Miércoles, 24 de Abril de 2024

Lucas, un evangelio universal (XXVI): ¿Qué mesías es Jesús? (I) (9: 28-45)

Domingo, 20 de Septiembre de 2020

En la última entrega, nos detuvimos en cómo Jesús puso de manifiesto que era el mesías, pero no el mesías que deseaba Pedro – y, seguramente, el resto de los discípulos – sino un mesías cortado sobre el patrón del siervo de YHVH de Isaías.  Sólo el que comprende cómo es ese mesías puede, amoldándose a su modelo, ser un seguidor verdadero de Jesús.  Sin embargo, el siervo sufriente NO es un antihéroe derrotado, no es un ser humano vencido por las fuerzas del mal como el pobre Nazarín de Galdós, no es un simple héroe asesinado como Gandhi.  De hecho, con su muerte venció al que ha utilizado siempre la muerte como un arma de terror, es decir, al Diablo (Hebreos 2: 14).  El resto del capítulo 9 va a ser, de hecho, un regresar vez tras vez, a esa consideración.  Sí, Jesús descendía a Jerusalén para ser ejecutado por una siniestra alianza del poder religioso y del político, pero antes sería vindicado por el Padre como su Hijo (9: 35) tras recibir el reconocimiento de Moisés y de Elías, es decir, de la ley y de los profetas (9: 33).  Pedro, Santiago – o Jacobo – y Juan fueron testigos de aquel evento y también de cómo sus otros compañeros demostraban su incapacidad para liberar a un pobre muchacho de una posesión diabólica (9: 37-43).  Jesús lo hizo en un instante (9: 42) dejando, indirectamente, de manifiesto lo poco que tienen que ver esos rituales de exorcismo que cubren al infeliz con agua bendita, fórmulas y ritos con la verdadera manifestación de Dios.  Sin embargo, ese mesías que recibía el respaldo de la ley y de los profetas, que era reconocido por Dios como Hijo, que desplegaba un apabullante poder para combatir a los demonios seguía siendo el siervo sufriente de Isaías.  Precisamente cuando los discípulos estaban más abrumados con su autoridad que alcanzaba incluso a las huestes demoníacas, Jesús tuvo que recordarles de nuevo que sería entregado en manos de los hombres (9: 44), algo que se les escapaba y sobre lo que no tenían valor para preguntar (9: 45).

Aquellos apóstoles apabullados recuerdan demasiado a multitud de cristianos a lo largo de la Historia.  Tienen su idea de quién es Jesús, han formado su propia imagen del mesías y ante ella se inclinan satisfechos convencidos de que obtendrán un beneficio.  Da lo mismo que sea el Pantócrator medieval justificador de cruzadas y hogueras que el Dios cajero automático del evangelio de la prosperidad.  En todos y cada uno de los casos, se trata de un mesías que poco o nada tiene que ver con el verdadero.  Y no es porque el mesías real sea un pobre desdichado exento de poder y autoridad.  Todo lo contrario.  El verdadero mesías, el mesías-siervo puede comunicarse directamente con Dios y permitir que los discípulos más cercanos lo vean.  Tiene el respaldo directo de la revelación de Dios contenida en la Torah y en los profetas.  Incluso las fuerzas del mal no tienen nada que hacer frente a él porque son infinitamente más débiles que él.  Ese mesías, sin embargo, tenía como papel central en su existencia el de morir en la cruz y semejante circunstancia debería llevarnos a darnos cuenta de que el pecado no es sólo un error, una faltilla o algo sin importancia que un Dios Santa Claus pasará por alto.  Por el contrario, nuestro pecado no tuvo otra salida para ser tratado que la encarnación del Hijo de Dios y su muerte en el peor suplicio de la época.  Debe ser algo ciertamente muy serio si exigió semejante acción.  Pero así nos muestra el amor de Dios que no es pasar por alto las acciones humanas sino aceptar un mesías no nacionalista ni guerrero sino siervo, humilde y entregado a la muerte.  Sólo quien comprende estos aspectos – en la medida en que la mente humana puede entenderlos – se acerca al carácter de Dios, a Su Amor, a su propósito y a la obra de la cruz en una dimensión más aproximada.  Sólo quien comprende esos aspectos también puede pretender ser un discípulo de Jesús actuando en sus pasos.  Reconozcamos humildemente que la Historia del cristianismo ha caminado con excesiva frecuencia lejos de ambos aspectos, especialmente, cuando ha pretendido que la salvación es una meta que el ser humano alcanza gracias a méritos, obras, ceremonias o ritos o cuando ha creado un mesías falso al que le ha agradado seguir cuando, en realidad, seguía, sobre todo, el espíritu – nada santo – de su época.  Lucas todavía tiene mucho que decirnos al respecto.

CONTINUARÁ

 

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