa interpretación corrompe la enseñanza de Jesús reduciéndola a pauperismo cuando la realidad es mucho más honda y relevante. Para entrar en el reino de Dios, cada ser humano ha de estar dispuesto a reconocer que no cumple los mandamientos y que debe renunciar a lo que lo esclaviza. Muchas veces será el dinero, pero puede ser también la soberbia, la autojustificación espiritual, el sexo… Humanamente puede parecer imposible, pero no es imposible para Dios. Y eso es sólo el primer paso porque el siguiente es seguir a Jesús.
Pero nada de eso bastaría de no ser por algo central y es el hecho de que el mesías sería ofrecido en sacrificio (18: 31-33), algo que los discípulos no llegaban a entender (18: 34).
Una vez más, Jesús repetía enseñanzas esenciales. Primero, que la gente – incluso sus seguidores – no suele captar qué es lo importante y qué no lo es; segundo, que la gente tampoco tiene la menor idea de que la salvación no deriva de obras propias, de ceremonias o de ritos sino que pasa, en primer lugar, por reconocer la propia incapacidad para salvarse a uno mismo y tercero, que esa salvación es un regalo de Dios que nos libera de nuestras cadenas y que va unida a seguir a Jesús, algo que compensa más que de sobra lo que hayamos podido dejar atrás y que implica la vida eterna.
CONTINUARÁ