En 1884, Alejandro Pidal y Mon, antiguo “histórico” y verdadera alma de la Unión Católica dio un paso de no poca trascendencia. Desilusionado por el escaso eco de su movimiento, decidió aceptar la oferta de Cánovas de entrar en el gobierno. Lo hizo en un momento revelador porque, ese mismo año, el sacerdote catalán – y ferviente carlista – Félix Sardá y Salvany[1] publicó un libro llamado a hacer historia. Se trataba de ¿El liberalismo es pecado?. El padre Sardá y Salvany formulaba una pregunta retórica porque ya se ocupaba bien de señalar que “ser liberal es más pecado que ser blasfemo, ladrón, adúltero u homicida”[2]. La afirmación no dejaba de ser discutible siquiera porque todos esos pecados, a diferencia del liberalismo, se encuentran insertos en el Decálogo, pero no era el clérigo personaje dado precisamente a la sutileza teológica. En su opinión – y en ella no se apartaba un ápice de las enseñanzas papales – el liberalismo, al propugnar la libertad de expresión, de imprenta y de religión, era una amenaza más que peligrosa para la iglesia católica. De hecho, el liberalismo apelaba, en lugar de a la sumisión a la jerarquía eclesiástica, a la razón y al individuo lo que resultaba, desde una perspectiva católica, intolerable. No se insistirá bastante en que el sacerdote catalán era absolutamente ortodoxo desde una perspectiva católica y de ahí el éxito que su obra iba a tener en tiempos venideros. El gran problema, problema repetido muchas veces a lo largo de la Historia, residía en que el padre Sardá y Salvany no llegaba a captar que la defensa de los intereses de la iglesia católica pasa no pocas veces por la acomodación al poder político con la intención de convertirlo en más dúctil a sus fines. En ese sentido, el clérigo tenía la razón teórica mientras que Pidal y Mon y, sobre todo, León XIII ejercían la práctica. Manteniendo intactos los principios de oposición al liberalismo, era más que conveniente poder desarrollar tareas de gobierno a la sombra de Cánovas. La ocasión vino además favorecida por una inesperada circunstancia política.
El 25 de noviembre de 1885, tuvo lugar el fallecimiento de Alfonso XII. Tras la muerte de su primera esposa, María de las Mercedes de Orleáns, el 24 de junio de 1878, el monarca había contraído matrimonio con María Cristina de Habsburgo-Lorena en 1879. La muerte prematura del rey la convirtió en regente. Previamente, su regio esposo le había dado un consejo grosero, pero realista en su lecho de muerte: “Cristinita, guarda el coño y de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas”. En otras palabras, el rey había aconsejado a María Cristina que no tuviera aventuras amorosas que pudieran desdorar su imagen pública y que mantuviera el sistema de alternancia en el poder de conservadores y liberales.
Aunque no pocos católicos estaban descontentos con los intentos de adaptación de los obispos y del propio papa, en un orden como el de la iglesia católica, la batalla contra la jerarquía está, por definición, irremisiblemente perdida a medio plazo. Los Nocedal no dudaron – como otros católicos lo harían con Pablo VI o con el papa Francisco – en criticar a un León XIII que les parecía de principios demasiado acomodaticios. Sin embargo, en 1885, el mismo año en que moría Alfonso XII, falleció Cándido Nocedal y en 1889, su hijo fundó el Partido Integrista fragmentando aún más la ofensiva católica contra el liberalismo. A esas alturas, la tesis de influir en el régimen desde dentro la capitaneaba el cardenal de Valladolid, monseñor Antonio María Cascajares.
CONTINUARÁ
[1] Una reveladora biografía de este sacerdote director de la Revista Popular de Barcelona en José Ricart torrents, Así era el doctor Sardá y Salvany, Barcelona, 1966.
[2] Félix Sardá y Salvany, ¿El liberalismo es pecado?, Barcelona, 1884 (2 ed), p. 20.