Ya fue bastante desgracia que España –y con ella las naciones donde no triunfó la Reforma– se viera privada de la ética del trabajo del norte de Europa, de su impulso educativo, de la revolución científica, de la nueva cultura crediticia, de la aceptación del imperio de la ley e incluso de un notable horror frente a conductas reprobables como la mentira o la violación de la propiedad ajena. Lamentablemente, no se detuvo ahí el oneroso tributo pagado por España a la Contrarreforma. De hecho, influyó, de manera muy especial, en un instrumento tan esencial para la defensa de las libertades como la separación de poderes.
Las naciones en las que triunfó la Reforma supieron siempre que el poder absoluto corrompe absolutamente. A decir verdad, el papado era para ellos un paradigma de esa realidad. Un obispo de Roma que no contaba con frenos a su poder había terminado abandonando desde hacía siglos la humildad del pesebre de Belén o de la cruz del Calvario por la basílica de san Pedro en Roma, sin duda extraordinaria desde un punto de vista artístico, pero levantada con fondos de procedencia moralmente discutible. No se trataba de un episodio aislado sino de la continuación de lo que consideraban un proceso de degeneración. ¿Acaso los papas no habían trasladado la corte de Roma a Aviñón por razones meramente políticas (1309-1376)? ¿Acaso durante el siglo XIV no había padecido la iglesia católica un Cisma que se tradujo en la existencia de dos papas –llegó a haber hasta cuatro– que se excomulgaban recíprocamente (1378-1417)? ¿Acaso los papas guerreros del Renacimiento –magníficos mecenas e incluso dotados políticos por otra parte– no habían destacado precisamente por, en general, no ocuparse de la piedad como su primera tarea (1417-1534)? Pues si eso sucedía con gente que, por definición, tenía que ser ejemplar, ¿qué se podía esperar del poder político?
Para la teología protestante, en seguimiento de lo enseñado explícitamente por la Biblia, el ser humano tiene una naturaleza corrompida por el pecado y, por lo tanto, lo mejor – lo único – a lo que puede aspirarse en términos políticos es a un poder que no sea absoluto y al que para que gestione bien sus funciones hay que limitar y vigilar. En apenas unas décadas, esa visión –ciertamente novedosa y, desde luego, radicalmente opuesta a la de la Europa de la Contrarreforma– fue articulando una serie de frenos frente al absolutismo en las naciones donde había triunfado la Reforma. En Holanda se optó directamente por una república con libertad de culto donde, por ejemplo, se otorgó asilo a los judíos que habían sido expulsados de España en 1492 siendo la familia de Spinoza un ejemplo de entre tantos judíos que encontraron allí un lugar donde prosperar libremente. En las naciones escandinavas se asistió al nacimiento de un parlamentarismo creciente. En Inglaterra, en la primera mitad del siglo XVII, un ejército del Parlamento formado fundamentalmente por puritanos se alzó contra Carlos I. Su intención no era una revolución que implantara la utopía sino que consagrara el respeto a derechos como el de libertad de culto, de expresión o de representación y de propiedad privada. Así, en 1642, el mismo año en que los heroicos Tercios españoles iban camino de su última e inútil sangría para mayor gloria de los Austrias y de la iglesia católica, los soldados del parlamento inglés contaban con una Biblia del soldado que se había impreso por orden de Cromwell. El texto –una antología de textos bíblicos– comenzaba señalando la ilicitud de los saqueos y continuaba manifestando, bíblicamente, la justicia de la causa de la libertad.
Bien es cierto que los ingleses contaban con una ventaja sobre los españoles y es que la Reforma había permitido que su porcentaje de alfabetización fuera muy superior al del Imperio donde no se ponía el sol. En esa época, los puritanos que habían emigrado a América –entre los que había estado a punto de encontrarse Cromwell– contaban con una tasa de alfabetización superior al 70 por ciento según se desprende de los documentos de la época. En España, era unas siete veces inferior y así continuó por siglos. El resultado iba a ser obvio. Los ingleses lograron la victoria del parlamento contra el despotismo monárquico; los españoles –que fueron la primera nación que conoció un embrión de parlamentarismo con las cortes medievales– contemplarían como su hegemonía se perdía gracias al encadenamiento de reyes absolutos empeñados en ser la espada de la Contrarreforma. Las cosas en Historia –mal que les pese a algunos– no suceden por que sí.
De hecho, Teodoro de Beza, el sucesor de Calvino en el pastorado ginebrino, ya había escrito su El derecho de los magistrados, una obra donde justificaba la resistencia armada contra los tiranos. Y en 1579, se había publicado el Vindiciae Contra Tyrannos (Claims Against Tyrants) donde se formulaba la idea del contrato social esencial para el desarrollo del liberalismo posterior afirmándose que "existe siempre y en todo lugar una obligación mutua y recíproca entre el pueblo y el príncipe.... Si el príncipe falla en su promesa, el pueblo está exento de obediencia, el contrato queda anulado y los derechos de obligación carecen de fuerza".
Beza o el autor de Vindiciae no fueron una excepción. John Knox, un discípulo de Calvino que fue esencial en la Reforma escocesa sostuvo los mismos principios que fueron objeto de otros aportes jurídico-teológicos esenciales. John Ponet, un obispo de la Iglesia anglicana en torno a 1550 escribió A Shorte Treatise of Politike Power donde justificaba, apelando a la Biblia, a la resistencia contra los tiranos. Ponet fue, desde muchos puntos de vista, un antecesor del fundador del liberalismo, el también protestante y teólogo John Locke. Se puede indicar que también los jesuitas creían en el tiranicidio, pero lo cierto es que la diferencia era radical en los planteamientos. El derecho de rebelión se legitimaba en los reformadores sobre la base de la defensa de las libertades y no –como pretendían los jesuitas– en el ansia de acabar con un monarca que fuera, por ejemplo, hereje. Los protestantes podían vivir bajo un señor que tuviera otra religión y servirlo con lealtad, como vimos en otras entregas, pero no veían legitimidad alguna en quien suprimía los derechos de sus súbditos y los oprimía. Por el contrario, para los católicos esa circunstancia resultaba intolerable y así no dudaron en conspirar contra aquellos monarcas de los que eran súbditos, pero que no estaban sometidos al papado, como fue el caso de Isabel I de Inglaterra.
No puede, pues, sorprender –en realidad, era totalmente lógico– que el liberalismo político lo pergeñara John Locke, el hijo de un puritano que había combatido contra Carlos I de Inglaterra. En la parte final de su vida, Locke –que se vio muy influido por la Confesión de Westminster y otros documentos puritanos– estaba convencido de que sus escritos más importantes eran sus comentarios al Nuevo Testamento, pero la posteridad no lo ha visto así, como, por otro lado, tampoco lo ha hecho con Newton. Cuando Lord Shaftesbury recibió la orden de escribir una constitución para la Carolina, pidió la asistencia de Locke. En el texto que escribió a instancias de Lord Shaftesbury, insistió en la libertad de conciencia y en la extensión de la misma no sólo a cristianos de cualquier confesión sino también a judíos, indios, "paganos y otros disidentes". Se trataba de un punto de vista que era derivación natural de la Reforma, pero que necesitó llegar a la segunda mitad del siglo XX para que pudiera ser aceptado por la iglesia católica.
Locke era un protestante muy convencido –quizá algunos lo calificarían hoy de fundamentalista– y precisamente por eso creía que solo las religiones que son falsas necesitan apoyarse en la "fuerza y ayudas de los hombres". Por supuesto, como buen protestante, también era consciente de que la naturaleza humana presenta una innegable tendencia hacia el mal y por ello los poderes debían estar separados para evitar la tiranía.
Semejante visión liberal encajaba como un guante en las naciones donde había triunfado la Reforma. Era inaceptable en aquellas, como España, donde la Contrarreforma se había impuesto. Para los primeros, no había institución alguna –incluyendo la eclesial– que no pudiera verse salpicada por esa mala tendencia humana y curiosamente el reglamento de algunas denominaciones de la época, como los presbiterianos, recogió una división de poderes que maravilla al que lee sus documentos. Para los segundos, sí era obvio que había instituciones inmaculadas a las que, por añadidura, no se podía ni limitar ni someter al imperio de la ley.
Los frutos de esa visión no se hicieron esperar. Como han recordado en un más que interesante libro Carlos Rodríguez Braun y Juan Ramón Rallo[1], en 1884 el padre Félix Sardá y Salvany escribía El liberalismo es pecado. Las razones que daba el citado clérigo para señalar la maldad del liberalismo no tenían desperdicio. El liberalismo era pecado porque defendía "la absoluta soberanía del individuo con entera independencia de Dios y de su autoridad; soberanía de la sociedad con absoluta independencia de lo que no nazca de ella misma; soberanía nacional, es decir, el derecho del pueblo para legislar y gobernar con absoluta independencia de todo criterio que no sea el de su propia voluntad, expresada por el sufragio primero y por la mayoría parlamentaria después; libertad de pensamiento sin limitación alguna en política, en moral o en religión; libertad de imprenta, asimismo absoluta o insuficientemente limitada; libertad de asociación con iguales anchuras".
La definición del sacerdote era errónea en algunos aspectos esenciales porque, como han señalado muy bien Rodríguez Braun y Rallo, el liberal sabe que existe un sometimiento a la ley que limita sensatamente los derechos enunciados –otra herencia del pensamiento bíblico pasado por el tamiz de la Reforma–, pero el padre Sardá y Salvany difícilmente podía entender un principio reformado como el de la primacía de la ley sobre toda institución y, sobre todo, tenía pavor a la idea de que el pueblo decidiera su destino –¡y lo votara!– sin someterse a los dictados de la iglesia católica. Ahí iba a residir, como tendremos ocasión de ver, una parte considerable de las causas del fracaso de la modernización de España en el siglo XIX, fracaso que fue captado a la perfección por José María Blanco White, liberal y amigo de Argüelles, antiguo sacerdote y converso al protestantismo.
Con esa Historia a las espaldas, no debería sorprendernos que la idea de la separación de poderes haya quedado en España limitada a unas pocas mentes cultivadas y, generalmente, liberales. Tanto la izquierda como la derecha iban a desear históricamente que la separación no pudiera existir. En ocasiones, porque habría afectado a instituciones intocables como la iglesia católica o la monarquía; en otras –como el franquismo– porque se llegó a forjar un principio distinto basado en una supuesta coordinación y opuesto frontalmente a la funesta separación de poderes que preconizaban los liberales. Éstos, en muchos casos sin saberlo, sólo estaban insistiendo en la vigencia de una fórmula protestante, la que insiste en que la concentración de poderes sólo puede degenerar en tiranía y que, por tanto, deben separarse.
Al fin y a la postre, el hecho de que España permaneciera en el bando de la Contrarreforma convertida en espada de la misma y en enemiga cerril de todos los avances que significó la Reforma tuvo pavorosas consecuencias. No sorprende que España perdiera su papel hegemónico en el mundo y acabara precipitada en un estupor del que nunca llegaría a recuperarse del todo a pesar de mantener su imperio de ultramar. Pero el daño ocasionado por su vinculación con la iglesia católica fue mucho más sobrecogedor. Significó la petrificación de una mentalidad que hundía sus raíces en episodios vergonzosos como el antisemitismo medieval o la implantación de la Inquisición y que resultaría fatal en los siglos siguientes cuando, en unión con la continuación del poder de la iglesia católica, como tendremos ocasión de ver, fue razón directa de que ni la Ilustración del siglo XVIII ni el liberalismo del siglo XIX pudieran impulsar el avance de la nación.
CONTINUARÁ
[1] El liberalismo no es pecado, Madrid, 2012.