Sábado, 27 de Abril de 2024

(CXVIII): El régimen de la restauración (IX): La iglesia católica, enemiga feroz de la libertad (V)

Viernes, 9 de Junio de 2023

En 1881, el papa León XIII aprobó la creación de la Unión Católica, una entidad que afirmaba tener “como credo y norma de conducta la doctrina del Syllabus”[1].  En otras palabras, se trataba de un colectivo con unas finalidades abiertamente liberticidas cuya finalidad era acabar o limitar gravemente derechos humanos elementales como la libertad religiosa o la de expresión y prensa.   Precisamente para conseguir esas metas, la Unión Católica, siguiendo instrucciones de la Santa Sede, no se iba a oponer al sistema político ya existente sino, simplemente, intentaría reconducirlo en la dirección deseada.  Se trataba de una meta nada difícil dadas las limitaciones previas impuestas por la iglesia católica sobre el orden constitucional, pero para muchos católicos – los paralelos anteriores y posteriores son numerosos – aquella concesión era intolerable.  Los Nocedal, por ejemplo, no podían entender que se pasara del apoyo al carlismo a la aceptación de un orden constitucional liberal y a la neutralidad en la cuestión dinástica.  No andaban faltos de razones, pero, como tantos católicos a lo largo de la Historia, no llegaban a comprender que los intereses de la Santa Sede convertían en conveniente una vez más desprenderse de los aliados de ayer y buscar nuevas formas de maniobra en el hoy.  Esa rapidez en el cambio de la política papal influyó no poco en el fracaso de la Unión Católica.  Aunque ésta contaba con el respaldo de los obispos, no resultaba fácil para muchos abandonar un carlismo incensado durante medio siglo, como, en la centuria siguiente, también para no pocos católicos resultó incomprensible el giro impulsado por la Santa Sede en relación con el régimen de Franco.

León XIII ha sido uno de los papas más incensados por la propaganda católica valiéndose del método históricamente falaz – pero propagandísticamente efectivo – de resaltar lo que, en apariencia, es positivo y ocultar completamente lo que ahora resulta indefendible.  Se pasa así por alto, por ejemplo, su feroz antisemitismo o sus continuas intrigas en el terreno de la política internacional.  León XIII envió su bendición al Congreso anti-semita internacional precisamente en unos momentos en que Francia se desgarraba por el affair Dreyfus y en que las organizaciones católicas, coherentes con una línea histórica de siglo, aún arrojaban más leña al fuego contra los judíos.  No se trataba de casos aislados ya que la Asamblea general de los católicos en Francia estaba decretando el boicot contra los negocios judíos, las organizaciones locales participaban directamente en la perpetración de tumultos antisemitas y publicaciones semi-oficiales como la Civiltà cattolica y L´Osservatore romano agitaban los peores espantajos del antisemitismo señalando que Dreyfus era un traidor porque, a fin de cuentas, era un judío o que debía revocarse la nacionalidad que les había concedido Francia[2].  Si eso sucedía en una nación como Francia cuyo régimen era ciertamente republicano y demócrata y bajo un papa supuestamente ilustrado, no cuesta imaginarse la catadura de la organización católica en España.    

CONTINUARÁ


 

[1]  Circular de los representantes de la Unión Católica, p. 187.

[2]  Un análisis del tema en David I. Kertzer, The Popes against the Jews, Nueva York, 2001, pp. 182 ss. 

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