La cuestión que quedaría planteada tras los últimos versículos sería algo así como: “Está bien. Ya sé lo que es importante. Pero si me acerco a Jesús… ¿me recibirá?”. Las dos historias que relata Lucas a continuación responden de manera afirmativa, pero indican, al mismo tiempo, que la persona tiene que desear de verdad acudir a Jesús. El primer relato tiene que ver con el ciego que deseaba recuperar la vista (18: 35-43). Su protagonista es un ciego que estaba sentado al borde del camino y que, alertado por el alboroto, preguntó a qué se debía (11: 35-37). Al enterarse de que se trataba de Jesús comenzó a gritar pidiendo que se compadeciera de él. No lo hacía a tontas y a locas. De hecho, reconocía que Jesús era el mesías, el Hijo de David (11: 38). Los gritos, quizá los empujones que debió dar en su ceguera para acercarse a Jesús, tuvieron como resultado que la gente lo reprendiera (11: 39). Si uno se toma la molestia de leer el relato en Mateo 20: 29-34 y Marcos 10: 46-52, podrá percatarse de que el ciego comenzó a gritar a la entrada de Jericó, pero Jesús no lo llamó a su presencia hasta el momento en que comenzó a abandonar la ciudad. Durante las horas que mediaron entre la entrada y la salida, seguramente, aquel ciego ansió que Jesús lo socorriera y no dejó ni de esperar ni de clamar. Finalmente, Jesús, ya a la salida, lo atendió, pero dejó claro que lo que le había permitido alcanzar lo que buscaba no habían sido ni sus gritos, ni la celebración de alguna ceremonia, ni obras de ningún tipo sino su fe (18: 42). Había esperado, había esperado a pesar de los obstáculos, había esperado con fe y, por supuesto, Jesús lo había atendido.
El segundo episodio resulta aún más revelador si cabe. Su protagonista fue un jefe de recaudadores de impuestos llamado Zaqueo (19: 1-2). Como era lógico esperar, Zaqueo - ¿lo llamarían sus paisanos Saqueo? – era rico. Sabido era que los recaudadores de impuestos sangraban a la gente, con razón o sin ella, y, de esa manera, engrosaban su peculio. Zaqueo seguramente había escuchado hablar acerca de Jesús e incluso es posible que supiera que uno de los doce, Mateo, había sido también recaudador de impuestos a pesar de lo cual lo había recibido entre sus seguidores. Por ello, intentó acercarse a Jesús a su paso por la ciudad. Aquí chocó con el resentimiento acumulado de la gente. Zaqueo era bajo y ninguno de sus paisanos estuvo dispuesto a apartarse para permitirle ver a Jesús. Hasta es muy posible que se pegaran entre si para que aquel enano chupasangres no consiguiera contemplar a Jesús (19: 3). Pero Zaqueo no se desanimó. Por el contrario, echó a correr para adelantarse y trepó a un sicómoro para desde lo alto poder divisar a Jesús (19: 4). Jesús llegó, efectivamente, al lugar y, al ver a Zaqueo encaramado al árbol, le ordenó descender anunciándole que era necesario que se quedara en su casa (19: 5). Zaqueo se apresuró a bajar del sicómoro embargado por la alegría (19: 6). Pero la alegría iba por barrios. Zaqueo estaba muy contento, pero la gente - ¡¡¡todos!!! – se puso a murmurar al ver que Jesús estaba dispuesto a comer con un recaudador de impuestos. ¿Cómo era posible que alguien al que un ciego – por cierto, todavía sin curar – había proclamado con el mesías estuviera dispuesto a estar en la mesa al mismo tiempo que aquel desecho humano, que aquella sabandija que arrancaba su dinero a las pobres gentes, que aquel canalla que se había hecho rico saqueando a los demás? Es más: ¿qué pensó exactamente el ciego al escuchar que el que, supuestamente, iba a sacarle de las tinieblas de la ceguera se codeaba con aquel reptil cobraimpuestos? Lo que Lucas relata a continuación resulta harto revelador. Zaqueo no justificó sus acciones diciendo que nunca se había salido del margen legal o que su labor era indispensable para pagar las vacunas contra el covid o que cómo se pagarían las carreteras si él no vaciara los bolsillos de los contribuyentes. Por el contrario, lo primero que hizo Zaqueo fue reconocer su culpabilidad. Sin matices, sin justificaciones, sin dobleces. La mitad de sus bienes iba a entregarlos a los pobres y a cualquiera que hubiera defraudado le daría la indemnización de las víctimas de un robo: el cuádruplo (18: 8). En otras palabras, Zaqueo era consciente de que del ladrón al recaudador de impuestos no había tanta distancia. Desde luego, Zaqueo había optado no por buscar la salvación en la religión sino en la conversión que lleva hasta Jesús y que implica un cambio de vida. Precisamente al volverse así, la salvación llegaba a su casa. Precisamente porque se había convertido se podía decir que era un hijo de Abraham (19: 9. Compárese con Gálatas 3: 29). A fin de cuentas, el Hijo del hombre vino para buscar y salvar lo perdido (18: 10). Sí, Zaqueo fue aceptado porque se volvió a Jesús – que, por cierto, no pidió un céntimo del dinero de Zaqueo - y porque se volvió en serio. ¿Desanimó este episodio al ciego – recordemos que fue sanado al salir Jesús de Jericó – y lo hizo dudar? ¿Pensó que no era fiable alguien que aceptaba la conversión de un recaudador de impuestos? Sospecho que sucedió todo lo contrario. Si Jesús podía sacar de la ceguera y el pecado a un recaudador de impuestos – lo más bajo que se podía imaginar junto a las prostitutas – el darle a él la vista sería de lo más simple. Y esa fe le permitió ver.
La misión de Jesús es salvar a los perdidos. Lo fue entonces y lo sigue siendo a día de hoy. Si no sucede así es simplemente porque esos perdidos no acuden a él, pero a todos los que acuden no los echa fuera (Juan 6: 37). Sólo les exige que sean sinceros, que deseen cambiar de vida, que depositen en él su fe. Si usted, amigo lector, no lo ha hecho antes, aproveche las vacaciones y hágalo. Todavía está a tiempo y Jesús jamás rechaza a los pecadores que se acercan a él incluso aunque trabajen para la Agencia tributaria.
CONTINUARÁ