La figura del cardenal Cascajares, digno de una biografía, revistió una notable importancia en los últimos años del siglo XIX español como encarnación de la línea papal de imponer el control católico sobre un régimen que – a la vista estaba – no iba a ser desplazado por los carlistas y, a fin de cuentas, mantenía cuantiosos privilegios en favor de la iglesia católica. El cardenal abogaba así por “cristianizar la legislación, mediante la aceptación leal y sincera de la monarquía”[1] y evitar las divisiones entre católicos aunque esto implicara abandonar a los carlistas a su suerte. Durante los años siguientes, los obispos intensificaron sus relaciones con las élites gobernantes de la Restauración contando con destacados ayudantes como el marqués de Comillas, Claudio López Bru[2], al que algunos llegaron a considerar un personaje providencial[3]. No se trataba únicamente de buenas relaciones. A decir verdad, constituían un poderoso grupo de presión, como ha señalado Fernando García de Cortázar, [4]que no sólo modelaba la política nacional en beneficio de sus privilegios sino que además podía movilizar a personajes de alto rango para objetivos que hoy definiríamos como abiertamente liberticidas. Por ejemplo, en 1893, los obispos solicitaron la ayuda de un grupo de mujeres católicas entre las que se encontraban grandes de España para una peculiar tarea: la de conseguir que las autoridades de Madrid procedieran al cierre de una capilla protestante [5]. Cuesta creer que un humilde lugar de culto frecuentado por una pequeña minoría religiosa pudiera significar una amenaza de consideración para la iglesia católica. Sin embargo, la cuestión no era tanto ésa como la de dejar de manifiesto que la libertad religiosa era intolerable y que para conculcarla la iglesia católica poseía poderosos resortes sociales susceptibles de presionar sobre los políticos. El presidente del gobierno, el liberal Sagasta, se vio obligado a recibir al grupo de fanáticas señoras y escuchar sus exigencias. No cedió, sin embargo, ante ellas en no escasa medida por el temor de que una acción bárbara de ese tipo podría tener en los medios diplomáticos destacados en la capital de España. Cuando, por el contrario, las acciones de este tipo se perpetraban en provincias el resultado final no era tan halagüeño para la libertad.
No le faltarían oportunidades a Sagasta, de regreso al poder, de comprobar lo que significaba el lobby clerical. Desde 1885 a 1890, los liberales volvieron a su antiguo programa de impulsar una serie de reformas democratizadoras que deberían fortalecer la monarquía parlamentaria cuyo heredero había nacido el 17 de mayo de 1886. Así se impulsó la libertad de prensa – en 1887 había en España 308 diarios, 41 en Madrid; de ellos 105 eran católicos y 8 masónicos – se concedió el sufragio universal (1888); se reformaron las fuerzas armadas instituyendo el servicio militar general y obligatorio con todo lo que tenía de democratización de la defensa nacional, y se promulgó la ley de asociaciones de 1887 que incluía a las religiosas y que permitiría, por ejemplo, el funcionamiento de la UGT, el sindicato socialista. Todas eran reformas necesarias, sensatas e inteligentes y todas ellas chocaron con la iglesia católica que consideraba intolerable la libertad de expresión o la legalización de los primeros sindicatos aunque fuera bajo capa de asociación. Una vez más, los liberales se vieron desplazados del poder dando lugar a un nuevo período de gobierno canovista.
CONTINUARÁ
[1] Citado en Andrés-Gallego, La política religiosa…, p. 65.
[2] Acerca del marqués de Comillas, véase: Constatino Bayle, El segundo marqués de Comillas, don Claudio López Bru, Madrid, 1928.
[3] Andrés-Gallego, La política religiosa, p. 67.
[4] Fernando García de Cortázar, “La nueva historia de la Iglesia contemporánea de España” en Manuel Tuñón de Lara (ed), Historiografía española contemporánea: X Coloquio del Centro de Investigaciones Hispánicas de la Universidad de Pau: balance y resumen, Madrid, 1980, p. 208.
[5] La Cruz, 1893, p. 83.