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Miércoles, 20 de Noviembre de 2024

(LXXV): El tributo pagado a la contrarreforma (XIV): la cultura del miedo y de la delación (i)

Jueves, 15 de Julio de 2021

Como ya hemos señalado previamente[1], con total seguridad, el peor tributo de la Inquisición fue la creación de una cultura del terror que, por añadidura, apelaba a Cristo para su realización omnicomprensiva.  Que los fieles siervos de la iglesia católica deseaban, como siempre ha sucedido en los estados totalitarios, sembrar el terror no admite la menor duda.  De hecho, así lo atestiguan las fuentes derivadas de los propios inquisidores.  En 1578, Francisco Peña, al reeditar el Manual de inquisidores redactado a finales del s. XV por Nicolau Eymerich, dejó constancia de que “hay que recordar que la finalidad primera de los procesos y de la condena a muerte no es salvar el alma del acusado sino procurar el bien público y aterrorizar a la gente (ut alii terreantur)… No hay ninguna duda de que instruir y aterrorizar a la gente con la proclamación de las sentencias, la imposición de los sambenitos sea una buena acción”[2].   La confesión voluntaria del inquisidor no admite segundas interpretaciones.  La iglesia católica no buscaba el bien espiritual de la víctima.  Lo que deseaba era utilizarla para difundir el terror entre las masas, un terror que se consideraba una buena acción.  Juzgue el lector el parecido que podía haber entre semejante cosmovisión y la del Evangelio de Jesús.  No sorprende que la simple detención por parte de la Inquisición llevará al arrestado a suicidarse como el sastre judío Luis Correón que se ahorcó en su celda de Llerena en 1591 o como el converso Diego Méndez que hizo exactamente lo mismo en su encierro en 1625. 

Los medios con los que la Inquisición lograba infundir ese terrible pavor en la población española fueron diversos[3].  El primero fue, desde luego, la tortura.  A los tormentos habituales - potro, garrucha, toca – los inquisidores gustaban de añadir otros nuevos.  Esas variaciones en el arte de atormentar a los reclusos provocaron no pocas súplicas de las distintas cortes españolas.  Las aragonesas de 1510, 1512 y 1519; las catalanas de 1515 y las castellanas de 1518 solicitaron del rey no la abolición de la Inquisición, pero sí que se abstuvieran de introducir innovaciones en el arte de torturar.   Conmueve leer el listado de peticiones formuladas en las castellanas, celebradas en Valladolid, en 1518[4].  Lo que suplicaban los procuradores era que los jueces de la Inquisición fueran fiables, que los acusados pudieran conocer quién había testificado en su contra y que “no se use de ásperas y nuevas invenciones de tormentos que hasta aquí se han usado en este oficio”[5].   No era poco significativa la reiterada súplica porque los métodos de tortura utilizados por la Inquisición ya resultaban de por si sobrecogedores.  La garrucha era una polea que servía para mover una cuerda con que se ataban las muñecas de la víctima.  El interrogado era levantado hasta una cierta altura, por regla general con las manos a la espalda, desde la que se le dejaba caer de golpe o en sacudidas.  El dolor no sólo era insoportable sino que además con facilidad descoyuntaba los brazos.  El potro era un caballete sobre el que se ataba al interrogado con unas cuerdas a las que se daba vueltas para que se hundieran en la carne.  Finalmente, la toca era un embudo de tejido por el que se deslizaba lentamente el agua desde un recipiente al estómago del detenido.  La sensación de asfixia y de estar a punto de reventar era punto menos que insoportable.  En palabras de un antiguo miembro de la Inquisición, “el efecto debía ser sumamente doloroso, pues con el agua se adhería la tela a las ventanas de la nariz y a la misma boca y no le dejaba respirar”[6]Los inquisidores dosificaban la tortura de los interrogados y, ocasionalmente, contaban con médicos para que examinaran el estado de las víctimas.  Sin embargo, la finalidad no era causar daño al interrogado sino asegurarse de que pudiera soportar el tormento para arrancarle la deseada confesión.  Tomás y Valiente ha recogido el caso de Alonso de Alarcón que, en 1636, se vio sometido a tormento.  Los doctores dictaminaron que sólo podía torturársele por el lado derecho ya que el izquierdo lo tenía inútil a causa de una parálisis[7]. 

Con todo – justo es reconocerlo – al igual que sucedería en el GULAG tan pavorosamente descrito por Solzhenitsyn, las torturas de la Inquisición[8] no se aplicaron a todos por igual.  Aquellos que eran “de los nuestros” siempre recibieron un trato más benévolo.  Protestantes, criptojudíos, alumbrados fueron torturados de manera sistemática y, de manera bien reveladora, en el reino de Aragón, esa sistematicidad se aplicó también a los sospechosos de homosexualidad o zoofilia.  Sin embargo, el tormento nunca se aplicaba a los sacerdotes solicitantes, es decir, aquellos que se habían valido del confesionario para intentar obtener favores sexuales de sus penitentes[9].   No podía esperarse otras circunstancias, ciertamente, y más teniendo en cuenta que el inquisidor general era la persona más allegada al rey[10].

CONTINUARÁ      

 


 

[1] Vid supra…

[2]  Citado por B. Bennassar, Inquisición española…, p. 94-5.  Las cursivas son suyas.

[3]  Sigue siendo de lectura obligatoria el clásico de Reinaldo González Montes, Artes de la Santa Inquisición Española, Alcalá de Guadaira, 2008.

[4]  Sobre las mismas, véase: M. Fernández Álvarez, Sombras y luces en la España imperial, Madrid, 2004, pp. 112 ss.

[5]  Citado en Idem, Ibidem, p. 113.

[6]  J. A. Llorente, citado por M. Fernández Álvarez, Sombras…, p. 129.

[7]  Francisco Tomás y Valiente, Historia y Vida, diciembre de 1976, pp. 19 ss.

[8]  Una magnífica descripción del tormento inquisitorial calificado como “el terror como sistema” en M. Fernández Álvarez, Sombras…, pp. 126 ss.

[9]  B. Bennassar, Inquisición española…, p. 103.

[10]  M. Álvarez Fernández, Sombras…, p. 123.

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