Los preparativos se llevaron a cabo con bastante premura. El contacto con un cadáver provocaba la impureza ritual y además se hallaba cerca la preparación (15: 42). Por lo tanto, José envolvió los restos mortales de Jesús en una sábana, los depositó en un sepulcro excavado en la roca – que otras fuentes nos indican que era suyo – y sobre el cadáver se corrió la piedra que cerraba el lugar (15: 46). La iconografía desde la Edad Media ha adornado la escena y ha ido colocando en ella a distintos personajes insistiendo especialmente en la madre de Jesús. La realidad histórica es que sólo dos mujeres, María Magdalena y María la madre de José, estuvieron presentes en aquel sepelio. En cuanto a los discípulos, no parece que hubiera ninguno aparte de José. Ciertamente, el entierro de Jesús fue solitario y apenas podemos imaginarnos el gesto de dolor de aquellas dos mujeres que se fijaron en donde era depositado (15: 46) con la intención de poder regresar después del shabbat y de rendirle los cuidados adecuados que no eran posibles en esos momentos.
Ya en domingo, pasado el shabbat, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé pudieron comprar unas especias para ungir el cadáver – uno se las imagina a la puerta del comercio esperando a que abriera todavía de noche - y se encaminaron muy pronto hacia la tumba. Es admirable la audacia de las mujeres por que carecían de fuerza para mover la piedra que sellaba el sepulcro, pero semejante circunstancia, de la que eran muy conscientes, no las disuadió de ir a cumplir con lo que consideraban su deber (16: 3).
No puede extrañar que se sintieran más que sorprendidas cuando, al llegar, encontraron la tumba abierta y, en su interior, a un joven vestido de blanco (16: 4-5). Que se asustaran resulta natural y, sin duda, es lo mismo que nos habría sucedido a nosotros si en lugar de hallar un cadáver nos diéramos con una presencia inesperada. El mensaje del visitante aún causó más espanto a las mujeres porque les anunció que Jesús al que buscaban se había levantado – el significado literal de la palabra que traducimos por resucitar – y no estaba allí como podía comprobarse con sólo mirar (16: 6). Lo que ahora debían hacer era buscar a sus discípulos y a Pedro y decirles que los precedía a Galilea. Allí, como él les había anunciado, tendrían ocasión de verlo (16: 7).
En contra de las imágenes que nos ha transmitido el arte y el cine, aquellas mujeres no quedaron convencidas de lo que habían escuchado y por las otras fuentes sabemos que lo mismo sucedió con los discípulos. La tumba vacía NO creó la fe en la resurrección porque sólo indicaba que el cadáver no estaba donde María Magdalena y María de José lo habían visto depositar unas horas antes. Por el contrario, aquellas piadosas mujeres estaban aterradas y temblorosas – no era para menos – y el miedo se había apoderado de ellas hasta el extremo de que no podían decir nada. Se trataba de unos hechos que no sabían administrar y es lógico que así aconteciera.
Sigue llamándome la atención la manera en que, en algunas ocasiones, ciertas personas se refieren a la entrada de lo sobrenatural en sus vidas como si vinieran de tomar un café. Por supuesto, hay experiencias que podríamos calificar de sobrenaturales que no tienen que provocar, por ejemplo, alteraciones de la conciencia, pero no es menos cierto que aquellos que se han topado con la “otra dimensión” saben que se trata de una experiencia sobrecogedora que se resiste a descripciones. Lo que aquellas mujeres habían visto era para sembrar la confusión en cualquiera; lo que habían oído era para sumir a una persona normal en el estupor. Así estaban ellas y no sorprende que temblaran por la impresión ni tampoco que se sintieran abrumadas hasta el punto de no atreverse a hablar. A decir verdad, ¿qué había pasado con el cuerpo que habían acudido a ungir?
Lo que iba a provocar su paso de la zozobra a un estado de seguridad y comprensión, de convicción y alegría, estaba por venir y se fue desarrollando en el curso de aquel prodigioso día de domingo.
CONTINUARÁ