No habían pasado ni siquiera diez días de la muerte de María Luisa de Orleans cuando el consejo de Estado celebró reuniones para reflexionar sobre quién debería ser la nueva reina de España. A Carlos II se le ofrecieron dos opciones: Mariana de Médicis y Mariana de Neoburgo. Ninguna de las dos le complacía, pero optó por la segunda, nacida el 28 de octubre de 1667, ya que su madre, Isabel Amalia de Hesse-Darmstadt, había tenido veinticuatro hijos.
La boda se celebró por poderes en Neoburgo el 28 de agosto de 1689. El 27 de enero de 1690, Mariana de Neoburgo se embarcó en las costas de Holanda con rumbo a España y, tras un azaroso viaje, llegó a El Ferrol el 6 de abril. Los dos esposos se encontraron en Valladolid celebrándose la misa de velaciones en la capilla del Palacio real de la citada ciudad el 4 de mayo de 1690.
La nueva reina, consciente del dominio que su suegra ejercía sobre su regio marido, decidió quebrantarlo desde el inicio y, al cabo de un mes en la corte, anunció que estaba embarazada. La madre del rey no estaba dispuesta a perder terreno en la corte y reaccionó en consecuencia. Insistió ante su hijo en que la reina estaba mintiendo y solicitó que se impidiera la exposición del Santísimo sacramento por el mencionado anuncio. Mariana, lejos de sentirse asustada por la encarnizada oposición de su suegra, fingió que había sufrido un aborto valiéndose del apoyo de Christian Geleen, médico de cámara, y de algunos cortesanos venidos con ella de Centro-Europa. Para asegurar que quedara encinta se recurrió a las rogativas y las reliquias sin que, como era de esperar, surtieran el efecto deseado. Al enfrentamiento entre suegra y reina, se sumó además el enrarecimiento del carácter de esta última que, insatisfecha sexual y maternalmente, derivó hacia un comportamiento que puede calificarse de neurótico. La corte llegó, sin embargo, a la convicción de que los embarazos regios – fingidos – no llegaban a buen puerto como consecuencia de la posesión demoníaca. El papel de la cosmovisión católica en la formación de semejante opinión fue, desde luego, decisivo aunque no unánime. Así, por ejemplo, el inquisidor general padre don Tomás Juan de Rocaberti y el confesor regio, fray Froilán Díaz, aceptaban la posibilidad de que el monarca estuviera hechizado – precisamente el sobrenombre con que pasaría a la Historia – y para resolver el supuesto problema decidieron acudir a fray Antonio Álvarez Argüelles, vicario del convento de monjas dominicas recoletas de la Encarnación de Cangas de Tineo, en Asturias. El personaje, conocido como el cura de Cangas, estaba dedicado en aquel entonces a exorcizar a las monjas del mencionado convento asturiano. En el curso de tan espectacular episodio – que tuvo su paralelo francés en las religiosas endemoniadas de Loudun – una de las monjas afirmó que el demonio le había revelado que el rey había sido hechizado a los catorce años con un bebedizo que le impedía engendrar, así como el remedio para sacarlo de esa situación.
Visto el episodio desde nuestra perspectiva actual, no deja de parecer una lamentable mezcla de superstición, ignorancia y falta de sentido común en la que, significativamente, se hallaban inmersos algunos de los personajes de mayor relevancia de la jerarquía católica de la época. Así, muy pronto la corte recibió a los exorcistas encargados de arrojar cualquier posible espíritu maligno del cuerpo del soberano. Toda la escena adquirió así unos colores que a lo esperpéntico unían lo trágico porque lo que se hallaba en juego era el destino de toda una nación cuyas posesiones ambicionaban potencias hostiles.
Mientras el rey se agotaba procurando realizar varios coitos a lo largo del día y consumía polvos obtenidos de la maceración de testículos de ajusticiados, la reina era igualmente sometida a sesiones de exorcismo para proporcionarle la ansiada fecundidad. Protagonista de esto último fue un fraile jerónimo que, en el curso de una de las sesiones, creyó experimentar – o lo fingió – un éxtasis. El susto que experimentó la reina al contemplar al religioso fue tan considerable que salió huyendo de sus aposentos. El clérigo fue expulsado de la corte al pensarse que se trataba de “hipócrita... o tonto” pero lo cierto es que nadie se atrevía en aquel ambiente a decir una sola palabra en contra de los exorcismos por temor a una reacción de la Inquisición.
No causaron los exorcismos el menor efecto positivo en los regios esposos – algo que no dejaba en muy buen lugar a los clérigos que los habían preconizado y practicado – y, finalmente, un capuchino saboyano, llamado fray Mauro de Tenda, adelantó la explicación de que Carlos II no estaba realmente endemoniado sino tan sólo hechizado. El capuchino señaló, por añadidura, que el hechizo se mantenía gracias a un saquito que, a modo de escapulario, llevaba el monarca en el pecho, colocándolo a la hora de dormir bajo la almohada. El descubrimiento no dejó de ser notable porque el saquete en cuestión contenía reliquias y, al parecer, convertía en culpable de la hechicería a la primera esposa de Carlos II. Desde luego, costaba creer que mujer que tanto había padecido por quedarse encinta, se hubiera dedicado a embrujar a su esposo para que no pudiera engendrar, pero, a esas alturas, parece que no existía disparate pronunciado por un clérigo que no pudiera ser aceptado en la corte como verdad indiscutible. Como puede suponerse, la diagnosis y el remedio prescrito por el capuchino no sirvieron de nada y en 1700, el monarca se encontraba en un estado más deplorable que nunca. Presa de un desequilibrio innegable, el rey ordenó que se procediera a la exhumación de su madre, de su hermano Baltasar Carlos y de su primera esposa, abrazándose a estos últimos mientras gritaba entre lágrimas: “¡Mi reina! ¡Mi reina!”.
A esas alturas, resultaba más que obvio que la movilización que un sector no pequeño del clero había llevado a cabo de todos sus recursos espirituales no había tenido la menor utilidad. No se trataba, por otra parte, de un fenómeno nuevo. El mismo Carlos II captó que nada podía ya esperar y que además sus días en este mundo estaban seguramente contados. A lo largo de 1700, intentó dar con la mejor sucesión a la corona por si acaso se producía – como se produjo – el supuesto de que muriera sin hijos. El 1 de noviembre del citado año fallecía sin haber llegado siquiera a los cuarenta años. Su estado espiritual, físico y mental parecía un paradigma de la España contrarreformista que, a pesar de contar con recursos suficientes, se veía por su superstición encenagada en un drama de incalculable magnitud.
CONTINUARÁ