Como ya señalamos, en 1659, Felipe IV reconocía la derrota en la guerra de los Treinta años con más de una década de retraso. Mediante la paz de los Pirineos, España se veía obligada a aceptar que Francia era la primera potencia del continente, lo suficientemente fuerte como para apoderarse incluso de algunas localidades catalanas que ambicionaba desde hacía siglos. España seguía siendo una gran potencia con un dominio territorial extraordinario, pero Francia la contemplaba no como una nación igual a la que temer y respetar sino como un gigantesco botín del que deseaba apoderarse. Naturalmente, también se consideraba que sería mejor si ese dominio podía convertirse en realidad mediante la alianza matrimonial en lugar de recurriendo a la guerra. Por lo tanto, a dos décadas de la paz de los Pirineos, el rey de España, el enfermizo Carlos II, contrajo matrimonio con una princesa francesa, María Luisa de de Orleáns, hija primogénita del duque Felipe de Orleáns, hermano único del rey Luis XIV, y de Enriqueta de Inglaterra. Los consejeros de Carlos II la consideraron muy adecuada por razones de edad y, posiblemente, porque así pensaban poder llegar a una situación de coexistencia pacífica con Francia.
Tras obtener la dispensa de parentesco, el 31 de agosto de 1679, se celebró la boda por poderes en el palacio de Fontainebleau, oficiando el cardenal de Bouillon. El 3 de noviembre, llegó María Luisa a la frontera del Bidasoa, recibiéndola el marqués de Astorga en la isla de los Faisanes. El primer encuentro de la pareja tuvo lugar quince días después en Quintanapalla, una población cercana a Burgos. Carlos II estaba entusiasmado. De hecho, con anterioridad a su encuentro con ella se le había mostrado un retrato que había recibido dando gritos de “!Mi reina! ¡Mi reina!” a la par que lo cubría de besos y abrazos. El matrimonio fue consumado en Burgos y no hubo manera de que el rey abandonara el tálamo hasta que la celebración de algunos festejos exigió su presencia. Resultaba obvio que no le había desilusionado la reina porque incluso llegó a ordenar que de las dos camas que había en la alcoba regia se retirara una. Bien revelador resulta asimismo que a la mañana siguiente a la noche de bodas Carlos II presentara un rostro mucho más alegre que el de su esposa.
El amor – ciertamente apasionado – de Carlos II por la reina no se tradujo, lamentablemente, para ésta en un matrimonio feliz. No faltaban, desde luego, las razones para ello. En primer lugar, estaba la suegra, Mariana de Austria, cuya ascendencia sobre el monarca era enorme. En segundo lugar, la reina sufría una insuficiencia ovárica. Finalmente, padecía el denominado síndrome de Klinefelter, una enfermedad genética que consiste en una alteración cromosómica expresada por un cariotipo 47/XXY, es decir, que aquellas que la padecen tienen un cromosoma X supernumerario, lo cual determina una hipofunción testicular, con genitales pequeños y testículos atróficos, una azoospoermia, o sea, falta de formación de espermatozoides e incluso estrechamiento y fibrosis de los túbulos seminíferos. Carlos II tenía deseos sexuales, lo que se conoce como libido que se manifestaba en una moderada erección de sus reducidos genitales e incluso en una secreción prostática, pero no de esperma por lo que le resultaba imposible engendrar descendencia. Incluso la reina no dejó de ser virgen. No parece que la reina llegara a ser desflorada realmente antes de que pasaran siete años de matrimonio y a esas alturas todo indica que había caído en una extrema frigidez originada no sólo por la deplorable vida sexual que sufría sino también por el comportamiento de Carlos II al que consideraba vulgar y grosero. En una España ahormada por una iglesia católica que perseguía con saña a la ciencia se buscó la salida en la superstición. Un astrólogo consultado por Carlos II informó al rey de que la causa de la ausencia de prole no era sino un castigo porque no había dispensado a su padre, Felipe IV, las caricias que le debía. Tan convencido quedó el rey de este argumento - a pesar de que por aquel entonces tenía solo cuatro años y ni siquiera podía mantenerse de pie – que aceptó el atrabiliario remedio propuesto por el astrólogo consistente en besar, totalmente arrepentido de su supuesta falta anterior, la frente del cadáver de Felipe IV.
Para llevar a cabo la macabra ceremonia, se trasladó Carlos II a El Escorial donde los frailes jerónimos debían abrirle el panteón y él podría depositar un beso de hijo arrepentido sobre la calavera de Felipe IV. Da buena idea del estado en que se hallaba sumida la corte el hecho de que la misma reina manifestara su voluntad de acompañar al rey en tan extravagante ceremonia. Si, finalmente, no lo hizo se debió a su voluntad a que el astrólogo había establecido que Carlos II debía de ir solo, a media noche y sin compañía alguna a excepción de los frailes que debían conducirle al lugar donde descansaban los restos de su padre. Por supuesto, el hecho de seguir al pie de la letra las instrucciones del astrólogo no sirvió absolutamente de nada.
A esas alturas, la corte española se había convertido en un verdadero campo de Agramante donde las grandes potencias tomaban posiciones para mejor descuartizar el imperio hispano. Si Luis XIV intentaba mantener su influencia a través de una reina cada vez más desacreditada, el emperador de Austria se valía de los mezquinos odios de la madre de Carlos II para intentar extirpar cualquier influjo galo. En medio de ese remolino de intrigas, el rey intentaba proteger y alegrar a su mujer cediendo ante sus menores antojos y ésta se entregaba a todo tipo de devociones católicas con la esperanza de quedar encinta. Durante meses llegó a vestir la infeliz reina hábitos de monja, a la vez que menudeaba las peregrinaciones a santuarios supuestamente milagrosos, se entregaba a trisagios y novenas, o rezaba a las reliquias de distintos santos especializados, supuestamente, en facilitar la concepción. No era una conducta extraña en la España de la Contrarreforma, pero, a decir verdad, tampoco dio muestras de resultar efectiva.
CONTINUARÁ