Carlos - que había nacido en Madrid el 20 de enero de 1716 - había sido el principal beneficiario de la política italiana de Isabel de Farnesio que había perseguido conseguir tronos para sus hijos nacidos de un segundo matrimonio de Felipe V y, por tanto, con escasas posibilidades de ser rey de España. Así, fue Carlos I, duque de Parma (1731-5) y Carlos VII, rey de Nápoles y Sicilia (1734-59). Llevaba pues gobernando como monarca más de un cuarto de siglo cuando fue coronado rey de España. Debe señalarse que en sus distintos reinos de Italia, Carlos fue un monarca muy querido – junto a su esposa María Amalia de Sajonia – con fama justa de reformador y culto. A él se debió, por ejemplo, que dieran inicio las excavaciones de Pompeya.
Al morir sin descendencia Fernando VI, Carlos se convirtió en rey de España adonde llegó con claras intenciones reformistas, con una notable experiencia y con sus ministros italianos, entre los que destacaba el marqués de Esquilache. Carlos III lo nombró, en primer lugar, Secretario de Hacienda desde donde llevó a cabo una provechosa liberalización de la economía. Esquilache era consciente, como el monarca, de que uno de los principales obstáculos – a decir verdad, el mayor – contra la política de reformas era la iglesia católica. Así, logró que se incorporaran señoríos a la Corona, que se llevara a cabo una tarea de control de sectores eclesiásticos y que se procediera a reorganizar el Ejército cuyos gastos pasaron a ser financiados con la lotería nacional, introducida a la sazón en España.
Posiblemente, la medida más sensata en materia económica adoptada por Esquilache fue la de liberalizar el comercio de los cereales. Sin embargo, el que semejante medida se produjera en un momento en que se sucedían malas cosechas y en que los acaparadores habían provocado una subida del precio del pan tuvo pésimas consecuencias. De hecho, Esquilache se convirtió en un personaje muy impopular contra el que se acabó desencadenando el motín que ha pasado a la Historia con su nombre.
Posiblemente, el motín no fue más que la válvula de escape de la cólera que los madrileños habían ido acumulando contra los ministros italianos del rey. El chispazo que encendió la hoguera fue la orden de sustituir la capa larga y el chambergo o sombrero de ala ancha de los madrileños por la capa corta y el sombrero de tres picos. La gente, ya irritada por las carencias económicas, consideró aquella medida como un ataque dirigido contra la españolidad simbolizada por un traje típico. La realidad era, sin embargo, muy diferente ya que la capa larga y el chambergo habían sido llevados a España por los valones durante el infausto reinado de Carlos II. Lamentablemente, las masas irritadas no suelen atender a las consideraciones históricas.
El empeño de Esquilache en que se obedeciera la medida – que pretendía, entre otras cosas, impedir la ocultación de maleantes - y la ira acumulada desembocó en un motín el 23 de marzo de 1766, Domingo de Ramos. En el curso del mismo, todas las farolas de Madrid fueron apedreadas a la vez que las turbas buscaban no sólo a Esquilache sino también a los igualmente ministros Grimaldi y Sabatini con la intención de acabar con ellos. A pesar de su carácter inicial y aparentemente local, el motín pasó de Madrid a lugares tan distantes como Bilbao, Barcelona, La Coruña, Santander o Cádiz. Resulta difícil creer, se mire como se mire, que se trataba de una mera reacción popular ya que recordaba a otros episodios luctuosos de la Historia de España como los pogromos de finales del s. XIV.
Ante aquella situación que iba en aumento, la mayoría de los consejeros del rey se inclinaba por ceder alegando que los amotinados sólo pedían el control de los precios de los alimentos y la destitución de Esquilache. El rey, no dando precisamente muestras de valentía, se trasladó a Aranjuez a pesar de que los ánimos ya estaban aquietados y desde allí se decidió por desterrar a Esquilache y ordenar a Grimaldi que se hiciera cargo de restaurar el orden. Es más que posible que a esas alturas estuviera convencido de que tras los tumultos se agazapaban fuerzas de considerable peso.
Con posterioridad, se han articulado diversas versiones interesadas de cuál era la fuerza que actuaba detrás. Por supuesto, una versión católica tradicional ha sido la de culpar del motín a los masones. La tesis es insostenible siquiera porque la masonería entró en España con mucha posterioridad.
Oficialmente, Grimaldi informó a los embajadores de que había sido una revuelta popular en la que tuvieron un papel alcaldes y golillas. La versión oficial permitiría así clasificar el motín de Esquilache como un típico motín de hambre del s. XVIII en el que la suma de descontento, aborrecimiento hacia los extranjeros y gastos de la Corte, habría provocado una reacción que se manifestó, por ejemplo, en asaltar tiendas y en apedrear los cinco mil faroles que había colocado Esquilache.
En apariencia, las consecuencias del motín fueron escasas. El decepcionado Esquilache fue nombrado embajador de España en Venecia siendo sustituido por otro de los grandes personajes del s. XVIII español, el conde de Aranda. De manera astuta, Aranda – que conocía la naturaleza hispana mejor que el italiano - dispuso que los verdugos llevaran desde entonces un atavío consistente en capa larga y chambergo con lo que la gente optó voluntariamente por lo que había deseado Esquilache, es decir, por sustituir aquella indumentaria por la capa corta y el sombrero de tres picos.
Durante los próximos años, los personajes políticos de mayor relevancia serían Aranda y Floridablanca. El conde de Aranda – título nobiliario de Pedro Pablo Abarca de Bolea – había nacido en el castillo de Siétamo, Huesca, en el seno de una ilustre familia aragonesa. Educado en el Seminario de Bolonia y en Roma, había viajado mucho en su juventud por Europa lo que tuvo como consecuencia que se desprendiera de una visión estrecha y se fuera empapando del espíritu de la Ilustración. Por su parte, el futuro conde de Floridablanca - José Moñino y Redondo - había nacido en Murcia. Cursó estudios en Murcia, Orihuela y Salamanca, ejerciendo la abogacía junto a su padre durante algún tiempo. Su formación, por lo tanto, era predominantemente jurídica.
Aunque la versión oficial del motín lo había reducido a una algarada de subsistencia, tanto el monarca como sus ministros debieron ver tras el mismo a la iglesia católica y, en especial, a la Compañía de Jesús. En 1768, Carlos III volvió a imponer el exequatur, un mecanismo jurídico que sometía la publicación de los documentos papales a una autorización previa de las autoridades regias[1]. Mucho más relevante fue que, el año anterior, el monarca hubiera procedido a la expulsión de los jesuitas. La base para adoptar decisión fueron los resultados de la denominada Pesquisa secreta. La labor de investigación que pretendía determinar, más allá de versiones oficiales, quién estaba detrás del motín de Esquilache la llevó a cabo un consejo general extraordinario formado por cinco eclesiásticos, los obispos de Tarazona, Albarracín y Orihuela y los arzobispos de Zaragoza y Burgos. Sin embargo, la responsabilidad de la misma recayó en Campomanes con el respaldo de Moñino, el futuro conde de Floridablanca. Las conclusiones de la Pesquisa secreta fueron, realmente, demoledoras. La Compañía de Jesús apareció como una institución gravemente peligrosa que controlaba la enseñanza, favorecía un descarado amiguismo y no dudaba en enseñar el derecho de tiranicidio. Por añadidura, eran los jesuitas los que habían organizado el motín de Esquilache. Partiendo de esas conclusiones, la única salida para evitar su perniciosa influencia y acciones era, a juicio de las instancias eclesiásticas y civiles, proceder a su expulsión. Resulta innegable que la Compañía de Jesús había conseguido establecer un cierto monopolio de la enseñanza en cátedras como las de Latinidad y Gramática y las Facultades de arte. También era cierto que sus partidarios controlaban no pocas de las Facultades mayores y universidades como las de Cervera y Gandía. En última instancia, cumplían así el programa contrarreformista de Ignacio de Loyola que entregaba a la Compañía de Jesús la misión de formar a las élites gobernantes. Ese poder incontrolado – y soberbio, ciertamente – de los jesuitas resultaba intolerable para no pocos obispos, sacerdotes y religiosos cansados de su influencia y deseosos de ver su disolución. Por su parte, los ilustrados deseaban acabar con la potencia de los jesuitas para llevar a cabo una reforma educativa. Desde luego, no deja de ser significativo que la expulsión de los jesuitas fuera apoyada por la mayoría de los obispos españoles. De hecho, cuarenta y dos se manifestaron a favor de la medida; seis en contra y ocho no se pronunciaron[2]
También es revelador que, en 1759, hubieran sido expulsados de Portugal y en 1764 de Francia. En abril de 1767, el conde de Aranda puso en ejecución el decreto de Carlos III y se procedió a la expulsión sin especiales complicaciones. Sin embargo, el rey sabía que la Compañía de Jesús era un enemigo demasiado formidable como para limitarse a esa medida. Sumado al rey de Francia, no descansó hasta que la Santa Sede procedió a la disolución de la Compañía en 1773. De semejante cometido se ocupó José Moñino al que Carlos III premió otorgándole el título de conde de Floridablanca[3]. En 1776, Floridablanca sustituyó a Grimaldi como primer secretario de estado.
CONTINUARÁ
[1] Carlos III había intentado imponer el exequatur mediante decreto de 27 de noviembre de 1761, pero se volvió atrás por presiones de la iglesia católica. La real pragmática de 16 de junio de 1768 volvió a imponer el exequatur. Sobre el tema, véase: Fraile y Miguélez, Oc, pp. 285-89; Vicente Rodríguez Casado, “Iglesia y Estado en el reinado de Carlos III” en Estudios americanos, I, 1948, pp. 31-33.
[2] R. Herr, Oc. P. 19, nota 22.
[3] Para las negociaciones, véase: F. Rousseau, Règne de Charles III d´Espagne (1759-1788), I, pp. 176-417.