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Miércoles, 20 de Noviembre de 2024

(LXXVI): El tributo pagado a la contrarreforma (XV): la cultura del miedo y de la delación (II)

Viernes, 23 de Julio de 2021

Si horrible era la perspectiva del tormento no lo era menos el rigor de las condenas posteriores aunque varió según las fechas.  Antes de 1530, la proporción de sentencias a la última pena fue muy elevada.  Sin embargo, aunque con posterioridad se produjo una reducción de la letal proporción, las condenas a muerte volvieron a experimentar un incremento en tres épocas muy concretas.  La primera – a la que ya nos hemos referido – cuando Felipe II decidió exterminar a los protestantes españoles; la segunda cuando en la Corona de Aragón, se desató una oleada represiva contra homosexuales y zoófilos y, finalmente, entre 1648 y 1660 cuando, tras tener lugar la caída del Conde-Duque de Olivares tuvo lugar una verdadera cacería del converso procedente del judaísmo, en no pocos casos de origen portugués.  En otras palabras, la Inquisición redujo las condenas a muerte cuando estimó que el objeto de su ira había sido completamente exterminado y no vaciló en volver a multiplicarlas cuando llegó a la conclusión de que existía un nuevo segmento de la población que debía ser aniquilado.  De ahí que durante el siglo XVIII siguiera pronunciando penas de muerte en 1714, 1725, 1763 y 1781 y que incluso en pleno siglo XIX, tras la obra de las Cortes de Cádiz y el regreso de Fernando VII, su último ajusticiado fuera un maestro llamado Cayetano Ripoll cuyo delito había consistido en ser protestante.

Es muy posible que, como ha señalado Bennassar [1], lo que causaba pavor en la Inquisición no fuera aquello en lo que coincidía, en mayor o menor medida, con la justicia civil sino aquellos aspectos en que superaba ampliamente a ésta.  Esas áreas serían el secreto judicial, la memoria de la infamia y la amenaza de la miseria.  Ciertamente, el hecho de que la Inquisición actuara con un secreto absoluto fue contemplado por los españoles con verdadero horror.  En las capitulaciones presentadas por las Cortes aragonesas a Carlos V en 1518 se contuvieron no pocas quejas frente a ese secretismo inquisitorial y durante tres años se produjo un encarnizado tira y afloja para que se suprimiera.  Sin embargo, la Santa Sede confirmó el odioso procedimiento entonces y volvió a hacerlo una y otra vez en el futuro.  Por ejemplo, en 1670, cuando en Inglaterra la influencia de los puritanos había terminado con el uso del tormento judicial y creado un conjunto de garantías procesales, la Inquisición promulgó una ordenanza que prolongaba el secreto en España.   Ese [2]secreto impedía que el acusado conociera las razones de su procesamiento y que pudiera defenderse, todo ello mientras se le sometía a tormento, era separado de los suyos y pendía sobre él la terrorífica posibilidad de ver confiscados sus bienes y quemado su cuerpo.  Por añadidura, el secreto iba unido de manera indisoluble a la práctica de la delación.  Tan repugnante conducta era animada de manera explícita por la Inquisición que no sólo la calificó como obra santa y merecedora de indulgencias sino como garantía de la salvación eterna.   En ese sentido, la iglesia católica fue mucho más allá que los estados totalitarios.  Nacional-socialistas o comunistas podían prometer recompensas materiales o reconocimiento social, como, por otra parte, también lo hizo la Inquisición, pero nunca osaron garantizar el paraíso a los que colaboraban en la delación.  No sólo eso.  Los testigos falsos, a pesar de la enorme gravedad de su acción, no eran castigados y no lo eran porque constituían parte fundamental de un engranaje que perseguía, por encima de todo, provocar el pánico[3]. 

Así, la actividad de un delator del que no existía posibilidad real de defenderse y cuya falsedad no sería castigada era susceptible de ocasionar la desgracia de cualquiera.  Baste decir que en Valencia, de 1478 a 1530, sólo hubo doce absoluciones entre 1.862 sentencias conocidas, un 0,65 por ciento.  Con posterioridad a 1570, tan sólo un veinte por ciento de los acusados logró librarse sin grandes problemas[4].    

Por añadidura, la Inquisición no sólo era capaz de causar la ruina de alguien cuyo delito era no someterse a los dictados de la iglesia católica o que incluso podía ser inocente sino que, por añadidura, podía extender la infamia a los descendientes del condenado causando también su desgracia perpetua.  Los métodos para perpetuar la infamia eran, fundamentalmente, tres.  El primero y menos grave era la penitencia pública vinculada al uso de sambenitos que se colocaban en los templos para que la comunidad fuera más que consciente de que familia había quedado infamada.  Los descendientes de protestantes, criptojudíos o moriscos se veían siempre infamados, aunque la pena era extensible, no con la misma asiduidad, a otras categorías de condenados.  El segundo método era la inhabilitación que afectaba a los descendientes de los condenados a muerte o a prisión perpetua tras su reconciliación con la iglesia católica.  Al igual que los condenados – y a pesar de ser inocentes de toda culpa – no podían ir a las Indias; practicar ocupaciones como la medicina, la carnicería o el corretaje en ferias; lucir vestidos de seda y joyas; llevar armas o montar incluso en una mula; ejercer funciones públicas o entrar en una orden religiosa.   Los nacional-socialistas alemanes intentaron recuperar a no pocos hijos de comunistas o socialistas e incluso en la Unión soviética existía esperanza para los hijos de los acusados de ser “enemigos del pueblo”.  No existía tal posibilidad en la España de la Inquisición.  Desde las instrucciones de Torquemada de 1484 y los decretos de los Reyes Católicos de 1501, la infamia pasaba de generación en generación sin tener en cuenta la inocencia.  De esa manera, la Inquisición contribuyó a crear un verdadero apartheid en el que, por una parte, se hallaban los cristianos viejos y, por otra, buena parte de los cristianos nuevos ya condenados para siempre a arrastrar la marca de la infamia inquisitorial.   Hasta qué punto pesaba semejante conducta sobre la vida de las personas puede verse en el caso de Cristóbal Rodríguez.  Regidor y alférez del pueblo de Los Santos fue denunciado a la Inquisición por ser hijo y nieto de condenados por la Inquisición.  Rodríguez se salvó alegando que su madre le había dicho que lo había concebido de relaciones adúlteras mantenidas con un cristiano viejo.  Ser hijo de una adúltera era con mucho mejor para la Inquisición que serlo de un hereje.

CONTINUARÁ


[1]  Bartolomé Bennassar, Inquisición española…, p. 110 ss.

[2]  N. Aymerich, Manual de inquisidores…, p. 134.

[3]  En el mismo sentido, B. Bennassar, Inquisición española…, p. 116.

[4]  B. Bennasar, Inquisión española…, pp. 114 ss.

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