Lucas está a punto de narrar la entrada de Jesús en Jerusalén y adentrarse en la última – y trascendental – parte de su relato, cuando refiere una parábola que, como tanto material relacionado con el período previo a la llegada a la Ciudad Santa, ha sido recogida en exclusiva en este evangelio. Se trata de una parábola en la que lo mismo se encuentran referencias al momento concreto en que se pronunció – la cercanía de Jerusalén y la convicción de los discípulos en que el Reino iba a manifestarse de manera inminente (19: 11) - como a la vida de cualquier ser humano. La historia comienza con una circunstancia que los judíos conocían a la perfección, la de un hombre que tenía que marchar a otro país, lejano, por añadidura, para que le otorgaran un reino y regresar ya investido con la autoridad regia (19: 12). No otra cosa habían hecho los miembros de la familia de Herodes obligados a acudir a Roma para que el poder romano les otorgara la corona. Incluso Jesús se permitió – uno casi se imagina la ironía en sus labios – relatar como los habitantes del lugar enviaron una embajada al poder extranjero para que no lo colocara como su rey (19: 14). Una vez más, el paralelo con la dinastía de Herodes saltaba a la vista y Jesús comenzaba, pues, relatando algo más que conocido. Es igual que si hoy en día hubiera empezado diciendo “un rey se fue a cazar elefantes a África…” o “cierto jefe de estado cobraba comisiones en el ejercicio de su cargo”. En la parábola, aquel rey, a su marcha, había entregado la cantidad de una mina a diez siervos y les encargó que las hicieran producir (19: 13). Por supuesto, a su regreso les pidió cuentas y los resultados fueron muy diversos. Hubo quien de la mina sacó diez (19: 16) y vio premiada su fidelidad de manera proporcional a los resultados (19: 17). Tampoco faltó el que obtuvo un resultado menor, pero en cualquier caso multiplicador y también ése recibió recompensa (19: 19). Sin embargo, no faltó el que decidió no correr riesgos ni asumir el menor esfuerzo. En la idea de que el rey era un ser severo que echaba mano de lo que no había puesto y que segaba lo que había sembrado, decidió limitarse a guardar la mina en un pañuelo (19: 20-21). Pero aquellas excusas de mal pagador no iban a servir al mal siervo. Si, efectivamente, pensaba eso del hombre al que servía lo que debía haber hecho no era permanecer mano sobre mano sino, al menos, depositar el dinero en un banco donde se habría conservado rindiendo unos intereses (19: 23). Su destino, por tanto, sería que le quitaran la mina que le habían entregado para administrar y que se la dieran al que había producido diez (19: 24-25), algo lógico – aunque no gustara a otros – porque, a fin de cuentas, al que no produce se le acabará quitando lo que tiene asignado, principio que – imagino – debe causar escalofríos entre los partidarios de vivir a costa de los demás Estado intervencionista por medio. Por supuesto – y es un colofón significativo de la Historia – aquellos que no habían deseado que asumiera la realeza serían castigados por ello (19: 27).
El contexto de la parábola es obvio. En contra de lo que pensaban sus discípulos, sumidos en una efervescencia escatológica nada exenta de ansia de poder, Jesús no iba a manifestar violenta y nacionalistamente el Reino de Dios cuando entrara en Jerusalén en unos días. Por el contrario, marcharía a un lugar lejano a recibir esa corona y pasaría un tiempo antes de que volviera. La idea aparece también en la literatura rabínica en relación con el mesías de manera que no puede atribuirse a una invención de los primeros discípulos para encubrir un supuesto fracaso de Jesús en Jerusalén. Por el contrario, en esa misma literatura se habla de la muerte del mesías como el siervo sufriente de Isaías 53 y de su regreso con posterioridad y pasado un período de tiempo para implantar el Reino de Dios.
A lo largo de ese período intermedio, sus discípulos tendrían que ser fieles a su misión. Ciertamente, recibirían poco en términos humanos (19: 17), pero de ellos se esperaba que multiplicaran lo recibido. Los fieles lo harían en mayor o menor medida, pero lo harían. En cuanto a los infieles… no harían nada. Pensarían que Dios exige cosas que están fuera de su alcance, que van más allá de sus posibilidades y se presentarían ante el mesías con la mina nuevecita de no haberla usado. Para ellos no habría recompensa alguna.
Con todo, la peor suerte sería la de aquellos que no habían deseado que el mesías reinara sobre ellos. Su destino resultaría aciago. El enunciado de esta ley histórica ha encontrado verificación en no pocas ocasiones a lo largo de la Historia. Fue, desde luego, el caso de un sistema judío aniquilado – tal y como veremos que profetizó Jesús – en el año 70 d. de C. Ha sido, sin duda, el de no pocas naciones e imperios que, en lugar de someterse a Jesús, han preferido asumir el yugo de religiones y filosofías que podían referirse a Cristo, pero que se hallaban a años luz de sus enseñanzas. Será el destino de aquellos que, un día, tengan que comparecer ante el juicio de Dios. ¿Quisieron tener como rey a Jesús o prefirieron que el soberano de sus vidas fueran sus deseos, sus conveniencias, sus intereses, su confesión religiosa, sus prejuicios…? Pues aquellos que no lleguen a aceptar la realeza del mesías Jesús ya han quedado advertidos.
(CONTINUARÁ)