Semejante situación, considerablemente delicada, alcanzó condiciones de verdadera tragedia en la lucha contra los holandeses que fueron sumando triunfo tras triunfo hasta culminar en la victoria sobre las armas españolas en la batalla de las Dunas (1639). Esa situación en creciente deterioro llegó a un punto decisivo con la denominada crisis de 1640.
Al ser derrotados los suecos en la batalla de Nordlinga librada en el marco de la guerra de los Treinta años, Francia decidió intervenir al lado de los protestantes. La medida resultaba significativa porque Francia era una nación mayoritariamente católica, con un rey que se jactaba de su catolicismo y gobernada por un cardenal. Sin embargo, como en la época de Francisco I, primó la razón de Estado sobre otro tipo de consideraciones. Así, iniciada la guerra, las tropas francesas sitiaron Fuenterrabía en 1639 y ocuparon Salses en el Rosellón. La situación fue aprovechada por el Conde-duque de Olivares para llevar las tropas que debían combatir a las francesas a Cataluña e intentar que esta región contribuyera al esfuerzo de guerra. Sin embargo, lo que se produjo no fue la colaboración catalana en la defensa nacional sino el denominado Corpus de sangre (1640) seguido de la secesión de Cataluña impulsada por las oligarquías de esta región que soñaban, estúpida y orgullosamente, con convertirse en una especie de república como la de Venecia en el noreste de la Península Ibérica.
La secesión de Cataluña fue tan sólo el inicio del descuartizamiento de una nación sólo cosida por los Reyes Católicos con el hilo de la iglesia católica. Vino seguida por la de Portugal ese mismo año y por la conspiración para separar Andalucía al siguiente. Este último episodio arruinó el crédito político de Olivares que acabó siendo desterrado en 1643. Sin embargo, no acabaron ahí las desgracias del Conde-duque.
En 1644, el Conde-Duque de Olivares fue procesado por la Inquisición. La acusación concreta que se formuló contra él fue la de leer el Corán y los escritos de Martín Lutero. Un tal Juan Vides denunció en abril de 1644 que sabía por Francisco López, un sirviente de Olivares, que éste para dormirse ordenaba que le leyeran el Corán o libros de Lutero. López acusó como lectores a Melchor de Vera, un paje que ya había muerto, y a una doncella llamada Agustina de la Hoz que ahora era monja. La religiosa confesó, efectivamente, que había leído a Olivares el Flos Sanctorum, las obras de Teresa de Jesús y una Historia del Cisma de Inglaterra, así como alguna vez a Lutero, pero nunca el Corán.
Parece que, efectivamente, el Conde-duque ordenó que le leyeran obras de Lutero, pero, según sabemos por el testimonio del embajador inglés Hopton, fundamentalmente porque discutía con él de religión y deseaba estar bien informado. Lo más probable es que Olivares, en vez de ser un simpatizante del protestantismo, en realidad, sólo deseara saber de lo que hablaba – circunstancia nada habitual en el catolicismo de esa época y de otras – e incluso se atreviera a ser un apologista.
Arce, el inquisidor general, alargó los trámites para evitar el proceso de Olivares que se encontraba ya al final de su vida. Sin embargo, la imagen de Olivares quedó muy dañada dado que también se le acusó de preparar el regreso de los judíos, algo que se correspondía con la realidad y que había arrancado del deseo del Conde-duque de revitalizar la maltrecha economía española. Finalmente, Olivares expiró en 1645 siendo sepultado en el convento de Loeches. No cabe duda de que su proyecto había fracasado. Sin embargo, sus planteamientos eran acertados y la mejor prueba de ello es que en el s. XVIII se volvieron a intentar precisamente las mismas reformas que él había propuesto.
Contra Olivares se han formulado multitud de acusaciones que pretenderían desdorar su figura histórica. Así, se ha señalado que tenía espías, que creía en monjas milagreras, que tramaba conspiraciones o que subió los impuestos. La verdad es que todos y cada uno de sus comportamientos los encontramos también en el cardenal Richelieu con notables agravantes como los de ser peor persona además de cruel. Sin duda, Olivares fue un personaje de tanta valía o más que Richelieu y, desde luego, mejor ser humano. Fracasó, sin embargo, frente al cardenal francés porque Olivares tenía que sujetar un edificio que se cuarteaba y que además carecía de cohesión sustentado únicamente en la unidad religiosa. Por el contrario, Richelieu capitaneaba una potencia en alza que además estaba más cohesionada y donde no se consintieron comportamientos como el de Cataluña ni tampoco se consideró tolerable que la causa de la Contrarreforma prevaleciera sobre los intereses nacionales.
La caída del conde-duque de Olivares dejó de manifiesto que era posible gobernar sin validos y, a la vez, sentenció el final de la hegemonía española y la recta final de la decadencia de la dinastía de los Austrias. El imperio se había desangrado en su papel de espada de la Contrarreforma y de defensora de los intereses de la Casa de los Habsburgo o Austrias en el centro de Europa. Ahora poco podía hacer para sobrevivir y recuperar Cataluña y Portugal.
La política de Felipe IV no dejó de constituir un fracaso total porque Olivares se viera apartado del poder. En 1647, los tercios españoles fueron derrotados en la batalla de Lens, la última gran batalla de la guerra de los Treinta años. Sin embargo, la monarquía española no se dio por vencida. Mientras que el imperio alemán capitulaba poniendo fin a la guerra de los Treinta años mediante la paz de Westfalia - una paz de la que se excluyó a la Santa Sede, tan responsable de la guerra; que garantizaba la libertad religiosa y en la que se consagraba la derrota de la Contrarreforma en Europa central - España se aferró a la esperanza de que, reconociendo la independencia de Holanda, podría vencer a Francia y recuperar Cataluña y Portugal. Fue una vana ilusión.
En 1648, mediante la paz de Münster se reconoció internacionalmente la independencia de Holanda y se le permitió bloquear el puerto de Amberes con lo cual Bélgica, bajo dominio español, quedó económicamente asfixiada.
Finalmente, en 1659, tras más de una década de agonía continuada, España reconoció con el Tratado de los Pirineos la victoria de Francia y la mutilación de Cataluña. Pensaba aún Felipe IV recuperar Portugal, pero, en 1668, a los tres años de su muerte, la independencia de la pequeña nación fue reconocida por el Tratado de Lisboa.
El panorama a la muerte de Felipe IV era, ciertamente, muy malo. El nuevo orden europeo se basaba en el descuartizamiento de Alemania y en el hundimiento del imperio español, factores a los que se unían el triunfo de la libertad de conciencia en buena parte de Europa y la derrota de la Contrarreforma que, no obstante, vino acompañada de la hegemonía de una Francia mucho más pragmática que España a la hora de trazar su política exterior. El coste de apoyar a una Santa Sede no pocas veces traidora había sido onerosísimo para España.
Para colmo de males, el heredero de Felipe IV era un personaje anormal y la paz de los Pirineos establecía el matrimonio entre Luis XIV y la infanta María Teresa, hija de Felipe IV, con lo que las posibilidades de engrandecimiento de Francia a costa de España se ampliaban.
CONTINUARÁ