El programa de política interior del conde-duque era reformista y quedó expuesto en el Gran Memorial de 1624. Incluía aspectos como la lucha contra la corrupción con castigos ejemplares, algo que resultaba indispensable dadas las trayectorias de los anteriores validos y de amplios sectores de la administración; la sustitución de los consejos por juntas lo que constituía una medida también muy sensata que constituía un germen de lo que luego serían los ministerios; el saneamiento de la economía mediante la creación de erarios estatales y final de las acuñaciones masivas de vellón, medida esta última necesaria para poder contener la inflación y el reparto de las cargas sobre las distintas regiones y no sólo sobre Castilla. Con seguridad esta medida, vinculada al deseo de que Felipe IV fuera “rey de España” y no de cada reino que la componía fue la de mayor relevancia planteada por Olivares. Sin embargo, esta Unión de armas en la que debían participar todos los reinos de España encontró enormes resistencias especialmente por parte de Cataluña. A pesar de que no pocos considerarían el programa del Conde-Duque como muy ambicioso, lo cierto es que no rozaba ni uno solo de los privilegios de la iglesia católica o de la nobleza. Se pretendía, por así decirlo, gestionar mejor los resultados de la injusticia, pero no corregirla. De esa manera, la institución que más beneficios acaparaba, no contribuía ni lejanamente a la carga común.
El programa de política exterior de Olivares también estaba marcado por no poco grado de sensatez ya que se circunscribía a conservar el imperio, una tarea nada fácil y que se enfrentaba ahora con un peligroso reto ya que en 1618 había dado inicio un conflicto bélico en el centro de Europa causado por el propósito de la iglesia católica de acabar con la libertad religiosa en la zona. Finalmente, Olivares no lograría tener éxito en ninguno de sus cometidos precisamente a causa del extraordinario peso del que disfrutaba la iglesia católica sobre España.
Al estallar el conflicto que acabaría convirtiéndose en la guerra de los Treinta años, se produjo el envío de hombres y dinero para ayudar a la causa católica, pero, sensatamente, Olivares evitó una intervención aún más directa. De esa manera, intentaba no incidir en algunos de los grandes errores perpetrados por Carlos I y de Felipe II. En primer lugar, pretendió que el destino de España no se viera uncido a las distantes disputas imperiales y, en segundo, que el hecho de seguir siendo la espada de la Contrarreforma no se tradujera en la aniquilación del imperio hispano. Esa política de moderada implicación propició que contra Holanda se obtuvieran algunas victorias como la de Fleurus (1622) o la rendición de Breda (1625), inmortalizada por Velázquez en el popularmente conocido como cuadro de las Lanzas. Sin embargo, se vio comprometida por razones económicas ya que, en 1627, la España que había dilapidado sus caudales en la defensa de los intereses de la iglesia católica, sufrió una nueva bancarrota. Desearía Olivares que se abrogara el Decreto de expulsión de los judíos a fin de recuperar para España a alguien que tuviera el conocimiento de las finanzas en que ya destacaban de manera sobresaliente los protestantes. No lo conseguiría. En una España infectada desde hacía siglos por la obsesión de la limpieza de sangre, la simple idea del retorno de los judíos no sólo resultaba inaceptable sino detestable y, como tendremos ocasión de ver, peligrosa. Por añadidura, para contrarrestar la ayuda española y lo que ésta significaba de amenaza contra la libertad religiosa, tuvo lugar la entrada en guerra de Suecia – a la sazón gobernada por un genio militar, el rey Gustavo Adolfo - al lado de los protestantes.
Esa suma de dificultades financieras – propiciada en buena medida por la resistencia de algunas regiones españolas a contribuir al esfuerzo de guerra común – y de nueva tecnología militar ya que Gustavo Adolfo fue un incomparable innovador del arte de la guerra provocó una cascada de derrotas españolas. La excepción a esa tónica lamentable fue la victoria de Nordlinga en la que el cardenal-infante don Fernando venció a los suecos que habían perdido previamente a su rey.
CONTINUARÁ
[1] Sobre el Conde-Duque de Olivares, véase: J. H. Elliott, Richelieu and Olivares, Cambridge, 1984; Manuel Fernández Álvarez, “El fracaso de la hegemonía española en Europa”, Historia de España Ramón Menéndez Pidal, XXV, Madrid, 1982, pp. 635-789; Gregorio Marañón, El Conde-Duque de Olivares. La pasión de mandar, Madrid, 1952.